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Revisión del 05:24 16 nov 2018
(Guadalajara, 1866 – San Julián, 1927)
Sumario
Sacerdote y mártir
El Padre Julio Álvarez Mendoza fue fusilado el 30 de marzo de 1927 a los 71 años y 34 como sacerdote. La persecución lo sorprendió ejerciendo su ministerio en una de las zonas rurales más castigadas por el gobierno, en Mechoacanejo (Jalisco), donde se había dado una fuerte sublevación de protesta por parte de la gente que defendía su derecho a la libertad religiosa.
En la historia de un pueblo, el de Mechoacanejo
El pueblo de Mechoacanejo[1]pertenece al municipio de Teocaltiche, Jalisco, desde 1924. Su templo mayor data de mediados del siglo XIX con una asistencia pastoral regular de los sacerdotes desde el vecino Teocaltiche, a partir de finales del siglo XIX, y con la residencia de un sacerdote a partir de 1894. Este primer sacerdote, recién ordenado, llegado desde Guadalajara y bajo la jurisdicción del señor cura de Teocaltiche, comenzó su ministerio el día de Nochebuena de 1894. Se llamaba Julio Álvarez Mendoza, que gastó y dio su vida por aquella gente.
El pueblo de Mechoacanejo era uno de los siete que formaban parte del municipio de Teocaltiche. Su población, que no pasaba entonces de los 500 habitantes, estaba entonces compuesta en buena parte, quizás el 95 por ciento, de indígenas de raza pura; el resto era población mestiza. Se trataba de una población pobre y ciertamente no alfabetizada, pero muy religiosa y respetuosa con el sacerdote. Por aquel entonces algunos misioneros habían dado misiones en el lugar, y ello había contribuido a fomentar la fe cristiana.
Al llegar, el padre Julio se propuso dar vida a aquel pueblo, y dársela totalmente; lo cual logró. Ante todo comenzó impulsando la vida religiosa de aquella buena gente, celebrando con especial solemnidad las fiestas de la Santa Madre Iglesia: la Semana Santa, el Corpus Christi, los días doce de cada mes, consagrados a la Virgen de Guadalupe y la Navidad con sus posadas y sus tradiciones. No sólo el padre Julio se consagró a la evangelización de aquella gente, entonces bastante ruda, sino que siguiendo la tradición de los antiguos misioneros, les fue introduciendo en industrias y oficios artesanales que ayudasen a elevar el nivel económico y social de sus vidas; así enseñó a muchas personas a fabricar dulces de diferentes tipos, principalmente con los productos de la tierra como la calabaza y el camote, entre otros. Inclusive el mismo se fabricaba las hostias para la Eucaristía. Les introdujo también en el arte de la costura, del bordado y del deshilado.
El buen sacerdote se preocupó de todos los aspectos de la vida: enseñaba a los jóvenes a tocar algunos instrumentos musicales como la guitarra, formó dos bandas de música que empleaba para amenizar las fiestas y los trabajos del pueblo, incluso cuando se estaba llevando a cabo la construcción del templo, acabado allá hacia 1906. Sabía animar a la gente, que en filas llevaban el material de construcción desde el río hasta las obras. En pequeño, el padre Julio fue una especie de “Tata” Vasco de Quiroga en aquel lugar perdido de los Altos, dejando unas huellas imborrables que aún perduran y configuran la fisonomía actual de su gente. Aquel pueblo formaba una gran familia cuyo centro era la iglesia y cuyo sacerdote era el padre de todos. Las relaciones entre los vecinos estaban conformadas por un sentido recíproco de respeto y de profunda humanidad, que se expresaba incluso en la manera de hablar; se oían expresiones de delicada ternura como cuando se preguntaba a una esposa por su marido y se le decía: “¿cómo está tu ejotito?, y otras parecidas muy comunes. En un pueblo donde la pobreza y la penuria eran de casa y donde faltaba de todo, escaseando incluso a veces el maíz y el fríjol, la llegada del padre Julio fue el comienzo de un futuro mejor. Luego llegó también la palma y con ella muchas familias mejoraron su vida económica.
No todo fue encanto: llegó la persecución y la guerra
Pero no todo fue encanto. Tras la revolución de 1910 comenzó la tragedia para aquellas poblaciones pacíficas y profundamente arraigadas en su fe católica; vivían aterrorizadas. Comenzaron a pasar las tropas de la Federación. Fue como el paso de la langosta. Todo lo que tocaban lo dejaban pelado y yerto. Aquellas poblaciones vivieron así durante más de diez años. Bajo el terror y la incertidumbre, el temor y la desesperación que se vivía no solo allí, sino en todo el país. El colmo de males fueron precisamente los años veinte, con la persecución y con los levantamientos de protesta de los cristeros. La Federación se estaba quebrando por doquier ante el crecimiento de la protesta católica protagonizada por los cristeros y su aumento continuo que la gente le propiciaba. El gobierno la quería acallar a base de represiones sangrientas acompañadas de una verdadera persecución religiosa, ya que todo sacerdote aprehendido en el campo o en los pueblos y todo acto religioso, incluidas las misas en hogares particulares, era considerado un delito que se castigaba con la muerte.
Más de medio país se había convertido en un campo de batalla y también era un verdadero campo minado para la Federación, irritada y desesperada. Sus unidades militares se desmoronaban continuamente y las tenía que reconstruir de seguido como podía. Optó por destruir sin pacificar jamás, llevando la guerra cada vez más lejos y haciéndola cada vez más dura. Esta quiebra se creyó remediar con las concentraciones forzosas de las poblaciones, como ya hemos señalado, causando en las poblaciones irritaciones y sufrimientos increíbles, y en los soldados federales endurecimiento en sus medidas y crueles brutalidades sin fin, con represalias fáciles e implacables sobre las poblaciones inermes. Mechoacanejo fue repetidamente objeto de tales represalias y escenario de una de las historias más significativas de la persecución.
La Federación continuó con sus saqueos en muchos ranchos y comunidades, robos, asaltos y una fuerte ola de violencia en toda la región, principalmente de los Altos de Jalisco y norte del mismo estado, en grandes sumas de muertes, desgraciadamente en su mayoría cristeros. Los padres de familia que vivían en las comunidades pequeñas, desesperados, decidían irse a refugiar en las cabeceras municipales como Villa Hidalgo y Teocaltiche. Algunos incluso construían subterráneos para poder esconder allí a sus hijos y algo de comida para librarlos de las hordas de la Federación. Las tropas de ésta llegaron a robar a las muchachas, desbarataban los costales de maíz y hacían sus tiraderos para alimentar a sus caballos. Todo era horrible. Pero enseguida llegó el acontecimiento más triste que ha tenido Mechoacanejo y que además marcó su historia: fue la aprehensión y el fusilamiento de su querido “tata”, padre y pastor, Julio Álvarez.
¿Quién era el Padre Julio? Un sacerdote santo y un pastor cabal
El Padre Julio nació en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, el 20 de diciembre de 1866 y fue bautizado al siguiente día, en la parroquia de San José de Analco. Sus padres fueron Atanasio Álvarez y Dolores Mendoza. Desde niño mostró amor al estudio y, ayudado por los patrones de sus padres, pudo ingresar a un colegio superior y luego al Seminario de Guadalajara. Era el año de 1880. Los informes del Seminario sobre el joven seminarista (1880-1890) hablan de un joven dotado de inteligencia, constante en el estudio y piadoso. Fue ordenado diácono en 1890 y recibió el presbiterado el 2 de diciembre de 1894. Ocho días después fue nombrado capellán de Mechoacanejo, de la parroquia de Teocaltiche. En dicho cargo permaneció hasta 1921, en que la capellanía fue elevada a Parroquia del Divino Salvador, siendo él su primer párroco. Poco después, dicha parroquia pasó al obispado de Aguascalientes.
Ya nos hemos referido a la población de Mechocanejo y a su configuración. Aquí queremos abundar algo más sobre la presencia del Padre Julio. Desde su llegada a Mechoacanejo se distinguió por su celo pastoral, manifestado principalmente en la atención a la catequesis de niños y jóvenes. Con igual e infatigable celo cuidaba del culto divino, celebrando con fervor, interés y solemnidad las fiestas del año litúrgico. Infundió en todos sus feligreses un gran amor a Jesús Sacramentado y a la Santísima Virgen María, no sólo con la sencillez de su palabra sino también con la constancia de su ejemplo. En su ministerio pastoral se le vio siempre infatigable, lo mismo en la cabecera que en los diversos ranchos de la misma, por lejanos o difíciles que fueran, y sin importar la hora o las condiciones del tiempo. Su misma vida ministerial dio testimonio de la profundidad de su fe y la fuerza de su esperanza. Hombre de oración, asiduo al rezo del breviario, sus feligreses lo recuerdan rezándolo ante el Santísimo; era constante en el rezo del rosario en honor de la Virgen, a la que amaba y celebraba con viva emoción. Las diversas habilidades que poseía las puso desde el principio al servicio de su pueblo, revelando así su carácter emprendedor y caritativo. Enseñó a sus feligreses oficios muy diversos y él mismo trabajaba con sus manos en la confección de ropas, que después repartía entre los pobres. Estas pinceladas nos descubren ya un hombre de Dios entregado a su gente.
El mártir
Así, dedicado a su labor ministerial, fue sorprendido por la persecución religiosa. Los sacerdotes, para ponerse a salvo de las vejaciones del Ejército, especialmente atroces como hemos ya señalado en las regiones rurales, podían concen¬trarse en las ciudades capitales de los Estados. El arzobispo de Guadalajara, Don Francisco Orozco y Jiménez, les dejó en libertad para concentrarse en la ciudad o permanecer al cuidado de sus fieles a pesar de las circunstancias. El propio arzobispo estaba dando el ejemplo escogiendo este segundo camino y muchos de sus sacerdotes siguieron su ejemplo, celebrando y administrando los sacramentos, oculto en los ranchos.
Entre estos sacerdotes se encontraba el padre Julio Álvarez Mendoza. Fue aprehendido por una partida de soldados el 26 de marzo de 1927, a las 4 de la tarde; se encaminaba al rancho El Salitre, donde habría de celebrar la Santa Misa y confesar. Lo acompañaban dos jóvenes, Gregorio Martínez y Gil Tejeda. Ya de camino, vieron a lo lejos una partida de soldados que venían en una troca. Uno que venía con los mili¬tares se acercó al padre y le besó la mano. Al darse cuenta de su error, se justificó diciendo que era su padrino. Allí mismo fue arrestado juntamente con sus acompañantes. Contaba una señora del lugar, Doña Benita Carrillo, ya en su ancianidad, que en el camino a Villa Hidalgo venía acompañada de sus padres, cuando se sorprendieron al encontrarse con el convoy que llevaban al padre Julio y los dos jóvenes acompañantes. Recordaba que su padre dijo: “Mira, sea por Dios; ya agarraron al padre Julio”; y se pusieron a llorar.
Los llevaron amarrados por un largo vía crucis a través de los Altos de Jalisco. Primero los llevaron a Villa Hidalgo; de ahí a Aguascalientes; posteriormente a León. Pero aquí el general Joaquín Amaro decidió enviarlos al pueblo de San Julián, Jalisco, pues había dicho al conocerse la noticia de la aprehensión del sacerdote: "Me lo fusilan en San Julián", pueblo pionero de la Cristiada. Y así fue. Los mandaron a San Julián escoltados en una troca; pero tal vez antes de llegar a San Julián los bajaron, ya que los habitantes del lugar vieron llegar al padre a pie y atado a la silla de un caballo. Ciertamente los condujeron a los tres, atados, privándolos de alimento. Al padre, en especial, la tropa lo insultaba con odio; no le permitían que se sentara: o estaba de pie o de rodillas. Era el 30 de marzo de 1927 y mandaba aquella guardia de soldados un capitán apellidado Grajeda; condujo al padre Julio junto con los dos jóvenes al lugar en que sería pasado por las armas; eran como las 5:15 de la mañana. El padre preguntó al militar:
"¿Siempre me van a matar?" y le contestó: "Esa es la orden que tengo”. "Bien, repuso el padre, ya sabía que tenían que matarme porque soy sacerdote; cumpla usted la orden; sólo le suplico que me conceda hablar tres palabras".
El capitán aceptó.
"Voy a morir inocente, porque no he hecho ningún mal. Mi delito es ser ministro de Dios. Yo los perdono a ustedes. Sólo les ruego que no maten a los muchachos, porque son inocentes, nada deben".
Cruzó los brazos y los soldados recibieron la orden de fusilamiento. Su cadáver quedó tirado sobre un basurero cercano al templo parroquial, con tres balazos en el cuerpo y el tiro de gracia en la mejilla. Habían cumplido las órdenes del general Amaro, secretario de Guerra y Marina y general en jefe de la ofensiva contra los cristeros. Tiraron su cuerpo en un basurero. “El odio del Gobierno hacia la Iglesia saciaba así su perversidad”[2]. Los testigos repiten unánimemente: “Lo fusilaron porque era sacerdote, pues los tenían aborrecidos”[3].
En cuanto la gente de San Julián se enteró de que habían matado a un sacerdote, acudió con piedad a velarlo en la casa del sacristán, José Carpió. La gente recogió su cuerpo sin importarle las represalias a las que se exponían. "Lo revistieron con un vestido blanco de sacerdote...La gente mojaba algodones en la sangre del Señor Cura como reliquia"[4], cuentan los testigos del proceso. Se repetían las mismas escenas de la Iglesia primitiva. Fue sepultado en el cementerio antiguo de San Julián, Jalisco, pero poco después su cadáver fue llevado secretamente a su parroquia de Mechoacanejo.
¿Y cómo recibieron en Mechoacanejo la noticia del martirio de su padre y pastor? La noticia se recibió con tristeza y gran consternación. El último bautizo que el padre Julio había dado había sido el 24 de febrero de 1927 a una niña que llevó por nombre María Martina de Reza. Daba el nombre de María a todas las mujeres y el de José a todos los hombres. Mechoacanejo quedó así huérfano, sin sacerdote durante cinco años, hasta 1932. Quisieron matar al pueblo, matando a su sacerdote, quemando los registros parroquiales y borrando su memoria. Pero no lo lograron jamás. Todos aquellos hechos sumieron de nuevo a la gente en la miseria, pero no en la desesperación. Muchos se vieron obligados a emigrar a las ciudades, especialmente hacia los Estados Unidos de América. Los ancianos todavía no olvidan lo que vivieron en su niñez o en su juventud. Pero lo que todos han experimentado hasta hoy es la protección paterna de su padre y pastor mártir, el padre Julio Álvarez Mendoza. Fue beatificado en Roma el 22 de noviembre de 1992 y canonizado el 21 de mayo durante el Jubileo del año 2000, por S.S. Juan Pablo II.
El significado de una memoria histórica y de santidad
Aquel joven sacerdote se puede considerar el verdadero fundador o refundador del pueblo; le dio dignidad y una conciencia nueva, porque allí donde entra Cristo, entra siempre la dignidad del hombre y de la mujer. La gente de Mechoacanejo tiene de ello viva conciencia y lo conserva en su memoria histórica. El padre Julio quería que la gente trabajase y se industriase en ganarse dignamente el pan. Por ello les quiso enseñar lo más difícil en la vida: a tomar conciencia de su dignidad y de su destino. Como todos sus compañeros sacerdotes mártires, fue un hombre sencillo y pobre, cercano al pueblo y su servidor, ardiente en su celo pastoral y profundamente eucarístico y mariano[5]
El padre Julio vivió siempre al servicio de Dios y de su Iglesia, dotado de una singular espiritualidad, de un notable don para el servicio. Asumió su martirio como el cristiano que siempre había sido. Así lo vieron llegar a San Julián, fuerte en su debilidad porque confiaba en Dios; padeciendo inocente por la causa de Cristo: cami¬nando atado a la silla de un caballo, apenas si podía abrir los ojos, pero sin exhalar la menor queja, sumergido en profundo silencio. Así se preparaba para el martirio supremo quien siempre había vivido desprendido de todo. Nada extraño que el padre Julio, siempre tenido por santo, consumara sus días como verdadero mártir de la fe. Esta fama de martirio, nacida de los hechos mismos y avalados por la convicción de los fieles respecto a la vida santa del padre Julio, originó de inmediato que no sólo quisieran tener reliquias suyas, sino que acudieran privadamente a su intercesión obteniendo favo¬res de Dios por su mediación. En el sitio mismo donde fue aprehen¬dido se erigió un monumento a la Santa Cruz, y otro en San Julián, donde fue martirizado. Ambos lugares son visitados por numerosos fieles que mantienen vivo el recuerdo de su vida ejemplar y muerte edificante. Su santo cuerpo se venera hoy en la iglesia parroquial de Mechoacanejo, Jalisco, donde su presencia continua viva intercediendo por aquel pueblo al que tanto amó.
Notas
- ↑ Es un pueblo con una altitud de aproximadamente 1,850 metros sobre el nivel del mar. Se encuentra a un costado del corazón de los Altos de Jalisco y colinda con el estado de Zacatecas y cerca del vecino estado de Aguascalientes. Por la parte norte occidental, se puede apreciar la sierra del Laurel, donde se encuentran el Cerro Gordo, Cerro de la Antorcha, Cerro de la Virgen, Cerro del Chiquihuitillo y el más alto de todos, el Cerro del Laurel. La población se desarrolla sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. En el año 2000 contaba con cerca de cuatro mil habitantes (González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008, p. 943).
- ↑ Positio Magallanes et XXIV Sociorum Martyrum, I, 172; II, Summarium, 170, & 614; 192, & 695; III, 24, XXVI; 36, XXVII; III, 290, CXLVIII..
- ↑ Posit io Magallanes, II, 168, & 606; 170, & 616; 172-172, & 623; 185, &668; 192, &695;III, 23, XXVI; 28, XXVII; 36, XXVIII; III, 290, CXLVIII.
- ↑ Positio Magallanes, II, 192-193, & 696.
- ↑ Positio Magallanes, I, 169-173.
Bibliografía
González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008. Meyer, Jean. La cristiada, Volumen I, Siglo XXI Editores, México, 1973. Positio Magallanes et XXIV Sociorum Martyrum, Volúmenes I y II. López Beltrán, López. La persecución religiosa en México. Editorial Tradición, México, 1987.
FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ