VERA Y DURÁN, Jacinto

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(Santa Catalina, 1813; Pan de Azúcar, 1881) Siervo de Dios y Obispo

En Santa Catalina, Brasil, el 3 de julio de 1813 nació Jacinto Vera y Durán, quien ocupará un lugar único en la historia del Uruguay y de su Iglesia, como misionero y evangelizador, como organizador y primer obispo, y, sobre todo, por el esplendor de su santidad.

Sus raíces

Sus padres fueron Gerardo Vera y Josefa Durán, vecinos de Tinajo, Isla de Lanzarote, en las Canarias. En 1813 emigraron hacia la Banda Oriental - hoy Uruguay - con tres hijos y la madre embarazada de Jacinto. Este nació en alta mar el 13 de julio de1813 y fue bautizado en Nossa Senhora do Desterro, hoy Florianópolis. Luego de algunos años en Brasil, la familia Vera llegó al actual Uruguay antes de 1820.

De su familia Jacinto recibió la formación cristiana, de fe sólida, firme adhesión a la Iglesia y virtudes fuertes. Supo de la pobreza y el trabajo, junto con la ayuda caritativa para con el prójimo. A ello unió las mejores características del hombre de campo uruguayo: fortaleza física y firmeza en las convicciones, lealtad y valentía, sentido de la libertad y la dignidad, junto con cierto humor y picardía. Al mismo tiempo, en su personalidad se destaca su integridad como roca, su valor para enfrentar las dificultades, su constancia en el trabajo, unidos a la sencillez y pobreza personal, la cercanía en el trato, la humildad, la caridad.

Vocación y vida sacerdotal

A los 19 años, en 1832, descubrió su vocación sacerdotal. Luego de múltiples esfuerzos para formarse fue ordenado en 1841. Desde 1842, durante 17 años, estuvo al frente de la parroquia de Canelones, que entonces cubría un gran territorio. Se destacó por su incansable celo apostólico, de gran esfuerzo misionero, entregado a confesar y a educar en la fe. Su amor a los pobres fue proverbial, hasta entregar su propia ropa y el dinero para su sustento. Durante las contiendas de la llamada Guerra Grande (1841-1851), y en medio de complejas disputas políticas, mantuvo su libertad sacerdotal al servicio de todos. Fue amigo de los padres Jesuitas y obtuvo la donación de un predio para un colegio en Santa Lucía, que ellos regentearon desde 1855.

Cuando, en enero de 1859, los ministros del presidente Gabriel Pereira quisieron juzgar la predicación de un jesuita, buscando ocasión para expulsar a esta orden, Vera - al frente de otros sacerdotes - salió en la defensa de la libertad de la predicación, y de su sometimiento sólo al juicio eclesiástico y no al político. Así comenzó un largo camino de defensa de la libertad de la Iglesia, ante las pretensiones regalistas de los sucesivos gobiernos.

Vicario Apostólico

En esos tiempos circulaba el nombre de Jacinto Vera para vicario apostólico. Lo mejor del catolicismo y los que querían el mejoramiento de la Iglesia lo apoyaron desde el principio. Pero también padeció la oposición de quienes querían someter a la Iglesia, de algunos masones y también de otros movidos por motivos personales. Gran revuelo causó la calumnia - del P. Castro Veiga - presentada ante los tribunales, con el fin de impedir su nombramiento. El pueblo que lo conocía lo defendió.

El 14 de diciembre de 1859, Jacinto Vera asumió como vicario apostólico de Montevideo (o del Estado o del Uruguay). La Iglesia que era llamado a gobernar era sumamente débil. La fundación de los pueblos, en la región que hoy constituye la República Oriental del Uruguay, tuvo lugar en el período tardío de la colonización; mayoritariamente en el siglo XVIII. Además, se perdieron los pueblos guaraníes de las misiones jesuíticas. En tiempos de la independencia y la formación del Estado (1811-1830), la institución eclesiástica en el Uruguay, que dependía del obispado de Buenos Aires, incluía un conjunto de parroquias, con poco clero autóctono, sin jerarquía ni seminario, y, luego de la expulsión de los jesuitas (1767), con sólo un convento de franciscanos, por lo demás suprimido arbitrariamente por un decreto de 1838. El clero era escaso, no llegaba a los noventa sacerdotes y poco más de la décima parte era autóctono.

En el proceso en el cual se fue configurando el Uruguay como país independiente, también se fue configurando la Iglesia, en un contexto de múltiples luchas políticas, nacionales e internacionales, acompañado de una fortísima confrontación ideológica. En este ámbito, Jacinto Vera lideró a la comunidad católica en el Uruguay y le dio forma.

Defensor de la libertad de la Iglesia para la reforma eclesiástica

Inmediatamente a su asunción, el problema de un pequeño hospicio de franciscanos de vida muy irregular fue amplificado, buscando debilitar la autoridad del Vicario. Luego se suscitó una confrontación con motivo del entierro de Enrique Jakobsen, masón que había rechazado la reconcialiación eclesiástica, para quien se pretendía el entierro católico. Una mezcla de intereses, en el que tuvo buena parte la masonería y otros liberales, llevó a que el cementerio público católico fuera también abierto a los no católicos. Vera defendió los derechos de los católicos y la libertad de la Iglesia.

La confrontación mayor, llamada comúnmente “conflicto eclesiástico”, tuvo lugar entre el gobierno del presidente Bernardo P. Berro y el Vicario apostólico. Berro era católico convencido. Sin embargo, como la mayoría de los políticos de entonces, tenía la concepción de que el Estado, como depositario de la soberanía nacional, tenía derecho de patronato sobre la Iglesia. Además, en Uruguay, se extendía este supuesto derecho hasta puntos inconcebibles como la intervención en la remoción de cualquier párroco, aun interino. De esta forma, eran continuas las intromisiones del poder civil en la conducción de los asuntos eclesiásticos.

Jacinto Vera percibió la necesidad de realizar nombramientos por razones pastorales en la Iglesia Matriz de Montevideo. En julio de 1861, buscó todas las formas de coordinar con el poder civil y de evitar la menor perturbación pública. Sin embargo, tanto por la concepción regalista del gobierno cuanto por el influjo masónico, se quiso imponer a Vera resoluciones contrarias al derecho, procurando aherrojar a la Iglesia a la voluntad de los gobernantes. Habiendo concedido todo lo posible, Vera mantuvo los derechos de la Iglesia ante las pretensiones estatales de determinar los actos de gobierno del Vicario. Así afirmó Vera “yo puedo renunciar a mis derechos, pero no a mis deberes”.

El gobierno respondió con el decreto del 7 de octubre de 1862, que obligó a Vera a exilarse en Buenos Aires. Posteriormente se envió una delegación oficial ante el delegado apostólico, Mons. Marino Marini, presidida por una gran político masón, con intención de obligar a excluir a Jacinto Vera de su oficio de vicario apostólico. Luego de muchas vicisitudes - en las que confluyeron otras circunstancias políticas - el 23 de agosto de 1863 Jacinto Vera retornó a Montevideo, habiendo recuperado para adelante la libertad del gobierno eclesiástico. Esta nueva situación fue importante para la tarea de Jacinto Vera de purificar y reformar la Iglesia en Uruguay

El gran misionero y evangelizador

A mediados del siglo XIX, Uruguay carecía de ciudades importantes fuera de Montevideo, no había casi caminos ni puentes. La población rural adolecía de una gran ignorancia religiosa, hacía décadas que no se confería el sacramento de la confirmación. En este contexto la entrega ministerial más impactante de monseñor Vera fue su actividad misionera por todo el país. A los pocos meses de asumir el Vicariato, llevó adelante una gira misionera que comenzó a fines de abril de 1860 y terminó en enero de 1861, sin volver un día a Montevideo. Tres y hasta cuatro veces recorrió Jacinto Vera todo el territorio, con misiones que duraban generalmente dos semanas. En esta tarea - con las dificultades de la época - se calcula que recorrió unos 150.000 km. Era el misionero más abnegado, el más trabajador, el más enardecido por el amor al pueblo sencillo. Fuera de los períodos de guerra o de viajes al extranjero, todos los años Vera dedicó varios meses a evangelizar las poblaciones de la campaña, acompañado de varios sacerdotes.

En lo más personal Jacinto Vera se destacó por su entrega total al ministerio sacerdotal. Siempre que podía dedicaba horas a la atención de los penitentes en el confesonario, a la catequesis de los niños, a la atención de enfermos y presos. Tuvo una particular atención personal a las religiosas, que lo apreciaban muchísimo. No siendo predicador de estilo - como se valoraba en su época - era un testigo que conmovía por la firmeza y la sensibilidad. Procuró la integración del laicado en cofradías y fomentó la organización de las Conferencias vicentinas.

En las calamidades públicas siempre desarrolló su amor eficiente. En diciembre de 1864, durante el sitio de Paysandú, viajó para ayudar a las familias. En la gran epidemia de cólera de 1868 creó la Comisión de Socorro a los Pobres, que él mismo dirigió. En 1871 medió, aunque infructuosamente, para lograr la paz entre el gobierno y la revolución blanca de Timoteo Aparicio.

Padre y Patriarca de la Iglesia en el Uruguay

Para la renovación de la Iglesia, el Vicario se entregó a la creación del clero nacional. Para ello, desde el inicio de su gobierno, buscó las vocaciones sacerdotales, se preocupó de una buena formación de los seminaristas, primero en el colegio de los Jesuitas en Santa Fe (Argentina), y luego, en 1879, fundando el Seminario de Montevideo. A su vez, a partir de 1869, envió a los mejores a estudiar a Roma. Por todo esto, fue reconocido como el fundador del clero nacional, con un clero que quiso virtuoso, ilustrado y apostólico.

Con el apoyo de Vera fueron llegando numeras congregaciones religiosas masculinas y femeninas, que abrieron escuelas, atendieron el hospital, el manicomio y los asilos. El Vicario insistió por el retorno definitivo de los padres Jesuitas: desde 1867 colaboraron con él en las misiones y en 1872 volvieron al país para abrir residencia permanente, y colegio y seminario en 1879. Los salesianos llegaron en 1876 por invitación y apoyo suyo, de tal forma que San Juan Bosco le escribió reconociendo que toda la obra salesiana en el Uruguay, después de Dios, se debía totalmente a Don Jacinto.

En los últimos años, cuando arreciaba la confrontación ideológica y el esfuerzo por quitar a la fe y a la Iglesia del alma del pueblo, Mons. Vera, apoyado en la nueva generación de sacerdotes que él había formado, entre los que destacaba Mariano Soler, apoyó la formación del liacado. En tal sentido, promovió formas de actuación más moderna en la evangelización de la cultura: el Club Católico de Montevideo como centro cultural, el diario católico «El Bien Público» y la incipiente Universidad libre.

La época fue de gran confrontación de ideas. En los ambientes universitarios y políticos se pasó en poco tiempo del cristianismo al racionalismo, y más adelante al positivismo. Vera sostuvo que la religión del pueblo pedía ser respetada y provocaba el derecho a consecuencias políticas. Defendió la enseñanza religiosa para el pueblo, considerando que la religión era el fundamento de la vida social y de la felicidad pública.

Al mismo tiempo Vera fue organizando y vitalizando la Iglesia en el Uruguay. Iba eligiendo los mejores sacerdotes para los curatos, sin seguir simpatías personales ni políticas. Fortaleció la curia, dándole estructura a la Iglesia local.

El episcopado y la creación de la diócesis

La mayor limitación de la Iglesia en Uruguay consistía en que no era una diócesis, sino un vicariato apostólico, separado jurisdiccionalmente de la diócesis de Buenos Aires desde 1825, sin prelado con dignidad episcopal.

Las cualidades propias, su fama de santo y de defensor de la Iglesia, así como el apoyo del presidente Atanasio Aguirre, llevaron a que, en 1864, el Papa Pío IX designara obispo a Jacinto Vera, quien fue ordenado el 16 de julio de 1865, con el título de obispo de Megara. Como fruto de todo sus esfuerzos y de la renovación alcanzada, en 1878 León XIII erigió la diócesis de Montevideo, dependiente directamente de la Santa Sede, y nombró como primer obispo a Mons. Jacinto Vera.

Para lograr estos pasos mucho contribuyó el conocimiento que había en Roma del Vicario de Montevideo. A los informes del representante pontificio de 1854 y 1858, se fueron agregando la continua comunicación de Jacinto Vera con la Santa Sede. Posteriormente su firmeza en la defensa de los derechos de la Iglesia y las persecuciones padecidas lo hicieron particularmente apreciado por Pío IX y otros importantes eclesiásticos como el cardenal Giacomo Antonelli, Mons. Alessandro Franchi -secretario de la Congregación de Asuntos Extraordinarios en 1864 y cardenal secretario de Estado en 1878 -, el cardenal Giacomo Simeoni.

Jacinto Vera fue conocido personalmente por Pío IX y la curia romana en sus dos viajes a Europa, en 1867 y en 1869-1870, para participar en el Concilio Vaticano I.

Su fama de santidad

En su intensa vida apostólica, Jacinto Vera fue reconocido por todos, incluso por sus opositores, como un hombre sumamente virtuoso, como un sacerdote y obispo ejemplar. Se destacó por una caridad apostólica sin límites, por una honestidad y rectitud en todo. En todo brilló su pobreza personal, sin dejar la vida social propia de su ser de sacerdote secular, junto con una caridad para con los pobres en todos los órdenes.

Daba cuanto tenía, hasta lo necesario para vivir, prefería atender a los más humildes, los indigentes, los desposeídos, los enfermos, los presos. Su santidad era reconocida ya en tiempos de su exilio en Buenos Aires (1862-1863), tanto en el Río de la Plata como en Roma, y creció en los años sucesivos.

La muerte de Mons. Jacinto Vera, acaecida el 6 de mayo de 1881 mientras misionaba en Pan de Azúcar, provocó la mayor manifestación de aprecio de su tiempo, con participación del país entero. Entonces, en las puertas de la Iglesia Catedral, Juan Zorrilla de San Martín proclamó la convicción de todo el pueblo: “El Santo ha muerto” Muchos años después testificaría: “No recuerdo una sola imperfección en aquel hombre”. Dos años después de su muerte sus restos fueron trasladados al grandioso monumento fúnebre en la Catedral de Montevideo, costeado por contribución popular.

En 1935 Mons. Juan Francisco Aragone, abrió el Proceso Ordinario del Siervo de Dios, cuya causa de canonización se prosigue en la Santa Sede. Prueba de la vigencia actual de su memoria en el Uruguay es que, a las múltiples instituciones del pasado que llevan su nombre, continuamente se agregan otras nuevas.

Bibliografía

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MONS. ALBERTO SANGUINETTI MONTERO