SANTA FE DE BOGOTÁ; Retrato moral y espiritual de Jiménez de Quesada

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Epopeya de Jiménez de Quesada

Las andanzas, proezas y aventuras del adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada –nuestro fundador y padre– requieren cierto, el alto ingenio, la buida péñola con que el historiador Solís consagró para la inmortalidad a Hernán Cortés, descubridor de Méjico. Iguales ambos en los padecimientos, los empeños y las conquistas.

Enemigos de todo linaje se conjuntaron para impedir la incursión y el avance de esos 800 temerarios que, desde Santa Marta, se encaminaron hacia las remotas incitaciones del Dorado. La selva era bravía, inclemente el aire, los animales feroces y hostiles, las lagunas hondas, prolongadas y traidoras.

Desfallecieron muchos, se tornaron los más; pero triunfó al cabo la constancia en una empresa de perspectivas humanas tan prometedoras, y encima de ello tan del servicio de Su Majestad y tan propicia a la expansión de la santa fe cristiana.

Increíble y sin embargo realísima expedición. Proezas aquellas para hincarse en la memoria y entretener en Suesca, años adelante, las horas apacibles del viejo conquistador y sembrador de pueblos. Que supo también don Gonzalo, a fuerza de perito en letras, escribir con puntualidad lo que había realizado con osadía, legando así a la colonia de que era fundador y ejemplo, el patrimonio de cultura y los puntos de letrada que la posteridad recogió y ha dilatado con orgullo.

Fue desventura que los frutos literarios de aquel ingenio se perdieran para menoscabo de la historia y nos llegaran en fragmentos a través de la citas y referencias, siempre muy escasas, de los cronistas posteriores.

Si el compendio histórico que se le atribuye fue tal, y no relato largo y redundante de noticias, tuvo su punta de razón nuestro socarrón y picaresco Rodríguez Freyle cuando escribió en su «Carnero»: “Dije que tenía descuidos, y no fue el menor no escribir o poner quién escribiese las cosas de su tiempo; a los demás compañeros y capitanes no culpo, porque había hombres entre ellos que los cabildos que hacían los firmaban con el hierro que herraban las vacas...”[1]

De los escritores coloniales con que empezó a mostrarse fecunda la Santa Fe de Bogotá fue uno, y muy señalado, el padre fray Alonso de Zamora (1635-1717) de la Orden Dominicana. Escribió este ponderado varón una «Historia de la Provincia de San Antonio en el Nuevo Reino».[2]

Esta obra, si por el título parece de ceñida materia y de familiares acontecimientos, no lo es en realidad: se remonta a los orígenes de los sucesos y describe las obras y los personajes de una orden que tuvo como escenario de operaciones todos los territorios sometidos al pendón de Castilla, y en esos días como en los nuestros anduvo consustanciada con lo más dramático y noble de nuestra historia.

Esta de Zamora es general y sin sus noticias mal podría referirse las memorables de aquellos tiempos. A ella particularmente, y al «Boletín Historial de Cartagena de Indias», con acendrado estudio de Otero Costa, acudí en busca de noticias con que tejer aquí esta remembranza del hidalgo señor y esforzado caballero don Gonzalo Jiménez de Quesada, que por este apellido y sus peregrinas aventuras nos evoca el de Quijano el bueno, luz y espejo de los andantes caballeros.[3]

Nacido en Granada hacia 1506, se dio al estudio de las letras y de la jurisprudencia en que hubiera granjeado notables merecimientos, a no distraerlo la incitación fascinadora del mundo nuevo. Como teniente general del adelantado don Pedro Fernández de Lugo, gobernador de Santa Marta, llegó a esta ciudad hacia 1535. Excursiones por las sierras y valles aledaños aparejaron su espíritu y su cuerpo a la empresa que luego había de acometer bajo las órdenes de Fernández de Lugo.

El 5 de abril de 1536 se moviliza la expedición terrestre; el Jueves Santo, 6 de abril, la flotilla de cinco bergantines y dos carabelas que se aventuran Magdalena arriba. Ochocientos hombres emprenden con sublime inconsciencia esta locura conquistadora.

Llevan lo más indispensable para un parco vivir: con cabalgaduras que son cuidadas con esmero; una escuadrilla sin barajuste para los que hienden el río ancho, turbio, de indefinidas, cenagosas orillas; un capitán que manda, no trepida, avanza porfiado; los capellanes que mantienen la moral y no se desprenden de su cáliz, su Cristo y su rosario.

Curtidos a sol y lluvias, desgarrados por las marañas, “traspillados de hambre, desnudos, desfigurados, iban –dice Zamora– despedazados los cuerpos y los vestidos entre las espinas y ramazones, picados de los tábanos, seguidos de innumerables ejércitos de jejenes y rodadores, cuyas lanzas, llenas de quemazón y ponzoña, no tienen resistencia, guareciéndose debajo de los árboles para defenderse de las tempestades con sus hojas; comiendo los frutos y raíces silvestres de que enfermaron los más; y murieron muchos comidos de tigres y picados de culebras. Pasaban a nado los ríos y esteros de las lagunas que desaguan en el de la Magdalena. A los que lo navegaban atemorizados de feroces y carniceros caimanes, seguían indios flecheros que por instantes lo llenaban todo con grande número de canoas...”

Cierta noche, cuando descansaba la expedición en medio de la selva, se despertaron con sobresalto a los gritos de un compañero de apellido Serrano. El tigre había alcanzado a morderlo. Alzaron el lecho o hamaca a donde creyeron no alcanzaría la fiera y tornaron al descanso, si descansar era ese dormitar entreverado de pesadillas y zozobras. Cuando a la madrugada fueron a saludar a su compañero sólo encontraron manchones de sangre.

Del hambre atestigua el mariscal Hernán Vanegas: “y hubo tanta hambre que se comían culebras y lagartos y ratones y murciélagos y otras muchas sabandijas y adargas y perros y cuero de animales muertos...”

Tamañas penalidades debilitaron el ánimo de muchos desventurados que proponían volverse a Santa Marta. Entonces “Quesada dixo que había de morir en la demanda o descubrir buena tierra”. Y fray Domingo de Las Casas, a quien respetaba toda la expedición como a ejemplar de reciedumbre y de espíritu misionero, los animó, y esto en dos ocasiones, con persuasivas palabras y dicha una misa por el buen suceso, prosiguieron por tierras yaguas hasta que un indio venturoso adelantó primicias y ofreció claras señales de afortunado desenlace.

Enviados al Opón veinte exploradores, bajo el mando del capitán Juan Sanmartín, encontraron bohíos “y panes de sal de tres y cuatro arrobas y mantas finas pintadas de varios colores y de algodón”. Lo supo Quesada y lo tuvo como indicio de una superior cultura, y él con sesenta hombres fuese también a recorrer aquellos parajes.

Lebrija y Céspedes, por orden suya, ascendieron por la sierra y descubrieron tierra limpia de malezas y clima suave y benigno. De vuelta, Quesada, concedió a su tropa, cada vez más disminuida, quietud y reposo y que los enfermos regresaran a Santa Marta comandados por el capitán Gallegos, que empezó el retorno con una flecha clavada en un ojo.

El Ilmo. señor Piedrahita, santafereño de cuna y obispo de Panamá, el cual, por buena dicha consultó los manuscritos de Quesada, copió el discurso que este adelantado, no menos perito en letras que osado en aventuras, puso en boca de los expedicionarios descontentos:

“Quién verá tan menoscabado un ejército florido como el que salió de la costa sin haber penetrado más que ciento y cincuenta leguas; que no discurra cuán vecina le amenaza la última pérdida? No son los indios enemigos los que acobardaron espíritus criados en las regiones de España, sino el hambre y enfermedades contra quienes pueden poco los bríos para escapar de la muerte. Ningún caudillo tan constante ha sufrido los trabajos como el que nos guía y por lo mismo es tanto más sensible que parezca donde ni dé señales ni queden memorias de su valor invencible.

Hasta aquí pudo llegar el sufrimiento de tantas miserias con la esperanza; pero pasado de estos términos, sin ella, convertiérase en desesperación y fortaleza. Ver solamente montañas desiertas de gente política y de alimentos y pobladas de animales feroces y riesgos inevitables, no es divertimiento para seguirlo hasta la muerte y más cuando aún faltan noticias para que, engañado el ánimo, se proponga, siquiera fingido, el descanso.[4]

Señales que sustentara esta ya desfallecida esperanza las hallaron muy luego en las chozuelas y en los relatos de cierta india que les dio nuevas noticias de las tierras de Nemocón de donde se traía la sal. Aun así, vencidos en la contienda con la naturaleza implacable, encontraron muchos el reposo final cuando a lo lejos se divisaban ya las altas serranías de Cundinamarca.

Historia de otras conquistas famosas: morir, fija la vista en las colinas distantes de la tierra de promisión. Colinas parecían desde las aguas del Río Grande de la Magdalena (en cuyas aguas mandó Quesada hundir las canoas, acción, si imitada, no menos heroica); mas llegados a sus raíces pudieron con los ojos medir aquellas altanerías de cumbres y farallones en cuyas faldas y repliegues medra con pujanza, sobre la hojarasca en húmedo fermento, la vegetación gigantesca, la maraña punzadora y cerrada, la fauna terrorífica, el ave potente de remos o vistosa de plumajes multicolores.

Empeñaron allí su bravura y lo recio de sus ánimos. Porque treparon como si los animara desconocido arrojo, avivado por las desgarraduras del alma y del cuerpo, por desfiladeros selváticos que aún hoy siguen intactos en su terrible hurañía. Momentos hubo en que desde el atolladero pantanoso la emprendieron con el precipicio roqueño y vertical en donde era necesario subir con sogas y a tirones los enseres y los mismos caballos. Allí el llover sin misericordia, el sol de fuegos, los enjambres de zumbadores de aguijón quemante.

Hubo en estas jornadas episodios de una conmovedora humanidad. Cierto día, cuenta el padre Simón, uno de los soldados de Quesada se sintió enfermo y temeroso de seguir la suerte de sus compañeros ya fallecidos, los cuales al enfermarse quedaban reclinados al pie de un tronco, solos y abandonados hasta exhalar el último suspiro para ser pasto de las fieras o de las aves de rapiña, llamó a su hijo que también venía en la expedición y con lágrimas en los ojos se despidió de él, lo bendijo y le hizo las últimas recomendaciones.

El hijo, ante la obligación de seguir la marcha y el deber filial que le imponía no abandonar a su padre, decidió cargárselo sobre sus hombros y así, con heroico esfuerzo, anduvo seis días al paso de la mesnada, al cabo de los cuales expiró el anciano; cumplido el deber de dar sepultura a su padre, murió también el hijo consumido por la fatiga y atormentado por la tristeza.

Mejor suerte tuvo Francisco de Tordehumos, muy enfermo, a quien sus compañeros, no pudiendo demorar la marcha, después de despedirse con pena y lloros, lo dejaron como a tantos otros, exánime y moribundo sobre un lecho de hojas secas a la sombra de un árbol. A las pocas jornadas Francisco, sano y vigoroso, alcanzó a sus camaradas quienes, llenos de espanto no acertaban a explicarse este admirable caso, que él presentó como un milagro de la Virgen del Rosario. Tordehumos no sólo pudo coronar el viaje, sino que intervino después en varias fundaciones y en otras conquistas y alcanzó a ser alcalde ordinario de Santa Fe en el año de 1575.

Zamora alude así a este personaje. “Refirió que en aquel su desamparo se encomendaba a Dios con dolor de sus pecados y lágrimas de su corazón y que entre las angustias de la muerte se transportó un poco, en que decía se le había aparecido una bellísima señora asegurándole que no moriría hasta que viera el fin de su jornada. Y despertando, me hallé –dijo– tan sano y fuerte como estoy.

Este dichoso soldado quedó tan reconocido a este beneficio que en su memoria y amistad que tuvo con el P. fray Domingo de Las Casas, porque habiéndole confesado para morir en aquella soledad, al tiempo de despedirle le encargó que llamara a la Virgen Santísima, rezando su rosario que no faltó jamás a su devoción asistiendo a nuestra iglesia.

Dotó en ella la capilla del santo Cristo de la Expiación, que hizo traer de España con la estatua de nuestro padre Santo Domingo, y sin descaecer de esta memoria, se mandó enterrar en su capilla dejándola también en nuestro agradecimiento con una capellanía que dejó fundada en este Convento del Rosario...[5]

Incursión temeraria y sanguinosa. “Nunca otro descubrimiento semejante –informa Jiménez de Quesada– se vio en las Indias, ni aun se espera que se verá, y si alguno se le puede dar por compañero es otro de que esta petición se hará mención; y así, por general consentimiento de todos los habitantes de Indias, a este descubrimiento del Reino se le da el primer lugar de desventuras espantosas y de trabajos nunca vistos y de otras calamidades nunca pasadas en la imaginación de los hombres indianos.”

Con todo ello, siguen subiendo los españoles de hierro y de carne, rostro impávido y ánimo entero y cuando en las primerías del año de gracia de 1537, tras ocho meses de increíbles torturas, ganan las serranías del Opón y luego de pie en aquellas crestas ante horizontes «que se alegran y rían con la esperanza» apacientan de improviso la mirada en el verdor de la llanura que abajo se dilata, bajo la rubia lumbre del sol de enero que pensaremos que hizo Jiménez de Quesada y con él su tropa y su compañía. Se hincó en tierra, cristiano siempre, y dio gracias porque le permitía dar noticias de su santa fe a los pueblos aquellos y todos exclamaron con palabras que tiene sabor de poema primitivo:

«Tierra buena, Tierra buena! Tierra que pone fin a nuestra pena»

Juan de Castellanos (1526-1606) andaluz aventurero que después de llevar vida soldadesca recibió órdenes sagradas y murió de avanzada edad como beneficiado de Tunja, en aquella selva de endecasílabos que él llamó «Elegías de Varones Ilustres de Indias», glosa lindamente:

Tierra de oro, tierra bastecida,
tierra para hacer perpetua casa,
tierra con abundancia de comida,
tierra de grandes pueblos, tierra rasa,
tierra donde se gente vestida,
y a su tiempo no sabe mal la brasa.
Tierra de bendición clara y serena.
Tierra que pone fin a nuestra pena!

Claro es que los averiados, consumidos andariegos, vista abajo la deleitosa llanura, a trechos inculta y erizada de juncos, a trechos adornada con el lujo de los maizales y tachonada con solitarias lagunetas por cuyas aguas nadaban los patos silvestres, claro es que “bajaron con brevedad”, como dice Zamora, y avanzaron ya sin mayores tropiezos, adormecido el recuerdo de sus graves penalidades y confortados por el presente, increíble, insospechado gaudeamus...

Era el 2 de marzo de 1537: atrás quedaban once meses de viaje y 702 kilómetros de recorrido. Y quedaban, entre muertos y disidentes de la empresa, unos quinientos hombres de los 800 que salieron. Uno de esos días, Jiménez de Quesada pasó revista a sus tropas y encontró que le quedaban 166 sobrevivientes: diez capitanes, 62 soldados de caballería, 12 arcabuceros, 15 ballesteros, los rodeleros, y otros empleados secundarios, todos desfigurados, pálidos, flacos, cubiertos de llagas y semidesnudos.

Dijimos arriba que esta incursión era una penetración de Evangelio. En Chipatá, que hoy se llama Vélez, levantaron los españoles la cruz redentora en cuya presencia dieron gracias al Señor que, diezmados y todos, los condujo hasta ese punto. Allí en enero de 1537, fray Domingo de Las Casas celebró la primera misa que santificó aquella tierra, manchada de milenios atrás con el culto idolátrico y sangriento de monstruosas divinidades.

En los anales del descubrimiento de Indias nada hay tan bello y conmovedor y que así levante el ánimo y ponga en los labios palabras de gratitud hacia la gente conquistadora como este empeño de consagrar los momentos culminantes y las primicias de todo triunfo, conquista, colonia o ciudad, enclavando en tierra “el madero soberano” y elevando a lo alto, como sol de los espíritus, la Hostia Santa y el Cáliz de Salud.

Seguir jornada tras jornada y describir los movimientos y las evoluciones del adelantado por la sabana de Cundinamarca no es tarea para estos conatos de historia eclesiástica. Pero sí nos place evocar aquí al apuesto, rumboso, cristiano don Gonzalo, tal como nos lo pincela la pluma clásica del insigne historiador Rafael Gómez Hoyos:

6 de agosto de 1538

“En este día de la transfiguración del Señor, los primeros veinte indios recibieron las aguas lustrales del bautismo y se santificó la primera unión legítima de dos razas –la vencedora y la vencida– que habían de fusionarse en el crisol maravilloso del matrimonio cristiano.

En este día resonó por primera vez en lo más alto de la meseta andina el eco dulcísimo del Sermón de la Montaña y se proclamó en la sonora lengua de Castilla –compañera del imperio, en la que soñara fray Hernando de Talavera para ser enseñado a gentes remotas y peregrinas lenguas al descubrirse nuevas tierras– se proclamó, digo, ante los recios conquistadores, la ley de caridad, la doctrina de la fraternidad universal y el fin espiritual de la conquista.

Logrados están ya nuestros trabajos –fueron las palabras del venerable Las Casas– pues vemos a Cristo Jesús transfigurado en medio de sus fieles, y transfigurado en estas almas, esclavas antes del demonio y hoy vestidas ya con la cándida estola de la gracia. Pero, si hemos de fundar en esta tierra un gobierno cristiano, preciso es que el triunfo de las armas y la victoria de la cruz se cimienten y perpetúen por medio de la clemencia y la humanidad.

Ni deben reinar solamente entre nosotros los españoles la concordia y la fraternidad; mirad, valerosos capitanes, todos estos infelices en medio de los cuales estáis: todos ellos son nuestros hermanos, hijos de un mismo Padre y redimidos con la misma sangre de Cristo; y si les falta la luz de la verdadera fe, alma racional e inmortal tienen como nosotros y de ella somos responsables ante Dios y ante Nuestro Soberano...

Si queremos ganar esas almas, ganemos primero los corazones de estos pobrecitos, que harto sufren con verse sujetos y avasallados por un pueblo extranjero. La historia de España y de las Indias registrarán algún día con orgullo vuestros nombres; pero también os pedirán cuenta de vuestros procederes si ellos no son arreglados a la razón y a la justicia... Bendiga Dios esta nueva ciudad, bautizada hoy también con el nombre de su Santa Fe, y a todos sus habitantes, naturales y europeos”.

En este día nació a la vida de la cultura y del espíritu la ciudad de Santa Fe –doce casuchas y una humildísima capilla– presagio de lo que había de ser con el tiempo la urbe magnífica, bendecida por Dios, conforme a los votos del noble misionero, y justamente cantada por el poeta.

“Ciudad que hace tres siglos que triunfa de la muerte, tiene las tres virtudes: es sabia, bella y fuerte”.

Virtudes que no son sino el reflejo de las dotes del Fundador egregio, que le imprimió el sello de su espíritu. Muy pocos son los conquistadores de América que puedan parearse con el adelantado del Nuevo Reino en el armonioso conjunto de las dotes morales e intelectuales. Jurista, adaptada su mentalidad a su recia arquitectura de los códices romanos y de las Siete Partidas, habíase formado en el respeto al derecho ajeno, en el culto a la justicia y en el acatamiento a la ley. Letrado, sabía gustar de los secretos del idioma que en su época llegaba al máximo esplendor dorado “en este mismo tiempo que todas las letras y artes están casi en la cumbre”, como él mismo diría.

No fue ajeno a los escarceos poéticos, manteniéndose fiel a los viejos metros castellanos. Historiador de sus propias hazañas, en estilo sobrio y austero, inició la brillante teoría de nuestros varones ilustres que han hecho la historia y han sabido escribirla. “Escribía con templanza lo que primero obraba con valentía”, dice con propiedad Piedrahita.

Grata fortuna para el Nuevo Reino que su primer descubridor fuera un hombre que, con la espada de la conquista, la cruz de Cristo y la justicia de los códigos, trajera a estas breñas las inquietudes literarias y el afán por la cultura del Renacimiento Español. A esas condiciones se debió en gran parte que la pacificación de nuestro país hubiera sido la menos sangrienta, menos dura y cruel de cuantas relata la historia americana.

La experiencia mostró que el hombre de leyes y de letras no fue inferior en el manejo de las armas, en la pericia militar y en las tácticas de la guerra a los Pizarros y Corteses, a los Valdivias y Almagros, superándolos en cambio en la habilidad política y en el arte difícil de la diplomacia. “De agudo ingenio, no menos apto para las armas que para las letras”, anotó acertadamente el autor de las «Décadas».

Porque poseyó el grado heroico de la fortaleza de alma y cuerpo. Al empeño de su brazo a la altiplanicie con un puñado de valientes, después de dejar el largo y medroso camino sembrado de huesos y regado con sangre, desechos los cuerpos pero el valor no menguado.

Su fe de cristiano nunca tuvo ocaso, y ella le inspiró sus sentimientos de piedad para el indígena y de amistad cordial para con los compañeros y subordinados. Nunca olvidó –conforme a sus propias palabras– la expresiva mirada de gratitud de aquella madre india que habiéndose presentado al campamento a constituirse prisionera al lado de su hijo recién cautivado, obtuvo su libertad y la de otros prisioneros. Justo tributo de admiración al sacrificio de aquella buena madre que conmovió el corazón de Quesada.

Cuando tras penalidades y sufrimientos divisaron los españoles, desde lo alto de la serranía del Opón, las pintorescas poblaciones y plantíos de los indígenas, Quesada se arrojó de rodillas a la tierra y entonó su plegaria de acción de gracias al Omnipotente. Los capitanes y soldados imitaron conmovidos el bello ejemplo de su jefe, maestro de valor y de piedad.

Ni podía olvidar la suerte espiritual de los caídos durante la campaña que lo llevó al valle de los Alcázares, y de acuerdo con sus compañeros recolectó las sumas necesarias para fundar la Capellanía de los Conquistadores en sufragio de sus almas. Y para esta misa, él mismo compuso seis sermones en honor de Nuestra Señora del Rosario, testimonio precioso de su devoción a la Reina de los Cielos.

El sentido misionero que lo guiaba en sus gloriosas aventuras, al lado de los otros móviles legítimos de ambición humana, brilla con toda intensidad en el momento culminante de su carrera militar. Al salir del pueblo de Tora con los restos de un ejército deshecho, querían regresar los soldados a Santa Marta, ante la locura de atravesar las sierras del Opón, y penetrar en un país desconocido con un puñado de enfermos. El animoso capitán dirigió a sus tropas una arenga que puede ser modelo de varonil energía, de hispánico orgullo y de conciencia apostólica de la conquista:

“Que no se hablase en tan gran poquedad; que no era tal flaqueza permitida a los españoles, y que los que habían de morir ya eran muertos, y que los que quedaban eran para quien Dios tenía aparejada muy buena ventura, y aquella tierra nueva que les mostraba, donde le pudiesen servir y descansar después de tantos trabajos y volver ricos y honrados a España.

Y que cuando tanta falta sus pecados le dejasen ver en ellos, que aunque no le quedasen sino mucho menos, no entendía volver atrás hasta hacer algún servicio a Dios y a su Rey, y descubrir aquella tierra que Nuestro Señor les había mostrado para que Cristo y su fe sagrada fuese servido y aumentada ... Y sus reinos de España enriquecidos por la industria y valor de tan animosos vasallos y fieles españoles como serían los que le quisiesen seguir”.

Bien comprendía el hidalgo granadino el significado español de la espada, forjada en cruz; “... et esta espada –había enseñado el infante Juan Manuel– significa tres cosas: la primera, fortaleza, porque es de fierro; la segunda, justicia, porque corta de ambas las partes; la tercera, la Cruz”.

“La fortaleza es menester para que este sueño se cumpla para conquerir et vencer aquellos que no creen la verdadera fe de Jesucristo. La justicia es menester para esto; ca sin ser home justo et derechudo non podrá haber la gracia de Dios para acabar tan grand fecho. La cruz otrosi es más menester que ninguna otra cosa; ca quien tal fecho quier acabar, conviene que siempre tenga en su corazón la remembranza de Nuestro Señor Jesucristo”.

Fuerte, justo y cristiano fue don Gonzalo Jiménez de Quesada y dechado de patriotas. Después de darle a su Rey tierras y vasallos, envainado su acero toledano, quiere esgrimir su pluma de letrado en defensa de las glorias de España: “... La justa indignación que tengo de ver cargada la nación española tan injustamente fue causa de darme más priesa a que este libro saliese a luz, aunque no tan limado y polido como se requiere...”, dice al escribir sus «Apuntamientos sobre la Historia de Paulo Javio».

El mismo amor a la patria lejana le mueve en estas tierras de gente ruda y bárbara a escribir los «Anales de Carlos V» y las «Diferencias de la guerra de dos mundos», de índole polémica y de crítica histórica.

Su noble lealtad al Soberano –ya un Soberano que no le había hecho cumplida justicia–, su respeto a la ley y a la estima de la obediencia, le evitaron al incipiente reino la abundante sangre que vasallos rebeldes y ambiciosos hicieron correr en otras partes de las Indias. Frente a conatos levantiscos de los conquistadores, los cuales anhelaban reprimir por sí mismos los desmanes de las autoridades, el viejo licenciado los reduce a silencio y mantiene la paz con razones de alta prudencia y elevado sentido de gobierno.

“Verdad es que el Reino se halla en todo el aprieto que se representa, pero también lo es que en obediencia del Rey, primero debemos poner al cuchillo las cabezas que a la resistencia la mano...Aún no se retarda el remedio, pues todavía vivimos esperando que llegue, y cuando hasta la esperanza nos falte, ¿qué vida más gloriosa que la sacrificada en aras de la obediencia?

¡Qué muerte tan infame como la redimida al precio de deslealtades!... Los Príncipes gustan que sus comisiones sean como los ríos, que saliendo del mar de su grandeza, corran sin embargo hasta volver al centro de donde salieron, porque no hay razón para que las sinrazones de un Juez Comisario den lastos contra la ley natural, con desacatos a su legítimo Rey...”

Y no eran vanas palabras, que ya anciano puso su brazo fatigado y su espada mohosa al servicio del Rey y del orden para reprimir la tiranía de Lope de Aguirre y la sublevación de belicosas tribus.

Ni podían faltar sombras en el cuadro luminoso de su vida, que es propio del linaje humano el caer y el errar. Pero tuvo el valor de reconocer sus yerros, de lamentar sus faltas y de reprobar con estilo candente los excesos e injusticias a que se dejaron arrastrar los conquistadores por crueldad o avaricia. Y sobre todo el dolor y el desengaño –inseparables compañeros de los héroes– vinieron a purificarlo de las escorias inherentes a toda humana grandeza.

Descubridor, conquistador y colonizador del tercer imperio de América, se vio postergado en su gobierno para el cual ostentaba excepcionales cualidades. Consejero del mismo Consejo de Indias, mentor de Audiencias y presidentes, amigo respetado y querido de sus antiguos compañeros de armas, el adelantado, como un viejo patriarca de la Colonia, la rigió prácticamente con la autoridad de sus virtudes, el prestigio de su nombre y el ascendiente de su sabiduría.

Eterno aspirante a títulos nobiliarios, hubo de contentarse con la merced del don y los honores de mariscal y adelantado del Nuevo Reino que no colmaban sus esperanzas. Arruinado y pobre, después de derrochar sus bienes con principesca prodigalidad, reclama tesoneramente de la Corte, en insistentes pero dignos memoriales, la retribución a sus servicios, y como galardón recibe una mísera suma y algunas pobres encomiendas de indios.

Iluso soñador de una quimera, en su última aventura romántica, emprende la conquista de El Dorado, en la que arriesga su salud, sus fuerzas y dinero, y sólo alcanza a descubrir nuevos pesares y quebrantos.

Escritor fecundo, no logra publicar ninguna de sus obras, y para la cultura americana se pierden definitivamente tan preciosos manuscritos. Los cronistas de la época se adornan con las plumas del galano escritor, y mientras se esmeran en loar las proezas de los demás héroes de la epopeya, para hablar de Quesada se hacen eco de los chismes y calumnias circulantes en la corte por obra de envidiosos rivales.

¡Cómo pensaría el anciano glorioso –“roto casi el navío”– en las frescas tardes de Suesca y en las cálidas noches de Tocaima y Mariquita, en la vanidad de la gloria humana! Desengañado de las riquezas, del poder y de los honores, transido de desilusiones, fatigado de conquistas materiales, sólo anhelaba conquistar la muerte y el eterno reposo.

“Unos son muertos, y éstos son los más”. Así empezaba en 1576 su “Relación sobre los conquistadores y encomenderos”. Frase que parece rezumar añoranza de ausencia y fatiga de vivir. Tres años más tarde, bajo la gloriosa pesadumbre de los años y los méritos, el octogenario entregaba su alma al creador, lanzando, al igual que el profeta doliente de Idumea, un grito postrero de esperanza en la resurrección final. Como en las leyendas del conde don Fernando de Castilla, bien pudo repetir el magnánimo vencedor de los chibchas:

Somos mucho pecadores e contra Ti mucho errados,
Pero cristianos somos, e la tu ley aguardamos,
El tú nombre tenemos u por tuyos nos llamamos,
Tu merced atendemos, otra nos non esperamos.

La nación colombiana le ha sido grata y Santa Fe ha guardado lealtad a la herencia de cultura y de civismo que como hermoso patrimonio le legara. La Iglesia ha recogido con cariño sus despojos mortales prestándoles cobijo a la sombra de esta Basílica Primada, y ha ofrecido el Divino Sacrificio por la bienaventuranza de su alma.[6]


NOTAS

  1. Juan Rodríguez Freyle, El Carnero (Medellín: Bedout, 1980), 116.
  2. Fr. Alonso de Zamora, O.P. Historia de la Provincia de San Antonio del Nuevo Reyno de Granada, de la Orden de Predicadores, en Barcelona, en la imprenta de Joseph Llopis. año de 1701. Hay edición de 1930 hecha en Caracas y anotada por Caracciolo Parra y el P. Andrés Mesanza. O.P. Es la edición que seguimos.
  3. Enrique Otero D'Costa, “Gonzalo Jiménez de Quesada: Viejas novedades y nuevas vejeces. Noticias bibliográficas y biográficas”, Boletín Historial de Cartagena (octubre 1916). Estudio corregido, añadido y publicado en Bogotá en forma de libro en la editorial Cromos, S. A.
  4. Lucas Fernández de Piedrahita, Noticia Historial de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada, (Bogotá: Editorial Kelly, 1973) lib. III, cap. V.
  5. Zamora, “Historia”, 81-2.
  6. Mons. Rafael Gómez Hoyos, “Elogio fúnebre de don Gonzalo Jiménez de Quesada”, Boletín de Historia y Antigüedades (julio-septiembre 1950): 475-481.

BIBLIOGRAFÍA

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CARLOS EDUARDO MESA ©Missionalia Hispanica. Año XLI – N°. 119 - 1984