MÍSTICA IBEROAMERICANA
Sumario
Introducción
No resulta sencillo compendiar en unas breves líneas qué supone y aporta la mística Iberoamericana, en el contexto de la espiritualidad de la Edad Moderna. Se trata de la experiencia concreta de un número significativo de hombres y mujeres que, entre los siglos XVI-XVIII, viven un encuentro profundo con Dios, que tiene consecuencias palpables en su entorno. Pero, como se puede intuir, estos místicos no surgen de la nada, sino que dependen de unas tradiciones anteriores presentes ya en Europa y que, en épocas tempranas, pasan a América siendo asumidas como forma específica y propia. En este sentido, la primera cuestión que se ha de tener presente es que, de igual manera que en la Península Ibérica no podemos poner límites a la mística que se desarrolla en las coronas de Castilla, Aragón o Portugal, de manera análoga sucede en los dos grandes virreinatos de las Indias Occidentales, el de Nueva España y el del Perú. Es el ejemplo concreto que podemos ver plasmado en las vidas de figuras singulares de la espiritualidad ibérica como es el caso de fray Luis de Granada, san Juan de Dios, san Pedro de Alcántara, santa Teresa de Jesús o san Francisco Javier.
La mística iberoamericana, a su vez, supone el constante trasplante entre los diversos territo-rios separados por el inmenso mar. Por ello, las nuevas experiencias vividas en las Indias fortalecen y determinan también la vida espiritual y religiosa que se vive en los reinos peninsulares. Una realidad enriquece a la otra y actúa positivamente en el desarrollo de la misma.
Fundamentación teórica
Para la experiencia peculiar del siglo XVI, el místico no es un hombre raro que tiene experien-cias extraordinarias, sino que se trata de un hombre corriente, capaz de una profunda intros-pección y ésta, le permite mantener una relación y experiencia de Dios radical. Al mismo tiempo, el constante intento de unión con Dios no obedece a otra cosa que al amor que la criatura ha descubierto en la obra del propio Creador. El místico se siente en la capacidad de expresar su vida como algo cotidiano y nada extraordinario, igual a la vida que llevan los demás hombres y mujeres de su tiempo.
Expresada en un ideal de oración, amor, servicio, trabajo y vida interior, pero que es llevado a término desde una profunda libertad que convierte dicha experiencia en una expresión com-prensible por otros hombres que, a su vez, se sienten atraídos hacia ese ideal y forma concreta de estar en el mundo. La expresión de esta vida se encuentra tanto en una opción eremítica, como en la vida comunitaria o en el propio hogar, superando así las barreras que se habían levantado en épocas anteriores entre lo terrenal y lo espiritual. Se trata, por tanto, de una lectura global y no parcial como habían sido las de épocas anteriores. Más allá de las consecuencias concretas en las diversas escuelas de espiritualidad, especialmente vinculadas con las grandes Órdenes religiosas, es importante tener presente el sentido de totalidad que mueve a la mística iberoamericana que, desde ese lugar común, tendrá sus concreciones en las diversas Escuelas, pero entendiéndolas ya como un segundo momento que bebe de esa fuente común que es el sentido de totalidad.
El lugar común por excelencia es la comprensión del hombre propia del Renacimiento. Ésta supone admiración por la capacidad creadora del hombre, lo que les lleva a mirar el futuro de manera positiva y, por lo mismo, se sienten también partícipes de una misión peculiar que busca el progreso del ser humano. Se trata de una opción marcada por un voluntarismo, ex-presado en múltiples formas concretas. Y, si sienten una fuerte atracción por la capacidad creadora del hombre, todavía más hacia la imagen de Dios que entienden es la misma en todos los hombres, siendo además fundamento de la igualdad para el ser humano, lo que supone la llamada común de todos los hombres a la perfección y al amor, que sólo en Dios tiene su consumación.
Como ya ocurriera en los autores salmantinos del siglo XVI, esta manera de mirar al Creador y al hombre implicará necesariamente también un desarrollo de la praxis y del derecho que regula a las sociedades y a los hombres. De tal suerte que la mística implica también una ética de vida. Se desarrolla, por tanto, un ideal del hombre nuevo cristiano que parte de los moldes humanistas peninsulares, pero que no descuidan o tienen en cuenta los modelos indígenas, dando un resultado propio y característico. En su base, estaba la ética cristiana que se había desarrollado en Salamanca y su «Escuela» desde momentos muy tempranos, de tal suerte que los misioneros llevados por el respeto a la persona y el rechazo de los poderes absolutos del Estado y de los vencedores, generarán una continuidad creativa y libre. Creando, por tanto, una firme conciencia de unidad en el camino de retorno del hombre a Dios.
El misterio de Cristo, que era predicado y vivido como referente fundamental de la mística del momento, llevó tanto a los intelectuales como a los misioneros a reflexionar sobre la propia condición del hombre, por lo que humanismo y fe caminarán de la mano. En este sentido, civilización y cristianismo fueron inseparables en el Nuevo Mundo, al tiempo que se proponían también como modelo para la vida en la Península. Se trataba del desarrollo de la nueva criatura, sin distinción de razas y una profunda unidad que mira al ideal evangélico, que pasa por el prisma del Cristo sufriente en el Calvario. Para esta asimilación ayudó el vocabulario espiritual que había sido elaborado anteriormente y que tenía una fuerza singular en el reino de Castilla. Los misioneros experimentan e introducen a las gentes en la oración de conocimiento, de seguimiento y de unión en un nuevo espacio geográfico y cultural, reconociendo también –desde épocas muy tempranas– el valor peculiar de las lenguas y valores indígenas, al tiempo que aprenden, enseñan y codifican algunas de ellas, como es el caso del náhuatl, quechua o aymara.
Como consecuencia deducible de esa comprensión y momento histórico, los místicos iberoa-mericanos mostrarán también especial interés en el acento e importancia que dan a la Iglesia como lugar propicio dentro del cual vivir dicha experiencia, que entienden se ha de asemejar lo más posible a la presentada en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Por lo que no se trata simplemente de una vivencia, sino de la concreción de un ideal, que se hace veraz de la experiencia vivida en lo cotidiano; en una espiritualidad que pasa por las pequeñas cosas de cada día.
La coherencia y unidad que caracteriza a estos místicos se expresa también en la unión estre-cha entre ascética y mística. Incluso, en el desarrollo de una espiritualidad marcadamente católica, que coincide en la justificación por medio de la fe y la atracción por la locura de la cruz. Esta mística se caracterizaría por su inclinación al hombre interior, que quiere buscarse en Cristo y que busca a Cristo en el centro de la persona. Se trataba de transformarse en Él; y el modo de hacerlo era tomar la cruz y seguirlo. Al mismo tiempo, el hecho peculiar de no sentir ningún obstáculo o límite para llevar a cabo su acción se concretará en una fuerte acción apostólico-misionera, cuyo ejemplo más significativo y temprano lo encontramos en los «Doce Apóstoles de México». El ansia-deseo de Dios les lleva no sólo a una opción de encuentro personal con el Creador, sino a una intensa actividad apostólica, por medio de la cual otros hombres pueden entrar también en diálogo con el Absoluto. El místico iberoamericano no tendrá como fin primordial la elaboración de tratados místicos, ni siquiera de métodos de oración, sino de vivir experiencias personales, capaces de ser sustentadas desde la convicción de que la mística es ciencia del amor y no tanto del entendimiento. Consideran, por ello, la posibilidad de una vida espiritual eclesial, que intenta vivir la oración en comunión eclesial.
El místico es un hombre de voluntad cuya originalidad estriba en el hecho de construir una nueva comprensión, capaz de responder a las necesidades del hombre de su tiempo, basándose para ello en la tradición clásica. Para lograrlo, parte de la necesaria purificación y dominio de los propios sentidos, con la intención de alcanzar el matrimonio espiritual.
Una espiritualidad no excluyente
Desde un primer momento, en Iberoamérica, cobra singular importancia la santidad laical, que tenía como referente fundamental a san Francisco de Asís y que seguía teniendo vigencia. La convicción que ahora cobra nuevamente fuerza era el creer sinceramente que los hechos narrados en los «Evangelios» y en las «Leyendas Áureas» podían y debían ser imitados en su literalidad por todos los cristianos. En esta convicción, no había separación entre acción y pensamiento lo cual coincidía perfectamente con la sensibilidad humanista. A ella estaban todos convocados, tanto clérigos como laicos, regulares o seculares.
En razón de estos hechos, desde el primer envío de misioneros al Nuevo Mundo, su espiritualidad sería considerada como una continuación o acentuación de lo vivido antes, que ahora tomaba las variantes inherentes a toda empresa evangelizadora en sociedades con una cultura y lengua diferentes. No era lo más importante el método evangelizador, que todavía no estaba definido, sino que el acento y eficacia se ponía en la coherencia de vida. Se convertían de eremitas a contemplativos en la acción. Así se lo hacía ver Francisco de los Ángeles Quiñones, Ministro general de la Observancia franciscana, a los misioneros enviados a América: «Si hasta ahora buscasteis ver quién era Jesús..., como Zaqueo en el sicomoro, ahora descended con prisa a la vida activa... devolved el cuádruplo a los prójimos a través de una vida activa y contemplativa para gloria de Cristo y salvación de los hombres» (M. Andrés Martín, 1987, pp. 419-420). Se trataba de una realidad que no tenía parangón posible, que suponía una renovación radical de las Instituciones y de los individuos, que se convertían en proyecciones y espejos del Maestro abrazado a la cruz y llevando una vida pobre. El mismo ejemplo de pobreza de los misioneros ayudará a la cristianización de los naturales.
Precisamente por ello, las primeras historias de la evangelización son poemas épicos, en rela-ción con la espiritualidad y la pobreza. De esta manera, la mística se convertía en América en denuncia del lujo renacentista y de toda mentalidad mercantilista. Los misioneros llevaban consigo su propia experiencia de vida, su capacidad de entrega, humildad y pobreza. Era una vida cristiana expresada en radicalidad y que se imbricaba en los diversos espacios misioneros, desde la realidad franciscana, agustiniana y del propio Vasco de Quiroga en Nueva España, o de los agustinos en Lima. En todos ellos aparecen como avales: pobreza, humildad, penitencia, oración y servicio al prójimo, que implicaban una opción que miraba permanentemente hacia la imitación de Cristo, a partir del modelo paulino (Flp. 2,5-11).
Así, caminar descalzos por el Nuevo Mundo se convertirá muy pronto en todo un símbolo, aceptado incluso filológicamente por fray Toribio de Benavente, en 1524, al imponerse a sí mismo el nombre náhuatl de «Motolinía» (pobre), para toda su vida. De esta manera, el espíritu misional reforzaba la vida de fe y acentuaba también la identidad cristiana en la Península.
Una prueba manifiesta de esa apertura y capacidad inclusiva de la mística iberoamericana parece tener relación con el hecho de la lengua en la que se expresa. Para ésta no hay fronteras formales, ya no se expresará sólo en latín, sino que lo hará en castellano o en las diversas lenguas del Nuevo Mundo. Como ejemplo es suficiente recordar la edición en México de la «Doctrina cristiana», de Juan de Zumárraga, que será publicada en castellano y náhuatl. Lejos de lo que nosotros pudiéramos pensar hoy, la doctrina se convertía en un Manual de ascética y mística, asequible y válido para grandes sectores de la sociedad americana.
A ello ayudaba el acontecimiento de la Evangelización de América, que partían de las concretas iniciativas sociales, como son las nuevas organizaciones, muchas de ellas casi eremíticas; es el caso de los pueblos de misión fundados por los Doce Apóstoles de México, del pueblo-hospital de Santa Fe, próximo a la ciudad de México, o los pueblos-hospital fundados por el obispo Vasco de Quiroga y los agustinos, o el particular método evangelizador de las reducciones. Estas prácticas estaban respondiendo indudablemente a una manera de comprender al hombre y, por lo mismo, sustentadas en unos valores humanos y espirituales, que se consideraban como permanentes de la sociedad y, por lo mismo, que debían ser defendidos y atendidos cuidadosamente. En este orden de cosas, no se puede perder de vista que, a lo largo del siglo XVII, México y Lima son grandes centros de impresión, de las cuales un número significativo son de carácter espiritual, dirigidos a ese amplio espectro de creyentes, en el que tendrán cabida una gran diversidad cultural.
La oración
Un elemento característico de la mística iberoamericana, y que está en continuidad con la Tradición es el acento en la vida de oración y sus métodos, tema que había cobrado particular fuerza en aquel momento. Los mismos profesores de la Universidad de Salamanca abordaban en sus lecciones el tema de la oración y de la unión con Dios. Por lo mismo, se puede afirmar que, en este momento, se da una significativa comunicación entre mística y escolástica, que no se convierten en antagónicas, sino que conviven y se enriquecen mutuamente. La escolástica necesitará para su configuración del complemento existencial de la vida concreta de los místicos y éstos, por su parte, sentirán también la necesidad del cuerpo de verdades estructurado por los escolásticos.
Con todo, es preciso hacer notar que el decaimiento de la mística tendrá lugar cuando, de la experiencia vivida, se pase simplemente al intento de discusión teórica sobre la misma. Lo que pone en evidencia que la mística, articulada en gran medida por medio de la oración, hacía manifiesto que no se trata simplemente de una aceptación de normas formales, sino que era un proceso de asimilación y recreación de las mismas.
En el contexto iberoamericano, la oración será muy pronto asimilada en una praxis coherente, donde no quedaba excluido ningún aspecto, por lo que las decisiones importantes, tanto sociales como políticas, pasaban también por el tamiz de la oración. En este sentido, los místicos iberoamericanos eran reflejo de esas decisiones. El hombre auténtico –como ideal del hombre orante– era aquel que entraba en su interior, en lo profundo de su corazón, donde se aquilataban los problemas y soluciones, en el debate constante entre realidad e ideal.
Por lo mismo, no se trataba de una oración como experiencia inconexa y apartada de la vida de los hombres, sino de una contemplación en la acción que proyectaba a las gentes hacia un futuro, cuyo centro estaba ocupado por un hombre que miraba a su Creador. De la clásica división de la ascética y mística determinada en grados y escalas, se pasaba también en el entorno iberoamericano a la de las exigencias radicales. El mismo Juan de Zumárraga, arzobispo de México, en su «Regla cristiana breve», muestra su preocupación e interés por que todos los fieles dediquen un tiempo a la oración y, al mismo tiempo, esta sensibilidad será una de las motivaciones para escribir su obrita, de tal suerte que “todo cristiano... a lo menos una vez al día o noche la tengan y en ninguna manera se les debe pasar día que no la tengan” (Zumárraga, 368).
Un detalle especialmente significativo en el marco iberoamericano es el hecho peculiar de que la vida interior no es algo privado, sino que se vive y expresa en círculos amplios, lo que correspondía con el paradigma de los Hechos de los Apóstoles.
El ideal de santidad
Los misioneros, desde momentos muy tempranos, comenzaron a escribir en las lenguas indí-genas, primero doctrinas o catecismos, para luego pasar a sermones, confesionarios... o las mismas historias de los diversos pueblos, que contaban con la singularidad de la vinculación con el mensaje evangélico, por lo que esto se convertía en una mística, ya no de minorías o grupos selectos, sino que hacía referencia a toda una sociedad o pueblo, que se veía imbuida en esa peculiar mística que los misioneros eran capaces de transmitir con la coherencia de su propia vida.
En esa construcción de una sociedad ocupará un papel significativo la traducción de obras hagiográficas y clásicos de la espiritualidad del momento a las lenguas indígenas. Entre éstas encontramos: Coloquios de la paz y tranquilidad cristiana en la lengua mexicana, Vida de los Padres de la Iglesia (náhuatl), Vida de san Francisco de Asís (náhuatl), Diálogo de las costumbres del buen cristiano en lengua mexicana, Diálogo o coloquios en mexicano entre la Virgen y San Gabriel, Tratado del Santísimo Sacramento en lengua mexicana, Tesoro espiritual en lengua de Michoacán, Pláticas sobre los evangelios del año (tarasco), Tratados espirituales en lengua mexicana, Evangeliarum, Epistolarium et Lectionarium Aztecum. Estas obras hacen que la praxis de santidad esté basada en los parámetros eclesiales.
Es necesario tener presente que la santidad en Hispanoamérica conjuga la variedad de culturas de las que se parte: indios, mestizos, mulatos, criollos, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. De manera general, se podría afirmar que la santidad es una síntesis entre la cultura indígena, aceptada por los misioneros, y el modelo religioso de los misioneros, que viene aceptado por los naturales. Partiendo de esta mutua comunicación, es lógico que los lugares donde surja primeramente la espiritualidad sean inicialmente los conventos de religiosos y más tarde de religiosas. Las distintas Órdenes muy pronto cuentan con vocaciones americanas e, incluso, no tardará mucho en surgir el problema del criollismo, visto aquí como una muestra de esa imbricación cultural.
Con todo, no se puede olvidar que un lugar peculiar lo ocupará la opción laical, que tendrá muestras peculiares de santidad en el marco iberoamericano. Muestra singular de ello es la misma patrona de América, santa Rosa de Lima. La santa limeña, laica perteneciente a la Ter-cera Orden de Santo Domingo, se caracteriza por una profunda fe, una profunda contempla-ción, una radical austeridad y una caridad sin límites, sin olvidar su especial atención a la gracia y la cruz del Señor. Como vemos, estas características son las antes apuntadas y que aparecen presentes a lo largo de toda la geografía iberoamericana.
Por otra parte es importante también poner de manifiesto que su vida transcurre en Lima, al mismo tiempo que en Salamanca están teniendo lugar las disputas De auxiliis. El detalle es significativo, puesto que pone de manifiesto que aquello que se debate en las aulas universitarias, tiene también reflejo en la integración de culturas, particularmente en la vida de las gentes que creen de manera sencilla y espontánea. Ponen en evidencia que la mística iberoamericana consiste, fundamentalmente, en amar mucho, por medio de esas características comunes a todos. Cada uno sigue su propio camino al tiempo que hace su propia síntesis de teología y espiritualidad, pero éstas coinciden, pues son el humus del que todos se alimentan.
Un elemento peculiar en la mística Iberoamericana será la importancia que tendrán las auto-biografías, especialmente las femeninas que, al estilo de santa Teresa, florecieron por todo el continente americano. Ejemplo de ello es la clarisa colombiana Francisca Josefa del Castillo y Guevara (1671-1742), que escribió Mi vida y sentimientos espirituales. En la Nueva España contamos con un número nada desdeñable de ejemplos. El más conocido es el de Juana Inés de la Cruz, monja jerónima. Describe su camino espiritual en Primero Sueño y algunos de sus romances. Al mismo tiempo se encuentran las carmelitas descalzas María de San José (1636-1719), María Magdalena de Lorravaquio Muñoz (1572-1663) y Sebastiana de las Vírgenes Vi-llanueva (1671-1737). Así, en la mística iberoamericana lo divino irrumpe en lo corporal, do-méstico y familiar. De toda esta realidad surgió un nutrido grupo de santos, que se caracterizan por su ascendencia indígena, española y mestiza; es el caso de Luis Beltrán (+1581); Toribio de Mogrovejo (+1606), San Felipe de Jesús, nacido en México y muerto en Japón (+1597), Francisco Solano (+1610), Rosa de Lima (+1617), Martín de Porres (+1639), Pedro Claver (+1654), Juan Macías (+1645), Mariana de Jesús (+1645), José de Betancurt (+1667); los beatos José Anchieta (+1581), Roque González (+1628), Ana de los Ángeles Monteagudo (+1686), Sebastián Aparicio (+1600), los mártires de Paraguay (+1628), los Venerables Vicente Bernedo (+1619), Francisco de Pamplona (+1651), Pedro de Bethencourt (+1667), José de Carabantes (+1694), Antonio Margil de Jesús (+1726).
Movimientos eremíticos, recogimientos y beaterios
En los dos grandes virreinatos tuvieron también su importancia los movimientos eremíticos, como el de los beatos de Chocamán o los ermitaños Chichimecas en Sierra Gorda. El anacoreta más significativo de Indias fue Gregorio López, que había llegado a Veracruz en 1553 y se caracterizará por una rigurosa ascesis. El detalle es significativo, puesto que nos encontramos tanto a peninsulares como a naturales, optando por una vida interior. La importancia no está en el hecho de que fueran aceptados oficialmente por la Iglesia o no contaran con vinculación canónica, o que de alguno de ellos se abriera proceso de canonización, sino que la importancia estriba en la riqueza de vida espiritual que manifiesta esta pléyade de personajes. Su riqueza viene constatada por el III Concilio de Lima que regula el hábito de los ermitaños para que no fueran confundidos con clérigos y, el III de México que prohíbe que fuera de las Órdenes religiosas se pueda llevar vida eremítica. Tenían un aspecto extravagante y se caracterizaban por la movilidad, manteniendo algunos una actitud crítica ante la institución eclesiástica.
Al mismo tiempo, en recogimientos o beaterios se reunían mujeres que querían dedicarse a la piedad. Mantenían una vida sedentaria, sus edades fluctúan entre los veinte y los sesenta años, perteneciendo en su mayoría al sector criollo. Al igual que los ermitaños, también se identificaban por las ropas religiosas, que las diferenciaban del resto de las mujeres, al tiempo que portando los hábitos de las Órdenes religiosas, gozaban de la protección de las mismas, aunque es importante señalar que no siempre eran terciarias de las mismas. No solían atacar a la institución ni a los dogmas, puesto que querían ser aceptadas socialmente, por lo que se esforzaban por demostrar que sus experiencias místicas eran ortodoxas y tenían la aprobación de sus confesores.
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MIGUEL ANXO PENA GONZÁLEZ