SECULARIZACIÓN; Proceso en Uruguay

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El proceso de secularización, de lenta pero clara diferenciación de la sociedad civil de las instituciones religiosas, se desarrolló, en Uruguay, a partir de 1859. Diversos factores determinaron, no tanto el surgimiento, pues tales factores coinciden en numerosas repúblicas latinoamericanas, sino el desarrollo de este proceso secularizador.

Debe considerarse, en primer lugar, el fuerte movimiento inmigratorio que se inició en Uruguay a mediados del siglo XIX, al terminar la llamada Guerra Grande. Si en 1830, el país tenía alrededor de 74 mil habitantes, en 1852 superaba los 130 mil. Veinte años más tarde la población alcanzaba 420 mil habitantes, y ya eran 800 mil en 1894. Este formidable crecimiento demográfico se debió al aumento de la tasa de natalidad, pero sobre todo a la persistente llegada de inmigrantes.

Arribaron al Uruguay pobladores españoles – vascos, catalanes, asturianos, más tarde gallegos –, italianos – del Norte y del Sur –, franceses – bearneses y vascos en una primera etapa –, ingleses, alemanes, suizos. De la fusión de orientales criollos e inmigrantes de variados orígenes, nació un “pueblo nuevo”, que también manifestó de maneras diversas su espíritu religioso. El hombre que emigraba, que dejaba su tierra, su familia y su historia, en busca de nuevos horizontes, se sintió a menudo inclinado a abandonar las reglas sociales y las tradiciones religiosas que, en su tierra de origen, habían sido su punto de apoyo y de referencia familiar.

Muchos extranjeros de raíces campesinas y cristianas se alejaron de las prácticas religiosas al llegar a la tierra nueva. Se encontraban solos, lejos de los párrocos que habían sido sus vecinos y sus directores espirituales, y que hablaban en su misma lengua o dialecto, situación muy frecuente entre los inmigrantes italianos. Por otra parte, la Iglesia uruguaya no estaba preparada para recibir y atender espiritualmente a este aluvión humano. También llegaron inmigrantes no cristianos que traían sus propias rupturas interiores -algunas decepciones o algunos resentimientos- que pesaron en ambientes reducidos. Es el caso de los italianos garibaldinos y de los anarquistas catalanes, muy influyentes en los orígenes de las organizaciones obreras.

Si en un principio, superadas las barreras y dificultades ya expuestas, los recién llegados se acercaban a la parroquia y al cura en busca de protección y consejo, especialmente en torno al tema de la educación de sus hijos, a partir de 1877 la situación experimentó un cambio muy importante. En Uruguay la educación fue un ideal unificador de los esfuerzos de los políticos, de los hombres de ciencia, y de los hombres de letras del último cuarto del siglo XIX. Sin embargo el principio laicista actuó como elemento de dispersión de las fuerzas en acción.

El católico Francisco Bauzá afirmaba en 1879: “el único campo neutral donde todos fraternizábamos -la educación del pueblo- se ha transformado en campo de odiosidades”.[1]La educación popular, que no había recibido especial atención de los primeros gobiernos republicanos, fue promovida por el Estado a partir del «decreto-ley de Educación común» del 24 de agosto de 1877. La reforma escolar ofreció a los hijos de los inmigrantes educación pública gratuita y obligatoria, e incluso formación cristiana optativa aunque muy defectuosa.

El Estado uruguayo ampliaba sus funciones en la vida económica, social y cultural; desarrollaba progresivamente funciones que habían cumplido, hasta entonces, las instituciones religiosas. Se fue perfilando la imagen del Estado paternalista, nuevo punto de apoyo y de referencia. La nueva sociedad uruguaya iba alejándose de sus fundamentos cristianos o, por lo menos, estos perdían nitidez.

Entretanto, los sectores intelectuales uruguayos se distanciaron también de la filosofía cristiana. A partir de 1860, llegaron al Uruguay -y a toda América Latina- corrientes de pensamiento no cristianas que ejercerían una poderosa influencia sobre la juventud estudiosa y débilmente cristianizada. Nos referimos a los treinta o cuarenta jóvenes que, al mediar el siglo XIX, ingresaban anualmente a las aulas universitarias, y que serían, años más tarde, los protagonistas de la vida política, los periodistas de renombre, los educadores de las nuevas generaciones.

El racionalismo espiritualista, a partir de 1865, y el positivismo de raíz anglosajona, desde 1875, promovieron, en los círculos intelectuales y universitarios, la “crisis de la fe cristiana” primero y la “crisis de la idea de Dios” un poco más tarde.[2]En el racionalismo espiritualista, inspirado en el eclecticismo de Victor Cousin y trasformado en doctrina oficial de la cátedra de Filosofía de los cursos preparatorios de la Universidad de la República, se formaron muchas generaciones de estudiantes. Fieles a los principios de la religión natural y de la moral natural, fundada en la realización del bien por el bien mismo, rechazaban los principios de las religiones reveladas.

Se inició entonces el lento alejamiento de los intelectuales uruguayos del cristianismo. La crisis del concepto cristiano de Dios fue un proceso complejo que se produjo hacia 1860, y que se manifestó a través de numerosos periódicos, diversos centros culturales y más de una “profesión de fe racionalista”. Este alejamiento fue difícil de evitar por la falta de una formación cristiana amplia y de sólidos fundamentos en la mayoría de los jóvenes estudiantes, y por las dificultades que tenía entonces la débil Iglesia uruguaya en hacer una propuesta alternativa de crecimiento intelectual y espiritual.

Diez años más tarde, hacia 1875, entró en escena el positivismo de origen anglosajón. En la Universidad de la República, desde las clases de Filosofía y de algunas disciplinas jurídicas, el positivismo, en tanto filosofía de lo sensible, impuso el relegamiento del estudio de las realidades metafísicas. Esta filosofía fue el gran estímulo para la crisis de la idea de Dios en la cultura uruguaya, generando la clásica figura del intelectual agnóstico que depositaba su fe en el desarrollo de la ciencia y en el progreso social. Una nueva concepción del hombre, no demasiado definida pero amputada de su componente de trascendencia, alimentaría todos los escepticismos y todos los materialismos que se manifestaron en la cultura uruguaya del siglo XX.

Racionalistas y positivistas, liberales ortodoxos o progresistas, anticlericales de variado cuño, fueron los protagonistas de la creación del Estado moderno y los modeladores de la opinión de la nueva sociedad que se había ido conformando durante décadas de migraciones.

A los factores ya analizados debe agregarse la creciente pugna entre el Estado uruguayo moderno, progresivamente anticlerical, y las propuestas de la Iglesia y la sociedad católicas. En Uruguay, la serena convivencia entre católicos, protestantes y masones se quebró a mediados del siglo XIX. Se inició entonces el proceso que definió, de manera progresiva, los ámbitos de católicos y de anticlericales como adversarios. En estas circunstancias comenzaron los conflictos por los espacios civiles y religiosos en la sociedad oriental.

El proceso se inició a comienzos de 1861, a raíz del frustrado entierro del masón Enrique Jacobson, muerto el 15 de abril de 1861, en la ciudad de San José. El cura párroco de la ciudad, Manuel Madruga, había condicionado la administración de los sacramentos a Jacobson a la revisión de su condición de masón. Ante la resistencia del enfermo, Madruga se negó a autorizar su entierro en el camposanto de la ciudad, lo que conduciría al decreto de secularización de los cementerios del 18 de abril de 1861. A mediados del mismo año, se planteó el “conflicto eclesiástico” que se extendió entre julio de 1861 y octubre de 1862, y que culminó con el exilio del vicario apostólico, Jacinto Vera.

La secularización adquirió nuevo impulso en 1877, con la aprobación del decreto-ley de Educación Común (24 de agosto de 1877), que establecía la enseñanza primaria gratuita y obligatoria en todo el país, conservando la instrucción cristiana, excepto para los disidentes. Un poco más adelante, por el decreto-ley del 11 de febrero de 1879, se estableció el Registro del Estado civil que volvía obligatoria la inscripción civil de cada nacimiento. La instauración del control del estado civil por parte del Estado desvinculaba a la Iglesia de una función que venía cumpliendo desde los orígenes de la cristiandad: el registro de los grandes momentos de la existencia individual.

Al mismo tiempo, los actos religiosos comenzaron a perder sus alcances jurídicos. Las resistencias eran esperables; la Iglesia uruguaya había manifestado reiteradamente sus fuertes discrepancias con las leyes laicas, bajo el liderazgo de Jacinto Vera, primer obispo de Montevideo desde julio de 1878. Inocencio María Yéregui lo sucedería en mayo de 1881.

El anticlericalismo militante tuvo fuertes lazos, enriqueció sus cuadros y encontró apoyos en las logias masónicas y en las sociedades de libre pensadores. Esta asociación de fuerzas manifestó sus frutos desde mediados de la década de 1880. El “viraje anticlerical de 1885” fue el resultado de la combinación de múltiples factores: el nuevo ambiente filosófico de marcado tono anticlerical; el influjo creciente de la masonería en el gobierno de Máximo Santos; la combinación de tensiones, conflictos y animosidades desde 1860; el desarrollo de la militancia de los grupos católicos; las derivaciones de las movilizaciones argentinas en torno a la aprobación de la ley de educación común de 1884; las múltiples presiones a favor de la consolidación del poder del Estado.[3]

A partir de abril de 1885 comenzaron a plantearse medidas de gobierno que serían fuente de conflicto. El 22 de mayo de 1885 se promulgó la ley de matrimonio civil obligatorio y, el 14 de julio de 1885, la llamada “ley de conventos”. Esta última otorgaba al gobierno el derecho de inspección en las casas religiosas y declaraba “sin existencia legal todos los conventos, casas de ejercicio y cualquiera otra de religión, destinadas a la vida contemplativa o disciplinaria […] cuya creación no hubiese sido autorizada expresamente por el Poder Ejecutivo”.

En 1885 cambió también, de manera indiscutible, el clima de relaciones entre el Estado y la Iglesia. Atentados contra el diario católico El Bien Público, el desalojo y el destierro de las Hermanas del Buen Pastor y otros episodios menores enrarecieron el ambiente e indujeron a Mons. Yéregui a enviar a Roma al Pbro. Mariano Soler, amenazado y calificado de “subversivo” por las autoridades civiles.[4]

El proceso de secularización resurgió, a comienzos del siglo XX, con el reformismo, que tuvo como figura central a José Batlle y Ordóñez, dos veces presidente. El reformismo batllista marcó profundamente las tres primeras décadas del siglo XX, durante las cuales el Estado se erigió en protagonista de la vida económica y social, y emprendió una verdadera “reforma moral”. Por otra parte, la oposición y los ataques de las organizaciones anticlericales mantuvieron todo su vigor en las primeras décadas del siglo XX.

A partir de 1906 comenzó a evidenciarse la fractura oficial entre la Iglesia y el Estado. El 6 de julio de 1906, la Comisión Nacional de Caridad, de mayoría anticlerical, resolvió el retiro de los crucifijos de “todas las casas dependientes de la Comisión”, medida que el presidente Batlle apoyó con firmeza y que el liberal José Enrique Rodó calificó de “jacobina”. La ley de divorcio absoluto fue aprobada el 26 de septiembre de 1907 y ampliada en años posteriores.

Esta medida revestía particular trascendencia, porque constituía la primera medida estatal que manifestaba la divergencia expresa con los principios morales cristianos, en este caso con el principio de la indisolubilidad matrimonial. La enseñanza y la práctica religiosas fueron suprimidas de las escuelas públicas por la ley del 6 de abril de 1909. También en 1907 se eliminó la referencia a Dios y a los Evangelios en el juramento de los parlamentarios y se eliminó el apoyo presupuestario para el Seminario.

En 1908, la muerte de Mons. Mariano Soler, obispo de Montevideo desde 1891, primer arzobispo desde 1897 y destacado intelectual, provocó la acefalia de la Iglesia uruguaya. Debido a las gestiones que el gobierno debía realizar ante Roma, y que nunca realizó, para que se designara un nuevo arzobispo, la situación se agravó. La ofensiva anticlerical de 1911 - retiro de la misión diplomática ante el Vaticano, creación de una comisión para inspeccionar las casas religiosas, derogación de todos los honores a personas o símbolos religiosos, proyecto de ley de descanso semanal rotativo para evitar el concepto del descanso dominical - inició la etapa final de la ruptura entre la Iglesia y el Estado.

En 1917 se concretaría la separación de la Iglesia y el Estado. El proceso de la reforma de la Constitución de 1830 se había iniciado en 1907 y la Convención Nacional Constituyente concluyó su tarea en octubre de 1917. El 1º de marzo de 1919 entró en vigencia la nueva Constitución cuyo Artículo 5º establecía: “Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna. Reconoce a la Iglesia Católica el dominio de todos los templos que hayan sido, total o parcialmente, construidos con fondos del erario nacional, exceptuándose solo las capillas destinadas al servicio de los asilos, hospitales, cárceles u otros establecimientos públicos. Declara asimismo exentos de toda clase de impuestos a los templos consagrados actualmente al culto de las diversas religiones”.

Una última ley, la de secularización de los feriados religiosos de 1919, impugnaba las raíces culturales de la república. Poco después de la entrada en vigencia de la nueva Constitución, en abril de 1919, se iniciaron las discusiones parlamentarias y las polémicas periodísticas relacionadas con el mantenimiento o no de los feriados de Semana Santa. El debate resultó en tres propuestas de calendario: la que mantenía las fiestas cristianas tradicionales; la que conservaba las fiestas cristianas secularizando sus nombres; por ejemplo, el 25 de diciembre se transformaría en “Día de la Familia”; y la que implantaba un calendario completamente nuevo de reminiscencias masónicas y claras vinculaciones con el calendario revolucionario francés de 1793.

Después de varios meses de trabajo en comisión, sin la oposición de los católicos, se aprobó un proyecto considerado “un mal menor”. Se mantuvieron todas las fiestas cristianas, pero la Navidad se volvió Día de la Familia, la Epifanía Día de los Niños, la fiesta de la Inmaculada Concepción Día de las Playas y la Semana Santa Semana de Turismo. En los hechos, estas fiestas corrieron una suerte diversa: Navidad siguió siendo Navidad; no ocurrió lo mismo con la Semana Santa. Al extenderse el feriado a toda la semana, esta se trasformó en una semana de descanso y de paseos, durante la cual los católicos pasaron progresivamente a combinar reposo y participación en los oficios.

En la década de 1920 se inició una etapa nueva en la vida política uruguaya: la de la Iglesia libre en el Estado libre. Ella implicaría cambios progresivos y significativos en la cultura uruguaya.

Notas

  1. Bauzá: 15
  2. Ardao, 1962: 35-79
  3. Caetano-Geymonat: 70-71
  4. Bazzano: 90-102

Bibliografía

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SUSANA MONREAL