RELACIONES IGLESIA-ESTADO EN MÉXICO. Siglo XIX

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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SITUACIÓN AL MOMENTO DE LA INDEPENDENCIA

El «Plan de Iguala» con el que se proclamó la independencia de México, y poco después los «Tratados de Córdoba» con los que se hizo realidad, señalaban que el trono del Imperio Mexicano se ofrecía, en primer lugar a Fernando VII o por su renuncia o no admisión a otros dos miembros de la familia real,[1]o si ninguno de éstos aceptaba, entonces a quien el Congreso mexicano designara. Mientras tanto gobernaría provisionalmente una Regencia.

Para los obispos mexicanos (Al momento de la Independencia existían diez obispados en un territorio dos veces mayor al actual), la situación resultó especialmente nueva pues nunca tuvieron contacto «directo» con Roma, pues este se llevaba a cabo a través de Madrid. La Independencia esta situación quedaba definitivamente clausurada y era necesario establecer nuevos métodos.

Uno de los primeros asuntos a dilucidar por los dos poderes era el referente de la situación en que quedaba el Patronato. Los obispos se reunieron el 4 de Marzo de 1822 en una «Junta Interdiocesana» de la que salió un acuerdo que decía: “por la Independencia del Imperio cesó el uso del Patronato que en sus Iglesias se concedió por la silla Apostólica a los reyes de España…es necesario esperar igual concesión de la misma Santa Sede”.[2]

La Junta de Regencia contestó prudentemente dos días después: “Hasta la época nuestra, como asienta el Cabildo de esta Metropolitana, han sido los Reyes de España Patronos de esas iglesias… La Independencia pone en cuestión esta materia, y su resolución debe ser de acuerdo con el Romano Pontífice”.[3]

Pero en Roma no se consideraba ya necesario la existencia del Patronato y muchos funcionarios de la Curia romana veían mal otorgar nuevamente derechos sobre la actividad de la Iglesia a los nuevos gobiernos que, además de inestables, manifestaban ya rasgos de anticlericalismo. Además la Santa Sede había erigido desde 1620 la Congregación de «Propaganda Fide» que podría hacerse directamente cargo de la Evangelización.

A pesar de su acentuado regalismo que sin empacho alguno le llevó a dejar abandonada a su grey, el Arzobispo de México Mons. Pedro José De la Fonte, publicó durante el período de la Regencia una carta pastoral en la que decía: “En todo tiempo he recomendado el deber sagrado que tenemos de obedecer a la potestad pública, hoy debo añadir que, aunque ésta por su naturaleza se haya sujeta a los acontecimientos políticos que la varían en su forma, nuestro ministerio conserva siempre su objeto y bases inmutables. La religión de que somos ministros prescribe obediencia a la actual potestad pública; la prescribió a la que ha precedido, y en su caso la prescribirá a las venideras, porque ni en los siglos futuros, presentes, ni pasados, puede haber facultad para alterar esta doctrina y predicar a otro Jesucristo”.[4]

A proposición firmada por 45 diputados encabezados por Valentín Gómez Farías, el Congreso Mexicano designó Emperador de México a Agustín de Iturbide el 19 de mayo de 1822. Dos meses después, el domingo 21 de julio, el arzobispo de Guadalajara Juan Ruiz de Cabañas y Crespo,[5]entronizó en la Catedral Metropolitana al emperador Agustín I, y a su esposa la emperatriz Ana María Huarte. La ceremonia fue relatada de la siguiente manera:

“Del palacio, residencia de Iturbide, a la Catedral, había una vela o toldo usado en las procesiones, y la valla de soldados lujosamente vestidos, guardaba el paso a la imperial comitiva, cuya marcha abría un oficial con el escudo de armas del imperio yendo a su lado dos banderas con cruz roja en campo blanco, precedidas éstas por algunos soldados de caballería y escoltadas por otros de infantería; seguían las parcialidades de indígenas de San Juan y Santiago: las órdenes religiosas; los curas párrocos de México y sus alrededores: el Tribunal de Minería: el Protomedicato (el cuerpo médico) y los Consulados: la Universidad: el Ayuntamiento con sus mazas que presidian también a las diputaciones de los colegios; los títulos, jefes de oficinas y personas de distinción; la Diputación y la Audiencia; el Consejo de Estado y el Cuerpo Diplomático; a continuación se veían los ugieres, reyes de armas, pajes, el maestro de ceremonias y sus ayudantes; la comitiva de la emperatriz presidida por tres generales que llevaban sobre cojines la corona, el anillo y el manto imperial, una comisión del congreso y la emperatriz rodeada de las princesas sus hijas y las damas de honor.

“Al fin aparecía Agustín I precedido por una comisión de cuatro generales con las mismas insignias que los de la anterior comitiva y además el cetro; acompañaba a Iturbide otra comisión del congreso, su padre, el príncipe imperial con un capitán de guardia, el mayordomo y limosneros mayores (administradores de Palacio), los ministros, edecanes y generales de alta graduación, cerrando la marcha la escolta y coches de Palacio.

“En la puerta del centro, en el frente de la catedral, fueron recibidos Iturbide y su esposa bajo de palio por dos obispos y colocados en un trono chico, y al empezar la misa se arrodillaron en las gradas del altar mayor, pues el presbiterio tiene cuatro graderías de ascenso. El aspecto majestuoso de la Catedral daba gran valor a las festividades allí celebradas, hiriendo la imaginación el presbiterio rodeado de luces colocadas en las estatuas que ejercen funciones de candeleros para las hachas. El aspecto de la Catedral es imponente en su interior y a pesar de sus defectos arquitectónicos, se siente impresionado todo aquel que por primera vez penetra en tan vasto edificio, cuya sencillez es extremada (…) el Presidente del congreso (Valentín Gómez Farías) puso sobre la cabeza de Iturbide la corona, y éste a su vez llevó otra sobre la de su esposa; ambos fueron adornados con las insignias imperiales y en seguida pasaron a ocupar el trono grande; a su tiempo pronunció el obispo celebrante (Juan Ruíz de Cabañas) las palabras de «Vivat Imperator in aeternum» (Viva el Emperador Eternamente)”.[6]

Pero siguiendo las intrigas del embajador de los Estados Unidos Joel Robert Poinsett, Antonio López de Santa Ana y Antonio Echeverri se levantaron en armas contra Iturbide y el 19 de Marzo de 1823 el Emperador abdicó y se exilió en Italia, estableciéndose en México el sistema Republicano Federal. En 1823 el sistema federal era totalmente extraño a la nación mexicana (como hoy lo sería la monarquía), y su establecimiento provocó una grave inestabilidad política que se tradujo en innumerables conflictos; en 12 años, de 1824 a 1835, la Presidencia de la República cambió de manos 16 veces. Esta situación fue especialmente fomentada por la acción de la masonería del Rito Yorkino, fundado en México en 1824 por el ministro norteamericano Joel Robert Poinsset, y por sus aliados, los masones del Rito Nacional Mexicano fundado en 1826, en el que militaban muchos eclesiásticos como Miguel Ramos Arizpe, José Ma. Alpuche y Fray Servando Teresa de Mier. Estos conflictos produjeron el debilitamiento económico y militar que permitió poco después la mutilación del territorio nacional a favor de los Estados Unidos.

Los distintos gobiernos liberales de esa época quisieron que la Iglesia se subordinara al Estado a cambio de ofrecerle una situación privilegiada. Por ello la Constitución Federal de 1824, calcando el regalismo borbónico, proclamaba que la religión católica era la única, y al mismo tiempo afirmaba que “el Patronato real es de derecho inherente a la soberanía nacional”. Pero la Iglesia había sufrido bastante con las intromisiones de los reyes y no estaba dispuesta a tolerar el regreso de una situación semejante.

Así, mientras la Iglesia luchaba por su separación del Estado, éste buscaba someter a la Iglesia a su tutela, y es por ello que en ese tiempo, los liberales consideraron reaccionaria la separación Iglesia-Estado, y explica también por qué cuando las constituciones de los estados preveían que el Estado debía fijar y pagar los gastos del culto, el clero lo juzgó inadmisible y protestó con vehemencia[7].

En esos intentos liberales por erigir unilateralmente un «neopatronato», las órdenes religiosas constituían un especial obstáculo (como también lo fueron para el regalismo borbónico) por la obediencia a los superiores de las órdenes, los que generalmente residen en Roma. Por ello son muy reiterativas las leyes de ese tiempo contra los conventos, hasta que Gómez Farías decretó la expulsión de los religiosos.

Al parecer había otros intereses –además del neopatronato- para expulsar a las órdenes religiosas; en el acuerdo de los altos dignatarios de la Gran Logia La Luz, tomado en 1829 decía “… convencidos de que el clero es un obstáculo permanente a las reformas del Partido Americano (yorkino) pues resiste a la colonización (norteamericana) de Texas, el Rito Nacional Mexicano adopta en todas sus partes el plan político o programas de reformas… 2ª Abolición de los privilegios del clero y la milicia. 3º Supresión de las instituciones monásticas…”[8]. Los franciscanos fueron expulsados y sus misiones confiscadas; Texas quedó abandonada en manos de los colonizadores norteamericanos, nombrándose después como jefe de ellos a Lorenzo de Zavala, importante dirigente del Rito Nacional y más tarde vice-presidente de la República de Texas.

PRIMEROS INTENTOS POR ESTABLECER UN NEOPATRONATO EN MÉXICO

El gobierno republicano era consciente de la importancia que tenía la Iglesia en México, por lo que de inmediato buscó la forma de restablecer el control que sobre ella habían ejercido los monarcas borbones. Fray José María Marchena, sacerdote dominico nacido en Perú, fue enviado a Roma en julio de 1823 con la misión secreta de seguir los pasos del desterrado emperador Agustín Iturbide, y para que se informara sobre las disposiciones y la actitud de la Santa Sede con respecto a la Independencia de Hispanoamérica y de la forma republicana de sus gobiernos. Su tarea era también la de espiar los pasos que daba el autoexiliado y regalista arzobispo de México, Pedro José de Fonte, y de indagar sobre “cómo se piensa en la Corte de Roma acerca de nuestra independencia, y si hay disposición para entrar en Concordato para arreglar nuestros negocios eclesiásticos”.[9]

En enero de 1824 Marchena pudo dialogar con León XII, pero por el carácter privado de su comisión no entró en asuntos eclesiásticos, sino que se limitó en manifestarle al Papa el interés que tenía el gobierno de México de enviar un comisionado oficial para hacer un Concordato. En aquella oportunidad el Papa le expresó su disponibilidad para tratar con un comisionado de Méjico, pero aclarándole que lo recibiría en calidad de persona privada, como lo quería la política de neutralidad de la Santa Sede, y que estaba dispuesto a tratar cuanto negocio eclesiástico se le propusiese, “ya que él, en tales casos, se despojaba de su autoridad de Monarca; que la independencia de México no la reconocería sino hasta después que lo hiciesen los demás gobiernos”.[10]

En los primeros años de la vida independiente de los países americanos, el Papa León XII se vio en una difícil situación disyuntiva, pues Fernando VII nunca se resignó el haber perdido las «colonias» y murió sin reconocer a las nuevas naciones. España era también hija de la Iglesia, pero Fernando VII, regalista como su padre y su abuelo, amenazó al Papa con ir hasta el cisma si éste nombrara para América obispos no propuestos por él; de haber aceptado el Papa sus propuestas esos obispos no hubieran podido poner un pie en América. El resultado fue que América se fue quedando sin obispos. En México pronto sólo quedaron los de Puebla, Oaxaca y Yucatán, y para 1829 no quedó uno solo.

Marchena regresó a Méjico en marzo de 1825, y a viva voz informó al gobierno corroborando lo que ya había dicho por carta del 29 de enero de un año antes,[11]sobre la buena disposición de la curia romana para establecer relaciones con Méjico. Ante tan buenas noticias, el gobierno apresuró los pasos para nombrar a la persona que oficialmente lo representaría ante el gobierno pontificio, cargo para el que fue escogido el presbítero Pablo Vásquez, quien partiría no como diplomático, sino como enviado eclesiástico.

MÉXICO SIN OBISPOS

De Méjico don Pablo Vázquez partió el 21 de mayo de 1825, pero la protesta que el gobierno mexicano hizo por el «breve» pontificio por el que la Santa Sede puso en pausa el reconocimiento de las independencias hispanoamericanas, le mantuvo alejado de Roma hasta el 28 de junio de 1830. Por otra parte, la inestabilidad política y el clima de guerra civil que se vivía en México en esos primeros años de la República, hizo que se perdiera la mediación de Francia, la cual había allanado las dificultades diplomáticas que ponían los representantes de la Santa Alianza y el gobierno español para aceptar a los hispanoamericanos en Roma.

Mientras Vásquez esperaba en Europa nuevas instrucciones del gobierno mejicano, murió el último obispo que quedaba en la República mexicana, monseñor Joaquín Pérez Martínez, obispo de Puebla, que falleció en el año 1829. Al igual que en el resto de los países hispanoamericanos, México se quedó sin obispos. Esta situación hizo que el gobierno de Méjico considerara como de sumo interés que don Pablo Vásquez regularizara la situación de la Iglesia.[12]

Una vez que se hubo encontrado la manera de organizar su permanencia en Roma, Pablo Vázquez se interesó por conseguir audiencia con el cardenal Albani, secretario de Estado de Su Santidad, la que consiguió el 4 de julio de 1830.[13]En los primeros días y por todo el tiempo que duró la permanencia de Vásquez en Roma, pudo contar con los buenos oficios del jesuita mejicano Ildefonso Peña, que ya conocía la ciudad y cruzaba buena amistad con personas influyentes de la Curia romana, como los cardenales Albani y Cappellari.

Cuando Vásquez se presentó ante el secretario de Estado de Pío VIII, sin titubeos le manifestó el objeto de su misión: conseguir obispos residenciales para Méjico, así como en 1827 León XII los había dado para la Gran Colombia, mostrándose decidido a no aceptar, de ninguna manera, «vicarios apostólicos».[14]

La decisión con la que se presentaba Vásquez para defender su pedido hacía prever qué las negociaciones no resultarían para nada fáciles, porque la política de Pío VIII frente al caso hispanoamericano consistía en un regresar a la moderación, que la neutralidad pontificia requería. Pío VIII fue muy respetuoso, quizá demasiado respetuoso, del derecho español del Patronato de Indias, razón por la cual consideró que la mejor solución para el problema patronal en que se encontraba la iglesia de Hispanoamérica eran los vicarios apostólicos.[15]

Las conversaciones entre el enviado mexicano y el secretario de Estado se prolongaron durante los restantes meses de 1830 pero, ante la obstinación de las partes y la permanente interferencia del embajador de España Pedro Gómez Labrador,[16]Vásquez no pudo satisfacer a su gobierno, ni encontrar en Pío VIII una respuesta para sus peticiones.

EL CAMBIO CON GREGORIO XVI

Con la muerte del papa Pío VIII ocurrida el 30 de noviembre de 1830, a Vásquez que ya había recibido su pasaporte para retornar a su patria, no le quedaba otra esperanza que postergar su viaje de regreso a México, y confiar en las consoladoras palabras que el cardenal Cappellari le dirigiera antes de entrar en la sala del Cónclave: “Ruegue usted a Dios que nos dé un pontífice amigo de México”.[17]Palabras estas que si bien estaban dichas al enviado mexicano, tenían sabor continental.

El Cónclave terminó el 2 de febrero de 1831 con la providencial elección del cardenal Cappellari como el 254° sucesor de San Pedro, quien tomó el nombre de Gregorio XVI. El 28 de febrero de 1831, apenas veinte días después de iniciar su pontificado, Gregorio XVI nombró obispos a seis sacerdotes mexicanos para ocupar las diócesis de Puebla, Linares (Monterrey), Durango, Michoacán, Chiapas y Guadalajara. Por vez primera fueron nombrados obispos para México sin haber sido propuestos por el rey de España; desde entonces Fernando VII solo pudo contemplar cómo el Patronato Real desaparecía en América, y con él su injerencia en ella.

El neopatronato no prosperó porque los nuevos obispos mexicanos protestaron con energía contra el «cesaropapismo» liberal. El Obispo de Linares escribió al Congreso de Tamaulipas en Marzo de 1834: “Los magistrados civiles, que son los que presiden y gobiernan civilmente, en lo que es puramente temporal, las repúblicas y todos los reinos, reciben su autoridad de los pueblos, para regirlos y gobernarlos nada más que temporalmente; pero jamás se les confiere por esto autoridad alguna espiritual, ni temporal anexa a la espiritual. Son muy distintas las dos potestades y jamás se ha podido equivocar en sus funciones, sino después que la depravación janseanística ha introducido estas intolerables competencias. La Iglesia no la fundaron los emperadores, ni los reyes, ni los gobernadores, ni los congresos; la fundó sólo el Hijo de Dios… Él sólo la adquirió, no con precios corruptibles de oro y plata, como dice San Pedro: la adquirió con su preciosísima Sangre, y la fundó sin haber tomado dictamen, ni parecer, ni consejo a los reyes ni a los príncipes de la tierra; y sin contar con ellos para nada, manda a sus Apóstoles autorizados ya por Él mismo”.[18]

Por su parte, el Obispo de Michoacán, Juan C. Portugal escribió a Gómez Farías: “Nadie tiene derecho, cualquiera que sea el fundamento que alegue, para hacer el nombramiento de obispos, si no goza de este derecho por la Santa Sede Apostólica”[19]. El gobierno de Gómez Farías contestó expulsando del país a Mons. Belauzarán y a Mons. Portugal, junto con los obispos de Durango y Chiapas.

Al tomar para sí el derecho de patronato y de elección de obispos (nombramiento que hubiera recaído en los sacerdotes que militaban en las logias), alegando que el Presidente de México era el sucesor del Rey de España, Gómez Farías manifestó bien pronto su anticlericalismo. Dio por suprimidos los votos religiosos y los diezmos; decretó la completa expulsión del clero en la enseñanza y la supresión de la Universidad de México.

Debido a que estas medidas movilizaron en su contra a toda la sociedad, el Partido Liberal fue barrido. “Santa Ana, que jamás había tenido predilección por las causas perdidas, al sentir que cambiaba el viento se separó de Gómez Farías, lo cual le permitió volver al poder como defensor de la Iglesia y la legislación liberal fue anulada…”[20].

LA REFORMA LIBERAL DE 1857

La inestabilidad política permaneció en los años siguientes. En 1837 los texanos se independizaron de México y en 1847, tras solicitar su incorporación a los Estados Unidos, el presidente de esta nación, James Polk declaró la guerra a México, guerra que el General Ulises S. Grant consideró “como una de las más injustas que alguna vez se ha hecho”[21], y que arrebató a México los territorios de California y Nuevo México. Tras la venta del territorio de La Mesilla (Diciembre de 1853), estalló la enésima revolución contra el enésimo gobierno del Gral. Santa Ana.

Triunfante la Revolución de Ayutla, los liberales recuperaron el poder e iniciaron lo que se conoce como «Reforma». “El conflicto nació de la existencia de un Estado volátil, cambiante, inestable, frente a una Iglesia fuerte, estable…Para los conservadores, la tentación era grande, así como para sus primos los liberales, de controlar la Iglesia. El conflicto más visible era el que oponía la reforma liberal al clero; pero el que oponía la Iglesia a los conservadores no era menos real… Hay protecciones tan duras y penas como las persecuciones. De haber existido un Estado fuerte, el conflicto habría sido otro, o ninguno. La Reforma quería hacer de la organización religiosa un asunto de administración pública y de las cuestiones religiosas cuestiones políticas, lo que era mucho más grave que confiscar bienes religiosos”[22].

En 1856 el gobierno de Ignacio Comonfort convocó a un Congreso Constituyente para redactar una nueva Constitución, la cual se proclamó en Febrero del siguiente año. Don Justo Sierra dice: “el Congreso que emanó del triunfo de la revolución de Ayutla era la representación oficial de la nación; la realidad era otra: la nación rural no votaba, la urbana e industrial obedecía la consigna de sus capataces o se abstenía también y el partido Conservador tampoco fue a los comicios; la nueva asamblea representaba, en realidad, una minoría…”[23].

Por su parte uno de los más notables historiadores liberales del Siglo XIX, Francisco Bulnes, escribió: “En el México de 1858, de los nueve millones de población y con excepción a lo más de mil personas, todas eran devotas, supersticiosas, apegadas a su Religión como la corteza al árbol. Parece imposible a primera vista, que en diez años, cuatro o cinco librepensadores formen una pequeña escuela de jóvenes rojos intrépidos que no llegaban a cien y le impongan…leyes que los nueve millones de habitantes detestaban con todas las fuerzas de su alma…las leyes de Reforma fueron acogidas por la mayoría del pueblo con ira, con horror, con asco, con desesperación, y sólo las armas pudieron imponerlas, sólo las armas las han sostenido eficazmente, y sólo al amparo de las armas van adquiriendo favor poco a poco en la conciencia nacional”[24].

El Partido Liberal, desengañado de la posibilidad de manejar a su antojo el poder espiritual se tornó sectario y perseguidor. El Art. 27 de la Constitución confiscó todos los bienes eclesiásticos excepto los templos. El Episcopado Mexicano explicó en su carta del 10 de Agosto de 1859 que “llegaron a creer (los liberales) que la irresistible fuerza de la Iglesia para salir siempre victoriosa era más física que moral, consistía menos en su doctrina y ministerio que en tesoros del Tabernáculo y en las cuantiosas rentas con que expensa el culto y atiende a sus muchas y grandes instituciones piadosas; creyóse que robándola todo estaría concluido”[25].

La confiscación de los bienes de la Iglesia llevó instantáneamente a muchos liberales de la mendicidad a la opulencia, y a los clérigos ilustrados a abandonar el campo liberal para abrazar la abierta apostasía.

La promulgación de la Constitución de 1857 provocó una sangrienta guerra que transformó en ruinas al país. Versiones jacobinas de la historia presentan a la Iglesia como la culpable de ella, por su resistencia a las reformas que buscaban separar a la Iglesia del estado, lo cual es totalmente falso pues quien, desde la Independencia, buscó la separación fue la Iglesia, ante la oposición de un Estado republicano con ambiciones cesaropapistas.

Ya los obispos mexicanos de esa época refutaron esas calumnias en la misma carta pastoral anteriormente señalada: “si la guerra que hoy está devorando nuestra desgraciada patria, reducida únicamente al orden político, no hubiese traspasado estos límites desbordándose hacia la religión y la Iglesia, nos habríamos reducido a llorar en silencio estos odios políticos, estas divisiones intestinas, esta guerra entre hermanos… Más por una lamentable desgracia no es así; la imparcialidad política del Episcopado y su interés decisivo por el bien de todos se han puesto en duda, no porque la hayan tenido los principales motores de la persecución a la Iglesia, sino porque sus tendencias, muy disfrazadas al principio, más perceptibles en seguida, manifiestas después y descaradas al fin, han sido, no precisamente el establecimiento de tal o cual idea exclusivamente política, sino la destrucción completa del catolicismo en México… cualquiera que, libre de pasión y conducido por una sana crítica, los examine (a los acontecimientos), verá con toda la luz de la evidencia: primero, que la Iglesia no ha hecho nunca oposición a ningún gobierno sino…cuando ha sido provocada por leyes y medidas que atacan o a su institución o a su doctrina o a sus derechos; segundo, que siempre se ha defendido exclusivamente con sus armas, que son las espirituales; y por último, que aún en esto lo ha hecho con suma prudencia y caridad heroica”.

Con el apoyo norteamericano logrado mediante el Tratado MacLane-Ocampo, la guerra de Reforma fue ganada por los liberales, y en 1860 pudieron ya aplicar la Constitución de 1857 y las leyes de Reforma en toda la República.

NOTAS

  1. Eran estos Francisco de Paula, y Carlos Luis de Borbón.
  2. Rogelio Orozco Farías. Fuentes Históricas de México 1821-1867. P. 37.
  3. Ibid. P. 38.
  4. Ibid. P. 36.
  5. El arzobispo de México Pedro de Fonte, tras cantar el «Te Deum» a la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México el 27 de septiembre de 1821, huyó por Tampico hacia España donde permaneció hasta su muerte. Por eso la Coronación fue presidida por Juan Ruiz de Cabañas, Arzobispo de Guadalajara y simpatizante y participante de la causa de la Independencia desde las Juntas Secretas en La Profesa.
  6. Manuel Rivera Cambas, México Pintoresco, Artístico y Monumental, (3Vol.)
    https://www.adncultura.org/la-coronacion-de-iturbide-en-la-catedral-de-la-ciudad-de-mexico
  7. Jean Meyer. La Cristiada. Ed. Siglo XXI Vol. II. P. 21.
  8. Rogelio Orozco F. Ob. Cit. P. 50-51.
  9. Luis MEDINA ASCENSIO, México y el Vaticano Vol.I, Ed. JUS México 1965, p.69
  10. Ibid, p.71
  11. Ibid, p.71, nota 29
  12. R. GÓMEZ CIRIZIA, México ante la diplomacia vaticana, FCE. México, 1977, p. 225
  13. Una vez llegado a Roma, Vásquez encontró hospitalidad en casa del colombiano Ignacio Sánchez de Tejada y por escrito se dirigió, el 1 de Julio de 1830, al cardenal Albani para informarlo de su llegada y para pedirle una entrevista. La respuesta del cardenal fue inmediata, diciéndole que lo recibiría el Domingo siguiente en su residencia hacia horas de la noche. Puntualmente se presentó Vásquez, el 4 de julio hacia las 10 de la noche, en el palacio de la consulta, al frente del Quirinal, para el coloquio con Albani; cf., Asv, Segr. Stato, 279, fase., 3, busta 593, 1830-1836.
  14. Los Vicarios apostólicos como remedio a la falta de obispos, fue una solución implementada en Chile y Argentina para evitar la amenaza de cisma que el rey Fernando VII hizo si Roma nombraba obispos sin haber sido propuestos por el monarca español.
    Todo este negocio se encuentra en Asv, Segr. Stato, Esteri, 279, fases., 2, 3 y 8, busta 593, 1830-1836; AA.EE.SS., A. III, Messico, fases., 585-587, 1829-183 1; L. MEDINA ASCENSIO, México y el Vaticano..., 1, 182-203; R. GÓMEZ CIRIZIA, México ante la diplomacia vaticana, 190-191; J. RAMÍREZ CABAÑAS, Las Relaciones entre México y el Vaticano..., 108; P. LETURIA, Relaciones..., II, 369-
  15. Cf., AA.EE.SS., A. III, Argentina, fase., 15, 1826-1831; ID., A. III, fase. 5, 1829-1833; Asv., Segr. Stato, Esteri, 279, fases., 2 y 5, busta 592, 1824-1829.
  16. El gobierno de Madrid conservaba la esperanza de reconquistar el territorio de la Nueva España, a donde había mandado en 1829 a Isidro Labrador que se encontró con el fracaso, pero de este traspiés no se tenía noticia en España, ni en Roma, cf., L. MEDINA ASCENSIO, México y el Vaticano..., 1, 183.
  17. Citado por L. MEDINA ASCENSIO, México y el Vaticano, Vol.I, 189; Pedro LETURIA, Relaciones..., II, 378.
  18. Rogelio Orozco Farías. Fuentes Históricas de México 1821-1867. p. 69
  19. Ibid. P. 73.
  20. Jean Meyer. La Cristiada. Ed. Siglo XXI Vol. II. P. 25.
  21. Ulises S. Grant. Personal Memories Vol. I. Pág. 53. Citado por Rogelio Orozco Ob. Cit. P. 118.
  22. Jean Meyer Ob. Cit. P. 27-28.
  23. Justo Sierra. Evolución Política del Pueblo Mexicano. P. 315 citado por R. Orozco Farías. Ob. Cit. P. 159.
  24. Rogelio Orozco F. Ob. Cit. P. 206.
  25. Alfonso Alcalá-Manuel Olimón. Episcopado y Gobierno de México. Ed. Paulinas. P. 26.


JUAN LOUVIER CALDERÓN