Diferencia entre revisiones de «TEOLOGÍA CONCILIAR. Reformas en España y Perú»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Felipe II y Trento.   
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==Felipe II y Trento.<ref>Cfr. Josep-Ignasi SARANYANA - Carmen-José ALEJOS GRAU, La primera recepción de Trento en América (1565-1582), en Teología en América Latina, cit. en nota 13, I, pp. 131-148. Véase también Primitivo TINEO, Los Concilios Limenses en la I evangelización latinoamericana. Labor organizativa y pastoral del tercer Concilio límense, EUNSA, Pamplona 1990.</ref>==
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Por pragmática de 12 de julio de 1564, Felipe II confirmó todos los decretos tridentinos y los elevó a categoría de leyes del reino.  Mandó además -cumpliendo lo ordenado por Trento- que en sus reinos se celebrasen cuanto antes concilios provinciales en las metrópolis, también en las americanas, para recibir el espíritu tridentino y aplicar sus disposiciones.  
 
Por pragmática de 12 de julio de 1564, Felipe II confirmó todos los decretos tridentinos y los elevó a categoría de leyes del reino.  Mandó además -cumpliendo lo ordenado por Trento- que en sus reinos se celebrasen cuanto antes concilios provinciales en las metrópolis, también en las americanas, para recibir el espíritu tridentino y aplicar sus disposiciones.  
  
 
Todas las provincias españolas celebraron concilio en otoño de 1565, es decir, con un ligero retraso con respecto a lo dispuesto, con excepción de Sevilla. El concilio de Santiago de Compostela se reunió en Salamanca entre el 7 de septiembre de 1565 y el 28 de abril de 1566. El hecho de celebrarse en Salamanca pudo influir en que Santo Toribio adoptase el símbolo compostelano al celebrar el Tercero Límense, debiendo corregir posteriormente las actas en este punto, por indicación expresa de la Santa Sede.
 
Todas las provincias españolas celebraron concilio en otoño de 1565, es decir, con un ligero retraso con respecto a lo dispuesto, con excepción de Sevilla. El concilio de Santiago de Compostela se reunió en Salamanca entre el 7 de septiembre de 1565 y el 28 de abril de 1566. El hecho de celebrarse en Salamanca pudo influir en que Santo Toribio adoptase el símbolo compostelano al celebrar el Tercero Límense, debiendo corregir posteriormente las actas en este punto, por indicación expresa de la Santa Sede.
  
El segundo Concilio Límense  
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==El segundo Concilio Límense==
  
 
En 1566 Jerónimo de Loaysa convocó el segundo Límense para aplicar al virreinato los decretos tridentinos. Este concilio se abrió el 2 de marzo de 1567 y duró hasta el 21 de enero de 1568. El número de diócesis sufragáneas de Lima había aumentado desde 1551: a las ya existentes se habían agregado las de La Plata, Paraguay, Santiago de Chile y La Imperial. Eran, pues, nueve los obispos que debían acudir al concilio, pero en realidad se reducían a seis, pues las sedes de Cuzco, Nicaragua y Santiago estaban vacantes.  
 
En 1566 Jerónimo de Loaysa convocó el segundo Límense para aplicar al virreinato los decretos tridentinos. Este concilio se abrió el 2 de marzo de 1567 y duró hasta el 21 de enero de 1568. El número de diócesis sufragáneas de Lima había aumentado desde 1551: a las ya existentes se habían agregado las de La Plata, Paraguay, Santiago de Chile y La Imperial. Eran, pues, nueve los obispos que debían acudir al concilio, pero en realidad se reducían a seis, pues las sedes de Cuzco, Nicaragua y Santiago estaban vacantes.  

Revisión del 09:50 19 feb 2022

Felipe II y Trento.[1]

Por pragmática de 12 de julio de 1564, Felipe II confirmó todos los decretos tridentinos y los elevó a categoría de leyes del reino. Mandó además -cumpliendo lo ordenado por Trento- que en sus reinos se celebrasen cuanto antes concilios provinciales en las metrópolis, también en las americanas, para recibir el espíritu tridentino y aplicar sus disposiciones.

Todas las provincias españolas celebraron concilio en otoño de 1565, es decir, con un ligero retraso con respecto a lo dispuesto, con excepción de Sevilla. El concilio de Santiago de Compostela se reunió en Salamanca entre el 7 de septiembre de 1565 y el 28 de abril de 1566. El hecho de celebrarse en Salamanca pudo influir en que Santo Toribio adoptase el símbolo compostelano al celebrar el Tercero Límense, debiendo corregir posteriormente las actas en este punto, por indicación expresa de la Santa Sede.

El segundo Concilio Límense

En 1566 Jerónimo de Loaysa convocó el segundo Límense para aplicar al virreinato los decretos tridentinos. Este concilio se abrió el 2 de marzo de 1567 y duró hasta el 21 de enero de 1568. El número de diócesis sufragáneas de Lima había aumentado desde 1551: a las ya existentes se habían agregado las de La Plata, Paraguay, Santiago de Chile y La Imperial. Eran, pues, nueve los obispos que debían acudir al concilio, pero en realidad se reducían a seis, pues las sedes de Cuzco, Nicaragua y Santiago estaban vacantes.

Todavía se redujo más el número de asistentes, y sólo se hallaron presentes cuatro obispos: Jerónimo de Loaysa (Lima), fray Domingo de Santo Tomás Navarrete (Charcas), fray Pedro de la Peña (Quito) y fray Antonio de San Miguel (La Imperial); los tres primeros, dominicos, y el cuarto, franciscano. Concurrieron, además; cuatro procuradores: el licenciado Francisco Toscano, arcediano del Cuzco, y el bachiller Cristóbal Sánchez, canónigo del Cuzco, por el cabildo; el licenciado Bartolomé Martínez, arcediano de Lima, por el cabildo, y Juan de Andueza, chantre de Lima, como procurador del cabildo de La Plata.

También asistieron los provinciales de las cuatro Órdenes religiosas que residían en el Perú: fray Pedro de Toro, provincial de los dominicos; fray Juan del Campo, provincial de los franciscanos; fray Juan de San Pedro, provincial de los agustinos y fray Miguel de Orenes, provincial de los mercedarios. Como consultores intervinieron en las deliberaciones fray Juan de Roa, mercedario, fray Diego de Medellín, guardián del convento de Jesús de Lima, fray Francisco de la Cruz, fray Juan Vega y fray Melchor Ordóñez.

El segundo Límense promulgó y ordenó la aplicación de los decretos tridentinos. Durante once meses, los conciliares discutieron y redactaron las 132 constituciones para españoles y las 122 para indios y para encargados de la enseñanza de los indígenas. Sus actas fueron muy extensas y hay que distinguir dos partes fundamentales. En la primera se contienen las disposiciones dogmáticas y disciplinares: administración de los sacramentos, normas sobre las imágenes y reliquias, deberes y obligaciones de los prelados y sacerdotes, administración de los bienes eclesiásticos, seminarios, parroquias, trato de los naturales, etc. La segunda parte está dedicada a cuestiones misioneras: sobre los sacramentos impartidos a los indios, las doctrinas y doctrineros, organización de las escuelas, fundaciones de iglesias y hospitales y sobre la idolatría y pecados de los indígenas.

Al comienzo de las Constituciones para españoles se refiere al capítulo segundo de la sesión XXIV tridentina, sobre la reforma por la vía conciliar, que aplicaron a la letra. Los obispos peruanos profesaron la fe por el Símbolo niceno. Recibieron íntegramente los decretos tridentinos y aceptaron expresamente las definiciones dogmáticas declaradas por Trento. Especial énfasis pusieron en reformar el sacerdocio, como eco lejano de la reforma pedida por el Concilio de Constanza «in capite et in membris», y de la más próxima voluntad de Trento.

La Junta Magna de 1568

La complejidad del momento (tensión con la Santa Sede, intensificación de la piratería turca y berberisca en el Mediterráneo, la guerra en los Países Bajos, insurrección morisca, las revueltas de los encomenderos americanos, etc.) exigían algunos cambios en la actitud evangelizadora de la Corona española. Por ello, y no sólo para estudiar esas mejoras de carácter religioso, sino también otras de orden político, Felipe II convocó en Madrid la Junta Magna de 1568, pilotada por el cardenal don Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza y presidente del Consejo de Castilla.

De esta Junta saldrían las instrucciones para la ordenación de la vida eclesiástica americana, que serían entregadas a los dos nuevos e influyentes virreyes: don Martín Enríquez, para Nueva España, y Francisco de Toledo, para el Perú. Algunas directrices fueron secretas y se desconocen todavía. Finalmente, la Junta inspiró una importante recopilación legislativa, que recibe el nombre de «Código Ovandino», llevada a cabo en 1569-1570.

En el punto segundo de las resoluciones se indicaba a Francisco de Toledo que procurase aumentar el número de diócesis de las provincias americanas (y que realizase una inspección del territorio para penetrar en los problemas que aquejaban al virreinato). El nuevo virrey recibió algunas indicaciones sobre las posibles demarcaciones territoriales de nuevas diócesis. En el punto tercero se aconsejaba que los nuevos prelados hubiesen residido en América por algún tiempo, a fin de que tuviesen experiencia de los problemas del Nuevo Mundo.

En el punto quinto se instaba al virrey a que fomentase las visitas pastorales episcopales. En el punto sexto se determinaba que los concilios provinciales se celebrasen cada dos años, y los sínodos, cada año. En el punto duodécimo se justificaba la licencia dada a los jesuitas para que pasasen a Nueva España y al Perú y se insistía en que incrementase su número en aquellas tierras, porque se esperaba mucho de su labor pastoral, a pesar de la oposición de las órdenes misioneras ya establecidas en aquellos parajes, que eran los dominicos, franciscanos, agustinos y mercedarios. Muchas instrucciones se referían a los indios. Se evitaba tratar sobre los catecismos de indios y la administración de los sacramentos a éstos, “por ser materia muy larga y porque se presupone que esto (como cosa que tanto importa) estará proveído suficientemente” (n. 21); pero se instaba a que se reunieran concilios provinciales para revisar tales cuestiones sacramentales. En la disposición veintidós se animaba a las autoridades civiles a crear escuelas a todos los niveles, y que en ellos se estudiase la doctrina cristiana por medio de cartillas y libros a propósito.

En cuanto a los templos y a la liturgia, se recomendaba evitar la excesiva suntuosidad y, en cambio, proveer para que hubiera templos en todos los lugares. A pesar de las discusiones sobre si los indios debían o no pagar los diezmos, la Junta determinó que se cobrasen los diezmos sin distinción de indios o españoles, aunque moderando su cobro en los casos en que se viese que los tributantes carecían de recursos suficientes.

También aconsejó «reducir» (reunir) a los indios a poblados, para que viviesen «políticamente» ( de modo civilizado); recomendó un trato más patronal y bondadoso con los indígenas; manifestó su desagrado por la intromisión de los misioneros en cuestiones políticas, so pretexto de proteger a los naturales; se preocupó por las fricciones entre los religiosos, por una parte, y los obispos y el clero secular, por otra; sugirió cercenar, siguiendo las indicaciones de Trento, los privilegios de las Órdenes en los temas de jurisdicción; prestó atención a la selección de los misioneros; etc.

Finalmente, la Junta determinó implantar el tribunal de la Inquisición en México, Lima, Santiago de Bogotá y Santo Domingo. Hasta entonces los prelados diocesanos habían detentado la condición de inquisidores apostólicos. Instruida la causa, debía remitirse el expediente a la metrópoli. A partir de 1570 se estableció una jurisdicción especial, que avocó a sí una serie de causas. Sólo los indios quedaron sustraídos al tribunal de la Inquisición, permaneciendo bajo la jurisdicción del ordinario diocesano.

Antes de reestructurar la organización administrativa y política del virreinato, Toledo decidió realizar una larga visita al virreinato, que le ocupó desde noviembre de 1571 a marzo de 1572 (en la práctica, estuvo continuamente de visita, durante períodos más o menos continuados, desde 1570 a 1575). De sus investigaciones surgieron tres documentos de suma importancia, cuya veracidad no vamos a discutir ahora, aunque se pueden considerar redactados de buena fe y después de una atenta consideración y comprobación de los hechos recogidos, aunque con la evidente intención de buscar apoyo a las disposiciones de la Corona.

Sus pesquisas comenzaron ya en 1570, con sus célebres «Informaciones». . A ellas siguió el «Parecer de Yucay», que data de 1571, anónimo, aunque atribuido por algunos a fray García de Toledo. El tercer documento se conoce con el nombre de «Historia índica», y fue redactado por Pedro de Sarmiento de Gamboa. Los tres memoriales estaban destinados a demostrar la ilegitimidad del señorío inca.

El jesuita José de Acosta en el Perú

El 28 de abril de 1572 el jesuita José de Acosta llegaba a Lima, donde encontró una sociedad «colonial» en plena efervescencia, después de las largas y penosas guerras civiles y el levantamiento de los encomenderos contra las Leyes Nuevas. Como consecuencia de la inestabilidad social, y quizá también por una mala programación de la tarea evangelizadora, los frutos apostólicos habían sido relativamente escasos, sobre todo si se comparaban con los cosechados en la Nueva España.

Los misioneros estaban descorazonados. Estas fueron las primeras impresiones que tuvo Acosta cuando pudo conversar con los sacerdotes que misionaban el Incario. Es cierto que Jerónimo de Loaysa había encauzado la tarea pastoral, pero los resultados no podían apreciarse todavía. En 1576 terminaba de redactar su «De procuranda, indorum salute». Este libro es la mejor exposición del II Límense, y preanuncia muchas soluciones pastorales que se adoptarán en el III Límense, celebrado pocos años después (1582-83) .

No es posible comprender el desarrollo de la Iglesia en el virreinato del Perú, y más concretamente en el arzobispado de Lima, al margen de este extraordinario manual misionológico. El «De procuranda», expresa el clima que se preparaba en Sudamérica y que habría de dar frutos tan copiosos en el siglo XVII. En esta obra hallamos sintetizada, además, la quintaesencia de la teología española de aquellos años: el tema del universalismo de la salvación, las disputas acerca de la necesidad de la fe explícita en Cristo, las discusiones sobre la capacidad de los indios para los sacramentos, y el debate sobre la libertad humana ante la llamada del Evangelio; y todo con gran erudición, tanto patrística como escolástica.

Demostrando un talante liberal y conciliador, la actitud de Acosta en el tema de los justos títulos, se acomodó a las circunstancias. Estimaba imprudente y dañoso volver a encender la polémica sobre los derechos de la Corona española al dominio de las Indias. Quién sabe si esa actitud suya pudo ser el comienzo de su distanciamiento del visitador Juan de la Plaza, mucho más radical en los planteamientos.

Con todo, no era lícito hacer la guerra a los bárbaros por causa de infidelidad, incluso contumaz; ni por los crímenes contra naturaleza; ni para defender indios inocentes frente a sus propios tiranos (De procurando, II, caps. 2-6). Acosta no se mostró partidario del método lascasiano de la «predicación apostólica», porque lo consideraba peligroso, y propuso el método de las «entradas», o sea, las expediciones misionales protegidas por soldados (II, cap. 12).

Supuesto este contexto, su plan misional se podría resumir en unos pocos puntos: 1) rechazar el desaliento, porque la semilla del Evangelio también daría sus frutos en las tierras sureñas americanas; 2) conservar las costumbres autóctonas que no fuesen contra la razón, y procurar una promoción natural de los indios, sobre la base de un plan educativo bien madurado que los «redujese» a modos de vida civilizados; 3) no negar los sacramentos de la Eucaristía y de la confesión a los naturales, con tal de que estuviesen mínimamente dispuestos, porque sería negarles el alimento sobrenatural; 4) que los sacerdotes fuesen en todo ejemplares y desinteresados, que aprendiesen lenguas, para hacerse entender de los naturales, y que conociesen a fondo las tradiciones culturales del Incario. También sugería no precipitarse en bautizar, hasta que los naturales hubiesen mostrado, con su cambio de conducta, que deseaban verdaderamente el bautismo.

El respeto de las costumbres no contrarias a la razón, que constituye el primer principio de toda inculturación cristiana, debió de chocar, probablemente, con la política de la Corona, que pretendía «españolizar» más profundamente las Indias; pero se hallaba en perfecta continuidad con la praxis pastoral novohispana, desarrollada ya por los franciscanos y agustinos mexicanos.

Aunque por las fechas en que Acosta terminaba la redacción del «De procuranda», ya se habían descubierto fenómenos de sincretismo religioso en Nueva España, es probable que Acosta no los tomara en consideración, por el distinto comportamiento religioso que se podía observar comparando la cultura azteca con el Incario. (En la práctica, las sistemáticas «extirpaciones» de idolatrías no comenzarían, en el arzobispado de Lima, hasta 1610, y durarían hasta 1650.

Por lo que respecta a la ejemplaridad de los misioneros y de los españoles en general, señalaba Acosta que tres eran los pecados de éstos que estorbaban sobremanera la predicación y la educación en la fe de los naturales: la avaricia, la deshonestidad y la violencia. Por el contrario, tres eran las virtudes que disponían especialmente al buen éxito de la evangelización: la sobriedad de vida, la renuncia de todas las cosas y la mansedumbre (De procuranda, I, cap. 12, 1). Especial importancia concedía Acosta a la ejemplaridad del ministro en la práctica de la virtud cristiana de la castidad y de la mortificación.

Su plan misional tenía ribetes humanistas. Partía él de que la “rudeza de los bárbaros nacía no tanto de la naturaleza, cuanto de la falta de educación y de las malas costumbres” (De procuranda, I, cap. 8). Por consiguiente, aunque “las costumbres de los indios —se refería a los pobladores del Incario- fuesen desvergonzadas, por dejarse llevar de la gula y de la lujuria sin control alguno y por la práctica, con increíble tenacidad, de la superstición” (De procuranda, I, cap. 7, 3), también para ellos había salvación si se les educaba.

Acosta ofrecía, además, una descripción etnográfica completísima del virreinato peruano, y recomendaba a los confesores de indios el estudio atento de las costumbres religiosas de los naturales y de sus tradiciones mitológicas. Al mismo tiempo, suspiraba por tener buenos teólogos «académicos» en el Nuevo Orbe (cfr. De procuranda, IV, cap. 9), que pudiesen iluminar doctrinalmente los «nuevos asuntos», las «costumbres nuevas» y las «nuevas leyes y contratos».

Teólogos que, en definitiva, orientasen, a la luz de la fe, “las nuevas formas de vida todas muy distintas”. Clamaba, pues, por una teología académica genuinamente «peruana», quizá estimulado por el buen éxito de la teología académica mexicana, que ofrecía tan buenos frutos desde 1553.

Las referencias a los nuevos problemas planteados en América constituyen un indicio de que el clima en el Perú estaba cambiando. Parecen indicar que surgía una sociedad criolla, cada vez más pujante y urbanizada, con una serie de problemas sociales y económicos propios, con una vida local rica en acontecimientos e independiente de la metrópoli. Lógicamente, la jerarquía eclesiástica comprendió la especial trascendencia de una pastoral apropiada para esa nueva sociedad americana, que presentaba problemas no fáciles de resolver, precisamente por su novedad.

No parece descabellado implicar a los jesuitas en la toma de conciencia de estos nuevos problemas, como atestigua el tempranero libro de Acosta. De esta forma, la evangelización, que hasta entonces había estado muy polarizada a la conversión de los indios, comenzó a bascular hacia los españoles e hijos de españoles.

Notables son las indicaciones pastorales en el libro III del «De procuranda», capítulos 16-18, donde habla de los encomenderos, del laboreo de los metales y de otros problemas derivados de la explotación económica de las Indias. “Los sacerdotes, cuando traten en sus sermones sobre las encomiendas o bien oigan en confesión a los encomenderos, no deben erigirse en censores exagerados, no sea que perturben la paz inútilmente y lleven sin fruto la intranquilidad a los corazones, que no estaría bien que destruyesen con su propia autoridad lo que por ley pública está establecido”

Adviértase el tono conciliador, que ya habíamos descubierto en su análisis de los justos títulos o al justificar el método de las «entradas». Acosta se caracterizó siempre, en sus admoniciones pastorales, por una vía media, alejada de todo extremismo. Quizá su actitud pueda parecer contemporizadora y, por ello mismo, poco justa. Pero el jesuita era consciente de que la justicia extrema puede provocar las mayores injusticias, sobre todo en temas de justicia distributiva; y se comportaba y aconsejaba de acuerdo con tal convicción.

El tercer Concilio Límense

Fue convocado el Concilio Limense por el arzobispo Toribio de Mogrovejo, en 1681, de común acuerdo con el virrey Martín Enríquez de Almansa. Se abrió el 16 de agosto de 1682 y concluyó el 13 de octubre de 1683.

Estuvieron presentes los obispos fray Pedro de la Peña, dominico (Quito), que falleció durante el concilio; el franciscano fray Antonio de San Miguel (La Imperial); don Sebastián de Lartaún (Cuzco), que murió también durante las sesiones; el también franciscano fray Diego de Medellín (Santiago de Chile); el dominico fray Francisco de Victoria (Tucumán); don Alonso Granero de Avalos (Charcas); y el dominico fray Alonso Guerra (La Plata).

Asistieron también el virrey Martín Enríquez de Almansa, procuradores de las iglesias, cabildos, Órdenes religiosas (dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y jesuitas); y algunos consultores teólogos, entre ellos los célebres Bartolomé de Ledesma, profesor en las Universidades de México y San Marcos de Lima y después obispo de Oaxaca, Luis López de Solís, profesor en San Marcos y después obispo de Quito, y el jesuita José de Acosta, que fue el alma del concilio.

El concilio pasó por momentos de gran dificultad, provocados por los célebres «pleitos cuzqueños», entre el obispo Lartaún y los curas y vecinos de Cuzco. La muerte del virrey acentuó todavía más las dificultades, por las tendencias secesionistas de algunos de los prelados asistentes al concilio, que se constituyeron en conciliábulo. Pero, al fin, el concilio pudo proseguir su camino y concluirse felizmente con la promulgación de una serie de decretos, que habrían de tener una notable influencia en la evangelización americana, hasta finales del siglo XIX, cuando León XIII convocó el Concilio Plenario Latinoamericano (1899). Se han difundido diferentes versiones de la documentación del Tercer Limense. La mejor edición de las actas y decretos sobre el original ha sido realizada por Francesco Leonardo Lisi, sin pretensiones teológicas, aunque sí desde una perspectiva un tanto confrontativa con la «historia canónica». Lisi ofrece la versión latina crítica con traducción propia. El códice más próximo al original parece ser el que se conserva en el Archivo de Indias, que data de 1584.

La edición príncipe, cuidada por José de Acosta, se imprimió en Madrid en 1591. Hay una versión oficial en romance castellano; se hizo una vez acabado el concilio, por mandato de Santo Toribio, que se aparta con frecuencia del original latino. Enrique Bartra ha editado el texto castellano, aunque ajustando las tres versiones manuscritas castellanas auténticas que se conservan en Lima, San Lorenzo de El Escorial y Real Academia de la Historia. Por todo ello preferimos la traducción castellana realizada por Lisi, directa del original latín, aunque confrontada con la edición de Bartra.

Conocemos los detalles referentes a la convocatoria y desarrollo de este concilio. Su acción primera constituye una breve pero suficiente crónica de lo sucedido. Se comenzó leyendo las disposiciones tridentinas sobre la convocatoria de concilios provinciales, se hizo la profesión de fe de Nicea-Constantinopla (según el modo romano), se abjuraron todos los errores condenados por Trento, y tuvieron lugar largas sesiones en que se consideraron todas las propuestas presentadas al concilio. Es interesante señalar que

“una vez finalizada la ceremonia [de abjuración de los errores luteranos condenados por Trento], se leyó el antiguo y probado canon del concilio toledano, tal como lo transmite el sínodo tridentino, sobre el orden y modo de las mociones y el tratamiento de los temas del sínodo, cuyo comienzo es: En el lugar de la bendición y se determinó que había que proceder así en todo los asuntos a tratar l...].”

La referencia al ordo del Concilio de Toledo de 1473, que remite al IV Concilio nacional de Toledo del 633, capítulo 3, no debe engañamos. Se toma de una disposición tridentina y no directamente de la tradición hispano-visigoda. Con todo es interesante la referencia, que muestra, de algún modo, la pervivencia de la memoria histórica del ciclo conciliar visigodo. El tercer Limense señala, en su acción segunda, su más absoluto respeto a la institución del patronato regio; se declara derogado el primer Limense y se confirma en todos sus extremos el segundo Limense:

“Se ha de observar con total reverencia como estatutos canónicos lo establecido más tarde por el concilio provincial reunido en esta ciudad en el año 1567, ya que consta que fue convocado, celebrado y promulgado según el rito y legítimamente, a excepción de lo que este sínodo disponga de otra manera o revoque por exigirlo la razón del tiempo y de las cosas”.

El primer Limense no sólo fue recusado porque algunos cánones habían sido rechazados por la Sede Apostólica (por ejemplo, el relativo a la dispensa del impedimento de consanguinidad en primer grado transversal), sino sobre todo por no haber sido celebrado a la luz de los decretos tridentinos, puesto que Trento se hallaba entonces interrumpido. La cuestión tridentina era capital: no tenía sentido, clausurado ya Trento, un concilio provincial que no recibiese los decretos de éste. El segundo Limense, en cambio, ya había tenido en cuenta las disposiciones tridentinas, y había sido convocado expresamente para su recepción.

Siguiendo las disposiciones tridentinas, el III Limense se marcó la tarea de: “editar un catecismo especial para toda esta provincia. Todos los indios deberán aprenderlo según su capacidad y, por lo menos, los niños saberlo de memoria y repetirlo los domingos y los días festivos en las reuniones públicas de la Iglesia o recitarlo en parte, según parezca oportuno para el provecho de otros”.

Además, habría que traducir ese catecismo a las lenguas indígenas. De este programa pastoral-catequético se habría de encargar José de Acosta bajo la guía pastoral de Santo Toribio. Instrumentos pastorales del Tercero Límense El ambicioso proyecto de evangelización se concretó finalmente en el Catecismo Limense, compuesto por tres catecismos relativamente cortos y un Catecismo mayor para los que son más capaces, un extenso «Catecismo por sermones», y un «Confesionario». Todo ello se tradujo al quechua y al aymará. El Tercer catecismo, que es la joya de estos instrumentos, se estructura en treinta y un sermones explicativos de los artículos de la fe.

En la provisión real, que precede a la «Doctrina cristiana», el rey Felipe II escribe: “Por cuanto habiendo nuestra Real Persona proveído con el celo y afecto con que desea y procura el bien de los naturales de estos Reinos del Perú, se juntase y celebrase el Concilio Provincial, que por decreto del sagrado Concilio de Trento está proveído se celebre como cosa tan necesaria para la doctrina y conversión de dichos naturales y formación de los sacerdotes que los han de doctrinar [...] Y, así, en cumplimiento de ello se juntó y congregó en la dicha ciudad de Los Reyes el dicho Concilio Provincial [...] Y entre otras cosas y reformaciones proveyeron, ordenaron una Cartilla, Catecismos y Confesionario y Preparación para el artículo de la muerte [...].

El rey se presenta como el agente principal, ejecutando las disposiciones tridentinas, detalle que no carece de interés, puesto que esta actitud real, plenamente asumida por el episcopado peruano, será motivo después del fracaso (o fracaso a medias) de los concilios cuarto y quinto.

Publicación de las actas del III Límense

Acosta abandonó el Perú a mediados de 1586, dirigiéndose a la Nueva España, donde se detuvo un tiempo. En septiembre de 1587 arribó a España. Después de entrevistarse en Madrid con Felipe II y con el nuncio apostólico, partió hacia Roma en 1588, donde permaneció dos meses, presentó al papa las actas del III Limense y se volvió a España. En 1592 regresó a Roma para intervenir en asuntos internos de la Compañía, cuando los decretos del Limense ya habían sido publicados en Madrid en 1591, en la oficina de Pedro Madrigal. De nuevo en España en 1594, pasó a Salamanca, donde murió en 1600.

El 23 de abril de 1589, Acosta había dirigido una carta a Don Fernando de Vega y Fonseca, presidente del Real Consejo de Indias, presentándole el texto enmendado de los decretos limenses, según las disposiciones de la Santa Sede. En esa carta, que se publicó con la primera edición matritense del concilio, al hablar de la línea de reforma conciliar se invocan, por vez primera en documentos de este nivel (a menos que hayamos leído mal) los «primeros toledanos bajo los godos» (“Toletana prima tempore Gothorum”).

Esto se hace después de invocar los concilios convocados por Carlomagno y Ludovico Pío. Todo esto se dice como prueba de la primera afirmación de la carta: “Es indudable, ilustrísimo señor, que la Iglesia siempre ha tenido en alta estima los concilios provinciales”.

El cuarto Límense (1591)

Cumpliendo las disposiciones pontificias sobre la periodicidad conciliar en el Nuevo Orbe, Santo Toribio convocó el 28 de marzo de 1590 un nuevo concilio, que debía reunirse a mediados de octubre de ese mismo año. Dadas las dificultades de los desplazamientos, en la fecha prevista sólo había acudido un obispo sufragáneo, por lo que se trasladó al 27 de enero de 1591. El virrey Don García Hurtado de Mendoza obstaculizó todo lo que pudo la reunión del concilio, exigiendo que hubiese autorización real para reunir la asamblea eclesiástica.

Con todo, el arzobispo abrió el concilio en la fecha prevista con la asistencia de un solo obispo (el de Cuzco), los procuradores de cuatro obispos y un buen número de procuradores de iglesias, prelados de Órdenes religiosas, etc. Al cabo de un mes y medio había terminado, en un clima de gran serenidad y concierto.

Son interesantes las disposiciones del capítulo 15 (“que se ponga en execución la proveído en el Concilio Provincial del año 83 pasado”) , y lo dispuesto en el capítulo 19, sobre el uso por todos (los frailes y religiosos en las doctrinas) del «Cathecismo», el «Confessonario» y el «Sermonario» del III Limense.

El quinto Limense (1601)

Con suficiente antelación, en 1596, Santo Toribio convocó concilio para 1598, es decir, a los siete años del anterior, como disponían las bulas pontificias. Convocaba también al obispo de Popayán, aunque estaba en trámite la segregación de esa diócesis de la provincia de Lima, para su incorporación a la provincia de Santafé de Bogotá. Una serie de apelaciones de los sufragáneos sobre la legitimidad del concilio y las noticias que el virrey Don Luis de Velasco trasmitió a Felipe III, fueron la causa de que el rey manifestase su desagrado por la celebración del concilio. La asamblea se celebró durante el mes de marzo y medio mes de abril de 1601. La razón del retraso es que los sufragáneos se excusaron de acudir al concilio so pretexto de que era necesaria la autorización real para llevarlo a cabo. Al mismo tiempo, argumentaban que el concilio anterior de 1691 había dado escaso fruto y había supuesto un gran dispendio do dinero y de tiempo. En todo caso, sólo dos obispos asistieron al concilio, además del convocante: el de Quito y el de Panamá.

A la vista de las dificultades habidas, Vargas Ugarte concluye: “Lo sucedido en este Concilio sirvió para que en adelante nadie pensase en convocar estas asambleas, a no ser que mediase una orden formal de la Corona, pero ésta tampoco se interesó por que se celebraran y se cumpliera lo dispuesto en el Concilio de Trento”.

Con el quinto Limense se cierra el ciclo conciliar de Santo Toribio. El sexto pertenecerá al ciclo carolino, en plena Ilustración; los dos últimos, hasta ahora (tres según otro cómputo) han tenido lugar en el siglo XX, antes del Vaticano II.

Concílios limenses posteriores a Santo Toribio

Siglo y medio después del fallecimiento de Santo Toribio, Carlos III ordenó la celebración de concilios provinciales. Lo hizo por la real cédula del 21 de julio de 1769 dirigida a los metropolitanos del Nuevo Mundo, conocida como el «Tomo Regio». La respuesta episcopal al requerimiento de la Corona fueron cinco asambleas conciliares, celebradas en México (1771), Manila (1771), Lima (1772), Charcas (1774-1778) y Santa Fe de Bogotá (1774).

El «Tomo Regio» de 1769 se proponía tres objetivos: exterminar las doctrinas laxas (el «probabilismo» atribuido a los expulsos jesuitas), restablecer la disciplina eclesiástica (en conventos y monasterios sobre todo femeninos) y acrecentar la fe y la moral cristianas en los fieles, tanto criollos como indígenas. Para lograrlos la real cédula indicaba veinte puntos que los concilios deberían estudiar, la advertencia a los obispos de evitar cualquier obstáculo que impidiera la celebración del concilio y la prohibición expresa de tratar los temas de inmunidad eclesiástica, reservados por el monarca.

Era la primera vez que la Corona española fijaba los contenidos de un debate conciliar, antes incluso que lo hiciera el Gran Duque de Toscana, en 1786, con su famoso memorial de cincuenta y siete puntos dirigidos a los obispos de su jurisdicción territorial.

El arzobispo de Lima, Don Diego Antonio de Parada, convocó el 1 de junio de 1770 el VI concilio provincial de Lima, que debería haber comenzado sus sesiones el 1 de agosto de 1771. La inauguración del concilio fue el 12 de enero de 1772; el metropolitano celebró misa solemne en la catedral a la que asistieron los conciliares y los representantes del virrey Amat, y se prolongó hasta el 5 de septiembre del año siguiente. De los ocho obispos sufragáneos (Panamá, Quito, Trujillo, Huamanga, Arequipa, Cuzco, Santiago y Concepción) asistieron sólo cuatro: Huamanga, Cuzco, Santiago y Concepción.

En lo que interesa a nuestra exposición, señalemos que en el VI Límense hay referencias al Tridentino y al III Límense. La más destacada dice “que se guarde el Santo Concilio de Trento y el Provincial de esta metrópoli del año 1583, en lo que no se derogare por el presente” o fuese contrario a disposiciones posteriores de la Santa Sede”. También se determinó que se enseñase la fe católica por medio del «Catecismo mayor para los que son más capaces» del III Límense, por ser muy conforme al «Catecismo Romano»; y que se preparase uno más abreviado para niños y «gente ruda».

Ya en la era republicana no hubo concilios provinciales en el siglo XIX. En el siglo XX se reanudó la tradición conciliar, con dos (tres?) convocados para la recepción del Concilio Plenario Latinoamericano de 1899. Se celebró uno en 1909, que no ha quedado registrado, a pesar de que hay actas y decretos; y otros dos en 1912 y 1927, respectivamente, que se computan como séptimo y octavo.

La cuestión conciliar en tiempos de Santo Toribio

Ya señalamos que con el paso de los años creció la intromisión de las autoridades civiles en la convocatoria y en el desarrollo de los concilios provinciales americanos. El primer Límense se celebró por sugerencia de Felipe II. El segundo Límense, por mandato expreso de éste. El tercero, el más libre en muchos aspectos de la intromisión real, fue el más fecundo y el único aprobado casi inmediatamente por el Romano Pontífice (con pocas enmiendas).

No olvidemos, sin embargo, que el rey se comprometió expresamente en la ratificación de los decretos por la Santa Sede. Con todo, en el tercer Limense hay ya una referencia, aunque sólo protocolaria, a la tradición conciliar toledana, recordando que los reyes los convocaban, que dejará de ser cláusula de estilo para convertirse en un motivo de discordia entre las autoridades virreinales y el metropolitano limense en la última década del XVI, con el cuarto y quinto Limense.

En efecto, en 1591 y, sobre todo en 1601 (ya con Felipe III), los sufragáneos argumentaron que el metropolitano no gozaba de jurisdicción para obligarles a desplazarse a Lima para tener concilio. La idea quedó ahí, más o menos hibernada, para irrumpir nuevamente en el sexto Limense, en tiempos de Carlos III, donde se debatió intensamente en la misma aula sinodal si los decretos conciliares debían enviarse a Roma para su aprobación, o bastaba el visto bueno del Consejo de Indias.

La cuestión volvió a dormirse en los lustros de la emancipación, hasta los primeros años del siglo XX, en que las autoridades civiles republicanas obstaculizaron la celebración de concilios provinciales, so pretexto de que la convocatoria (o al menos el «placet») correspondía al poder civil.

Resultaría ahora anacrónico -reconocida la libertad religiosa como un derecho civil que es patrimonio de la cultura occidental-, que un gobierno pretendiera entrometerse en la celebración de un concilio provincial, pero la cosa no estaba tan clara en otros tiempos, sobre todo cuando los reyes se sentían (y lo eran) «patronos» de la Iglesia; y las autoridades republicanas se consideraban herederas de los privilegios antes detentados por la Corona española. Por esta razón, la reforma de la Iglesia quedó condicionada durante siglos, en mayor o menor medida, a la colaboración del poder civil. Es evidente que lo que pudo parecer providencial en otras épocas, acabó resultando perjudicial. Sólo los espíritus más clarividentes del momento, como lo fue Santo Toribio de Mogrovejo en el siglo XVI, lo advirtieron y se atrevieron a afrontar la cuestión, a un alto precio: mucho desgaste ante sus sufragáneos y momentos de elevada tensión con las autoridades metropolitanas y virreinales.


NOTAS

  1. Cfr. Josep-Ignasi SARANYANA - Carmen-José ALEJOS GRAU, La primera recepción de Trento en América (1565-1582), en Teología en América Latina, cit. en nota 13, I, pp. 131-148. Véase también Primitivo TINEO, Los Concilios Limenses en la I evangelización latinoamericana. Labor organizativa y pastoral del tercer Concilio límense, EUNSA, Pamplona 1990.