Diferencia entre revisiones de «MARTIRIO Cristiano»
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Sumario
- 1 LOS EQUÍVOCOS ACTUALES EN EL USO DE UNA PALABRA CRISTIANA: LA PALABRA «MÁRTIR»
- 2 2. EL MÁRTIR CRISTIANO
- 3 2.2. La gracia del martirio.
- 4 3.- ¿QUÉ SIGNIFICA CANONIZAR Y BEATIFICAR UN MÁRTIR?
- 5 4. LA MEMORIA DE LOS MÁRTIRES.
- 6 5. LOS PERSEGUIDORES DEL PASADO…
- 7 6. …Y DE LOS TIEMPOS RECIENTES E INCLUSO DEL PRESENTE.
- 8 7. ¿QUIÉNES SON LOS MÁRTIRES HOY?
- 9 8. ¿MÁRTIRES, O VÍCTIMAS DE LA INJUSTICIA Y LA VIOLENCIA?
- 10 9. ¿QUÉ ES EL MARTIRIO CRISTIANO Y CUÁL ES SU ESPECIFIDAD?
- 11 10. ¿CÓMO VE LA IGLESIA A LOS MÁRTIRES?
- 12 11. ¿CUÁLES SON LOS ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL MARTIRIO CRISTIANO?
- 13 12. ¿QUÉ PIDE LA IGLESIA PARA RECONOCER O CANONIZAR Y BEATIFICAR UN MÁRTIR?
- 14 13. ¿PUEDEN DARSE CASOS DE MARTIRIO CON MODALIDADES NUEVAS?
- 15 14. NUEVA TIPOLOGÍA DE MÁRTIRES HOY
- 16 Notas y referencias
- 17 BIBLIOGRAFÍA
LOS EQUÍVOCOS ACTUALES EN EL USO DE UNA PALABRA CRISTIANA: LA PALABRA «MÁRTIR»
Una de las experiencias más queridas para el cristianismo es la del «martirio». La palabra griega que la expresa ha recibido un contenido precisamente del cristianismo. Pero, tras la Revolución francesa, en la época romántica y luego en las diversas revoluciones sociales y políticas de diverso color que han jalonado la historia mundial en estos dos últimos siglos, la palabra y el concepto han sido totalmente extraviados. Se comenzó a hablar de “mártires de la libertad”, “de la patria”, “de la revolución”… Se trata de la idea autárquica (autosuficiente, autónomo sin ninguna referencia a Dios) del Estado y de su culto. Se han alzado los “altares de la patria”, los monumentos sagrados, como un nuevo templo, “a la revolución” (del tipo que sea en cada país, y bajo cualquier régimen político), mausoleos a “héroes y mártires de la misma”, y se han establecido cultos y ritos para honrar el “estado”, “la patria”, “los mártires de la patria” o de la “revolución”; todo este proceso fue promovido por la mentalidad laicista, y con frecuencia con venas semipaganas, oficializadas a partir de los tiempos de la Revolución francesa. En la historia reciente otro elemento ha entrado en el lenguaje corriente para confundir aún más las ideas, y desviar de su significado el sentido original de la experiencia cristiana sobre el martirio. Me refiero a todas las personas plagiadas por las ideologías totalitarias y que por eso se han ofrecido como torpedos humanos, kamikazes, a partir de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días.
Un caso particular es el de las personas (hombres y mujeres) que en los tiempos recientes se auto inmolan como bombas humanas en atentados terroristas instigados y llevados a cabo por algunos movimientos fundamentalistas islámicos. Son los llamados šāhid, que se suele traducir por “mártir”, que con su gesto suicida pretenden proclamar el poder de Dios y de su castigo sobre los infieles. De hecho mueren gritando tal unión entre la señoría de Dios y sus fieles seguidores, es decir, los “musulmanes”. “Dios es Dios; Él es uno… no hay otro igual a Él”[1]. En el mundo islámico existe una visión global, casi totalitaria, de las relaciones que deben existir entre la esfera religiosa y la civil. Es en este contexto que algunos interpretan la llamada “guerra santa” (ğihād), que goza de lecturas muy diversas dentro del mismo mundo islámico. Es uno de los “medios lícitos y necesarios” que los creyentes musulmanes deberían difundir, si fuese necesario. En este sentido los “creyentes” (los musulmanes), comprometidos en la causa de Dios, se convierten en testigos de la fe (mártires) muriendo en guerra y son mártires a los que Dios les dará la mayor recompensa suprema y privilegiada en el paraíso[2].
Hoy existe una interpretación violenta de esta “guerra santa” y del sentido de estos “testigos” unidos a ella. Nos hablan con este lenguaje los medios de comunicación social actuales cuando se refieren al fundamentalismo islámico, o a los terroristas suicidas enviados a la muerte por tales movimientos ligados a los extremismos islámicos. Hoy oímos de muchos casos de musulmanes (hombres y mujeres) que van a la muerte para hacer saltar junto con ellos objetivos militares o civiles, o para vengarse o protestar contra sus enemigos en una guerra que llaman santa (ğihād). Estos voluntarios suicidas son los que se han dado en llamar “mártires” de la fe islámica.
La fe cristiana que ha generado esta experiencia y que ha acuñado el término en los primeros años del cristianismo, el «mártir cristiano», el testigo cristiano, no tiene nada que ver con esta concepción de los fundamentalistas islámicos o de otras concepciones románticas o revolucionarias. Y en este sentido es necesario aclarar muy bien y comprender lo que “mártir” y “martirio” significan en la experiencia cristiana y lo que significaron de hecho para nuestros mártires mexicanos del siglo XX.
2. EL MÁRTIR CRISTIANO
2.1. El martirio, una experiencia antigua y nueva en la historia del cristianismo.
"Testimonio" es el significado original de la palabra de origen griego “martirio”. Así comenzaban las Actas del proceso de san Justino, mártir en Roma en el siglo II junto con sus compañeros Caritón, Carito, Evelpisto, Ieracio, Peón y Liberiano, durante la persecución de Marco Aurelio. Aquellas Actas se concentran mucho más en el testimonio de fe viva que da Justino, filósofo convertido a la fe cristiana, y sus discípulos mártires, que en la descripción del suplicio, la que es muy reducida, o sobre el temperamento o la vida de los mártires antecedente al martirio. Y es que el testimonio de Justino y de sus discípulos es una exposición sintética de su fe cristiana que al final firman con su sangre. Concluyen así las Actas: "Los santos testigos (mártires), glorificando al Señor, subieron al lugar de costumbre, donde fueron decapitados y consumaron así el martirio (el testimonio) en la confesión de nuestro Salvador. Algunos fieles llevaron a escondidas sus cuerpos y los depositaron en un lugar adecuado, con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, al cual sea gloria por los siglos de los siglos. Amen"[3].
Este es el estilo escueto en la historia de los mártires. Y este es el estilo austero en la narración de la historia de los Mártires mexicanos.El término griego “martyr” indica por lo tanto, aquel testimonio que llega hasta el derramamiento de la propia sangre por la propia fe en Dios y en Jesucristo como Señor y Salvador. El martirio ha sido visto por la Iglesia desde siempre como una realidad presente y vital en la vida de la Iglesia, y no tanto como un hecho episódico y momentáneo. Desde el tiempo de los Apóstoles se ha vivido fuertemente la conciencia de que estar bautizado, ser cristiano, puede frecuentemente significar el seguimiento de Cristo en su pasión y muerte, de manera también física y real. De hecho, en numerosos casos el bautismo de agua se consumía con el martirio de sangre, e incluso a veces éste sustituía al de agua en el caso de los catecúmenos (los que se preparaban al bautismo), condenados a muerte porque se les creía ya cristianos. El martirio era considerado como la participación más perfecta al sacrificio de Cristo, y estaba unido a la celebración de la Eucaristía. De hecho, ya desde los tiempos antiguos, sobre los sepulcros de los mártires se colocan con frecuencia los altares (altares de la “confesión” de la fe como se pueden ver en las más antiguas basílicas romanas), y las reliquias de los mártires son colocadas en los altares hasta nuestros días para significar esta relación.
Ya la comunidad cristiana percibe el valor de este testimonio y de aquella comunión-unidad misteriosa. Los Hechos de los Apóstoles, narrando el martirio del diácono Esteban, usan el mismo esquema que encontramos en la pasión y muerte de Cristo (Hechos 7). Pablo mismo lo reconoce llamando “Esteban, que derramó su sangre, testigo del Señor” (Hechos 22, 20). Así se expresa el Apocalipsis hablando a la «Iglesia de Pérgamo»: “Eres fiel a mi nombre y no has renegado de mi fe, ni siquiera en los días de Antipas, mi testigo fiel, que fue muerto entre vosotros, así donde habita Satanás” (Apocalipsis, 2, 13). Ya el mismo Apocalipsis habla con una imagen plástica de la íntima unión entre el sacrificio de los mártires y el del Cordero inmolado, Cristo, al escribir: “Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron” (Apocalipsis 6,9: cfr. 8,3; 9,3; Filipenses 2,17). Ellos han unido su sangre a la del Cordero inmolado y con El serán glorificados cuando “será completado el número de sus consiervos y hermanos que iban a ser muertos como ellos” (Apocalipsis 6,11). Pablo habla de la sangre derramada por Cristo, “como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe”, referencias explícitas al sacrificio, en este caso al único que es definitivo, permanente y tiene valor que es pascual de Cristo: celebrado precisamente en el Misterio eucarístico, confesado y profesado por el mártir con su sangre. Los cristianos han demostrado a lo largo de los siglos, una fuerte conciencia de pertenencia a la comunión (koinonía) que estrechaba en un único vínculo a los cristianos, peregrinos en este mundo, y los santos ya en la plena participación de la gloria celestial de Cristo. ¿Y cuáles son los motivos de fondo? En la historia del martirio de las jóvenes mujeres africanas Felicidad y Perpetua, escrita ya en el tiempo de los Hechos, el autor afirma que lo escribía para la gloria de Dios y para fortificar la fe de los cristianos a los que dirigía el escrito. Se nos recuerda en dicho escrito que, en definitiva, los motivos eran los mismos que habían impulsado a los cuatro evangelistas y al autor de los Hechos de los Apóstoles (san Lucas). No hay prueba mejor de la fuerza del Evangelio que el ejemplo de los mártires, documentado fielmente por los documentos y los testigos que han visto y presenciado los hechos. Cuanto se narraba entonces se podía comprobar. Cuanto narramos nosotros hoy sobre la historia de los mártires del siglo XX se puede comprobar del mismo modo.
El acontecimiento del martirio manifiesta por ello en la historia del Cuerpo Místico de Cristo, que es también un signo de contradicción en la vida de la sociedad actual que se proclama respetuosa de la libertad de la personas en todas sus dimensiones, también en la religiosa, y sin embargo nunca ha habido en la historia tantas conculcaciones a ella y tantos mártires.
2.2. La gracia del martirio.
“Cristo vive en el mártir”. Así lo han percibido desde los primeros tiempos los escritores cristianos: Cristo se halla presente en el mártir non sólo en el momento en el que dio su vida, sino también tras su muerte[4]. Por esto, en el mártir obra la potencia de la misericordia de Cristo. Frecuentemente nos encontramos con temperamentos débiles o temblorosos en la vida precedente al martirio. También vemos en algunos, sombras en su temperamento o en su carácter. El mártir no es un héroe caído desde el cielo. Es una persona nacida de la tierra, pero que se ha dejado abrazar por la misericordia y la gracia de Cristo. Escribía el conocido escritor cristiano de los primeros siglos Tertuliano: "Pero tú con todo ahínco te sirves de este poder contra tus mártires, para que cada cual, dejándose llevar de las cadenas del deseo, se vista todavía con ropajes más refinados, con la excusa del nuevo nombre de la decencia; los adúlteros enseguida lo desean, quienes fornican surgen por doquier; las plegarias se dejan oír por todas partes; las lágrimas de los manchados nos envuelven como un gran lago; ni siquiera algunos se redimen con más cárcel, porque han perdido a la Iglesia”[5].
Y ese poder de Dios, que ha dado al mártir la fuerza de testimoniar hasta el final, permanece presente en sus reliquias, como escribía en el siglo IV san Efrén, un padre de la Iglesia, natural de Siria: "He aquí la vida en los huesos de los mártires: ¿quien se atrevería a decir que no la hay? He aquí los sepulcros vivientes, y ¿a quién se le ocurre dudar sobre eso? Son fortalezas inaccesibles, cerradas a cal y canto para los ladrones, ciudades fortificadas, seguras contra los rapaces, torres altas y sólidas para quien pone su refugio en ellas, inasequibles para los asesinos, a las cuales la muerte no se acerca. Quien se consume de envidia y de perfidia, por el veneno que corrompe al alma, de ellas [los sepulcros de los mártires] recibe los refuerzos para que se extinga el veneno y no haga daño"[6].
La santidad del mártir no es considerada por lo tanto, como un hecho de crónica del pasado sin algún influjo sobre el presente, o como un hecho histórico de una violencia y de un sacrificio sangriento, ni como una victoria personal, éxito de una vida virtuosa. Es una fuerza que continua operante tras la muerte del mártir; de ella se beneficia todo el cuerpo eclesial. Su eficacia se ejercita en el seno de la Iglesia y en su beneficio. Lo recuerda San Ambrosio cuando escribe: “Los mártires son dignos de ser invocados, de ellos pedimos el patrocinio porque tenemos sus despojos. Ellos pueden suplicar por nuestros pecados, pues mediante la propia sangre, incluso cuando aquí hubiesen cometido pecados, fueron lavados de ellos; estos, pues, son testigos de Dios, nuestros pastores, quienes ven nuestra vida y nuestras acciones. No nos avergoncemos de tenerlos a ellos como intercesores de nuestra fragilidad, porque ellos mismos han conocido qué es la debilidad corporal, a pesar de que vencieron”.[7]
Por ello el mártir es protector de sus hermanos peregrinos todavía en la tierra; y sigue intercediendo sobre su patria, sobre su pueblo o sobre su ciudad. Los cristianos no "nos avergonzamos de tomarlos como intercesores de nuestra debilidad". Pues lo que da fuerza a los santos no son propiamente sus méritos morales, sino su adhesión a Cristo Salvador que los ha revestido de su poder. De hecho, como reza el salmo 22, 32: "anunciarán su justicia (de Yahvé) al pueblo que nacerá. Esto es obra Suya"[8]. Cristo continua comunicando las insondables riquezas de su Misterio actuando a lo largo del tiempo y del espacio en modo especial a través de la Iglesia en cuanto su Cuerpo Misterioso visible en la historia[9]. En esta visión entran precisamente los santos: que son una prolongación de humanidad de Cristo en la que Él continúa haciendo resplandecer su Rostro[10].
El mártir, maravillosamente es por ello vértice de la santidad por su total conversión a Cristo, Hijo de Dios, Verbo encarnado en el tiempo, que concluye en la cruz la obra salvífica comenzada públicamente en las orillas del Jordán. Cristo ha advertido a sus discípulos que tenían que estar dispuestos a "beber de su mismo cáliz"[11], y por lo tanto a rubricar con el martirio la salvación recibida en el Bautismo; de esta manera se conforman con su Maestro[12]. El mártir reconoce y participa radicalmente en todo esto. La santidad es obra del Espíritu Santo. Sólo Él realiza aquella incorruptibilidad que el fuego del juicio no podrá consumir, cuando la paja de todas las obras humanas desaparecerá en el fuego[13]. El mártir vive como unidad que mide la vida, como criterio de orientación en las circunstancias de la vida, la subordinación de los criterios humanos a la inteligencia de la fe y la inteligencia de la fe a la gracia. En su pasión el mártir enseña cuál es la única historia en la que el tiempo adquiere un sentido perenne. El motivo profundo del martirio, el único posible del verdadero martirio cristiano, es la comunión con Cristo en su pasión y muerte, para alcanzar la resurrección y la victoria con Él sobre el pecado y la muerte. Tal es el motivo formal del martirio de parte del mártir. Aquí radica la unión profunda y significativa con la Eucaristía como celebración de tal Misterio. Así lo percibe la Iglesia ya desde sus albores y lo confiesa con gestos litúrgicos: el día de su muerte es cuidadosamente anotado y litúrgicamente celebrado como día de fiesta para toda la comunidad; se comienza enseguida a celebrar litúrgicamente su memoria en un contexto litúrgico, leyendo durante la celebración eucarística sus pasiones y las actas del martirio con su doxología litúrgica final (alabanza y gloria a la Trinidad Santa); se visitan devotamente sus sepulcros; se les adorna y se les embellece con frescos, pinturas, mosaicos y mármoles, que cuidan con primor; los cristianos anhelan ser enterrados cerca de ellos en espera de la resurrección, porque están convencidos de su poderosa intercesión ante Dios; se dan las peregrinaciones a sus sepulcros; los peregrinos escriben cerca de sus sepulcros sus invocaciones, a veces llenas de candor como se ven en algunos grafitti de las catacumbas en Roma; se reúnen para celebrar la Eucaristía en esos lóculos (capillitas) de los mártires, sobre sus sepulcros o en los lugares de su martirio; asocian así, en una palabra, el culto de los mártires a la Santa Eucaristía.
Se levantarán – en cuanto sea posible– las primeras basílicas en su honor; comenzarán así las basílicas-memoria de los mártires. Sus restos, tras el martirio, son siempre recogidos con exquisito amor por los cristianos; se veneran sus reliquias, que son ávidamente buscadas, conservadas, veneradas e invocadas en todas las necesidades temporales o espirituales. Su nombre es impuesto a los hijos para que tengan un protector en el cielo; las comunidades cristianas los eligen como sus tutelares y a ellos les dedican sus templos y lugares de reunión (iglesias). Nacen así exquisitas formas de devoción cristiana hacia ellos y en torno a ellos. Esto perdura hasta nuestros días y se ha visto con claridad en la historia de los santos mártires mexicanos. Y este es el sentido de las beatificaciones y canonizaciones por parte de la Iglesia: su reconocimiento auténtico de martirio y de culto cristiano consecuente.Todos estos aspectos los vemos en los casos de los Mártires mexicanos.
3.- ¿QUÉ SIGNIFICA CANONIZAR Y BEATIFICAR UN MÁRTIR?
Por ello, los criterios requeridos por la Iglesia para las beatificaciones y canonizaciones de los mártires son muy precisos: a) la muerte por causa de la fe; que hayan sido perseguidos, atormentados y asesinados por odio a la fe; y que por lo tanto, los perseguidores, lo hayan hecho directa o indirectamente por este motivo fundamental; b) que hayan voluntariamente aceptado la muerte por amor de Dios, de Cristo, de la fe o de las virtudes cristianas con ella relacionadas; c) que la muerte violenta sea testimoniada por testigos oculares dignos de fe o por documentos fidedignos.
Estas personas podrán ser declaradas mártires en el sentido canónico (reconocido como tal por la Iglesia), después de los debidos procesos a nivel diocesano primero, y luego en Roma, a nivel universal. Será abierta una investigación para ver si tal persona muere por su testimonio de la fe, tiene después de su muerte la reputación de ser mártir en la comunidad cristiana, y si existen signos de tal fama y si se atribuyen a la intercesión del mártir milagros, gracias y favores materiales y espirituales. En en el caso de supuestos milagros se deben someter a la pericia científica y teológica correspondiente de comisiones de expertos nombrados por la Santa Sede, y luego ser reconocidos por ésta y por el Santo Padre, el Papa.
4. LA MEMORIA DE LOS MÁRTIRES.
¿Qué nos sugiere por lo tanto la memoria de los santos mártires? Ante todo que el martirio es la consecuencia más lógica, en un cierto sentido, de la conciencia de la pertenencia eclesial a Cristo, y una confesión de la misma que se celebra en la Eucaristía. Solamente una conciencia de pertenencia eclesial clara puede generar la pasión por el anuncio cristiano. Como escribe el cardenal Ratzinger: un cristiano, gracias a su experiencia del Señor resucitado, está llamado a ser para los demás un punto de referencia[14]. Un creyente que se deja formar y conducir en la fe de la Iglesia, debería ser, con todas sus debilidades y dificultades, una ventana para la luz del Dios Viviente. Contra las fuerzas que intentan sofocar la verdad, contra ese muro de prejuicios que bloquea en nosotros la mirada sobre Dios, el creyente está llamado a ser una fuerza antagonista. Una fe, todavía en sus comienzos tendría que apoyarse sobre él. Como la mujer pecadora samaritana, cambiada tras el encuentro con Jesucristo en aquel pozo de Sicar y que se convierte en una misionera de Jesucristo que invita a sus paisanos a venir a El; así la fe de los creyentes es por esencia un punto de referencia en la búsqueda de Dios en la oscuridad de un mundo ampliamente hostil a Dios (cfr. Juan 4).
En este contexto, como recuerda el cardenal Ratzinger en el libro antes citado, la Iglesia primitiva, tras el fin de los tiempos apostólicos, desarrolló como Iglesia una actividad misionera relativamente reducida, y sin embargo su tiempo es un periodo de un gran éxito misionero. La conversión del mundo antiguo al cristianismo no fue el resultado de una actividad planificada, sino que fue el fruto de la prueba de la fe en el mundo como se hacía visible en la vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia. La invitación real, de experiencia en experiencia, y nada más, fue, humanamente, la fuerza misionera de la Iglesia antigua. La comunidad de vida de la comunidad cristiana invitaba a la participación a esta vida, en la que se descubría la verdad de la que procedía ella. Los cristianos testimoniaban tal vida con el martirio, si se les pedía tal opción definitiva, y lo consideraban la gracia (el carisma) más grande que Dios les podía conceder. La percepción de la importancia fundamental del testimonio dado a la pertenencia a Cristo en la carne de su Iglesia con la sangre, explica el por qué la Iglesia ya desde los primeros momentos de su historia ha reconocido en el martirio la primera y original forma de santidad canonizada; y el por qué la Iglesia mira a los mártires como a aquellos cristianos que continúan presentes en la vida de la Iglesia intercediendo por ella, animándola y dándole fuerza y haciendo lo mismo por todo el mundo, como asociados a Cristo en su única y definitiva obra salvífica.
5. LOS PERSEGUIDORES DEL PASADO…
Las persecuciones anticristianas comenzaron prácticamente al día siguiente de Pentecostés, cuando la comunidad de los discípulos del Señor Jesús ha proclamado a los cuatro vientos el mismo día de Pentecostés, el acontecimiento de que el Reino de Dios había llegado en Jesucristo. De que Él era el señor y el Salvador de todos, de la historia humana, el cumplimiento de las promesas de salvación que durante tanto tiempo la humanidad había esperado, y que el Pueblo judío, elegido por Dios desde Abraham, había constantemente implorado y esperado. El Cristo era la plenitud de los tiempos. La misma Salvación encarnada. Tal fue el anuncio de Pedro a cuantos lo escucharon en mismo día de Pentecostés, según nos narran los hechos de los Apóstoles[15].
Enseguida empezaron las contraposiciones y las persecuciones por parte del sanedrín (senado religioso de los hebreos de entonces) y de la “sinagoga” (simbólicamente se indican los opositores en el mundo hebreo del naciente cristianismo) como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles y en los primeros escritos del Nuevo Testamento, como las cartas de san Pablo y otros escritos. El primer mártir cristiano será el diácono Esteban, precisamente una víctima de aquella oposición y persecución violenta; el segundo será el apóstol Santiago el mayor, por orden del tetrarca o rey Herodes[16]. Pero las mayores persecuciones y las más sistemáticas en la iglesia primitiva vendrán del Poder político y cultural del entonces Imperio Romano, empezando por la famosa persecución de Nerón y seguida por tres siglos de duras persecuciones alimentadas y promovidas por el Estado Romano; aquellas persecuciones alcanzarán el zenit de su violencia sistemática y bien estudiada para arrancar de cuajo la experiencia cristiana, especialmente en los siglos III y IV. El Poder estatal y cultural dominante no toleraba en absoluto, la pretensión de los cristianos de poner a Cristo al centro de la historia y de la vida, y por lo tanto el proclamar la libertad de la persona en materia religiosa y los derechos fundamentales que de allí nacían, de frente a la pretensión totalitaria de un Estado que se consideraba único referente y punto de moral para la vida individual y social.
Pero aquellos perseguidores o no habían tenido experiencia directa de Cristo, o eran lo que vulgarmente se dice “paganos”. Es decir, en la historia de las persecuciones anticristianas del pasado, los perseguidores no eran cristianos. Así pasó con las autoridades romanas durante las primeras persecuciones de la Iglesia primitiva; tampoco eran cristianos los antiguos reyes de Persia o muchos de los reyes y jefes tribales de antiguos pueblos europeos y asiáticos que persiguieron a los cristianos, como tampoco lo eran los emperadores japoneses, chinos o del antiguo Vietnam, ni los califas, sultanes y emires islámicos, ni el rey Mwanga de Buganda (Uganda, África) a finales del siglo XIX, ni muchos otros reyes, jefes de tribus o mandatarios de estados y reinos en diversas partes del mundo. También, en la época moderna y contemporánea, muchos perseguidores del Cristianismo no han sido o no son cristianos, como en el caso de las persecuciones comunistas en China, Vietnam, Corea del Norte, Camboya ,y en muchos países asiáticos; tampoco lo son las autoridades islámicas de los tiempos más recientes que hostigan o persiguen a los cristianos en Sudán, Arabia Saudita o los responsables fundamentalistas islámicos de algunas matanzas de cristianos en Argelia, Nigeria, Filipinas y Medio Oriente, Indonesia y en otros lugares.
6. …Y DE LOS TIEMPOS RECIENTES E INCLUSO DEL PRESENTE.
No será así en la historia de persecuciones y martirios en la edad moderna y contemporánea. Muchos de los perseguidores más cínicos, violentos y sanguinarios de nuestros tiempos han sido personas bautizadas en la fe cristiana -tal ha sido el caso de México-. Se impone por ello una pregunta: ¿Existe alguna diferencia entre los mártires del siglo XX y los de los siglos anteriores en la historia de la Iglesia?
Uno de los primeros perseguidores bautizados y apóstatas de la fe cristiana fue precisamente el emperador usurpador romano Juliano “el apóstata” (360–363) en la segunda mitad del siglo IV. El caso se repetirá luego a lo largo de la historia hasta nuestros días. Especialmente a partir de la ruptura de la unidad cristiana en los tiempos de la Reforma protestante, nos encontramos con cristianos, pertenecientes a confesiones diversas, que hostigan, e incluso matan, en nombre de la propia religión a sus adversarios. Se trata de una de las páginas más dolorosas y escandalosas de la historia de los cristianos. Por ello el Papa Juan Pablo II, en ocasión del año santo del 2000, pedía perdón públicamente por las responsabilidades que en el campo católico han tenido muchos fieles e incluso las supremas autoridades eclesiásticas (basta recordar algunos tristemente famosos procesos inquisitoriales de la edad moderna).
Son hechos traumáticos del pasado, cuyas heridas no han cicatrizado del todo en algunos lugares. Hay que reconocer que a lo largo de la historia nos encontramos con gente que se profesa religiosa y usa la violencia y la muerte infligida a otras personas en nombre de Dios; a veces entre los mismos cristianos. Las tristemente dramáticas guerras de religión europeas entre católicos y protestantes en los siglos XVI y XVII, la historia de la Inquisición etc., son un triste ejemplo de ello. Las persecuciones por motivos religiosos entre musulmanes y católicos en siglos pasados son otro doloroso ejemplo, como lo recordaban en Estambul – Constantinopla, el papa Benedicto XVI y el patriarca Bartolomé I durante la visita del primero a Turquía, en de noviembre de 2006.
Sin embargo, un hecho todavía más dramático y doloroso, es que algunos de los más feroces e inhumanos de los perseguidores a partir de la Revolución francesa, han sido cristianos que, de hecho, han apostatado de su fe. Esta historia de perseguidores "apóstatas" comienza entonces; muchos políticos de gobiernos liberales con tintes masónicos, o de exponentes de sistemas sociales radicales y anticlericales o antieclesiásticos a lo largo de los siglos XIX y XX, han hostigado a la Iglesia y, consecuentemente, a muchos cristianos, sin profesar siempre explícitamente una apostasía. Este tipo de perseguidores han abundado en muchos países de antiguas raíces católicas, tanto en Europa como en América Latina. Queda abierta una pregunta, y es la del por qué de este fenómeno tan concretamente localizable.
Otro tipo de perseguidores de los cristianos en el siglo XX han sido algunos sistemas totalitarios que han querido manipular al hombre según su propia ideología. Tal es el caso de los sistemas comunistas, fascistas y nazis, según modalidades características de cada sistema y en cada país. En la historia de estos totalitarismos destacan algunos auténticos tiranos del hombre y de la sociedad, presentados por la propaganda o la historiografía actual con colores diversos, según los casos, pero que se han demostrado siempre cínicos y feroces. Para la vida de la Iglesia o para la vida de los Derechos Humanos, personajes como Lenin, Stalin, Hitler, Himmler y muchos otros, sobre todo en la Europa de mediados del siglo XX, han sido siempre definitivamente negativos y crueles. Podrán diferenciarse en sus métodos y en sus actuaciones en cada caso, pero todos han querido, de hecho, humillar profundamente al hombre; lo han querido convertir en un engranaje de su poder y proyecto social; han querido en definitiva borrar de cuajo la imagen de Dios en el hombre, y por ello la presencia cristiana de sus respectivos países. Para obtenerlo no han dudado en usar todos los medios que la mente humana puede imaginar. Generalmente estos personajes representan a grupos de poder, o a posiciones ideológicas que han visto en el Cristianismo un obstáculo para alcanzar sus fines, o su ideal de sociedad.
El aspecto más dramático del caso es que, con frecuencia, estos perseguidores eran cristianos bautizados. Tal ha sido el caso de Rusia, México, Alemania, los Países Balcánicos, España y otros países de la vieja Europa cristiana. ¿Cómo se explica esto, y cuál es la diferencia con los perseguidores no cristianos, sobre todo los antiguos?
Ante todo, hay que hacer notar que el Evangelio ha sido anunciado, y ha sido con frecuencia corporativamente conocido y acogido por el pueblo al que pertenecían estos perseguidores. No hay que olvidar que la propuesta de salvación se realiza en la historia humana en el respeto total de la libertad personal. Se trata de un acto eterno y divino, que si determina un orden, lo hace implicando totalmente la libertad del hombre como adhesión al bien sumo. El filósofo alemán Johann Gustav Droysen afirma: "Jesucristo, salvador del mundo, suscita de manera radical las libertades creadas; viene para sanar las libertades prisioneras, para que, a través de la gracia, se conviertan en libertades rescatadas".
Este célebre filósofo de la historia, subraya como la fuerza de la libertad humana reside en la capacidad que Dios ha dado a su criatura, la persona, y que por ello el hombre ejercita precisamente su libertad en la medida que está abierto al misterio. Esto es el sentido religioso del hombre. Escribe el filósofo de la Historia: “La fuerza vital del movimiento histórico es la libertad. En otros tiempos, la palabra libertad fue entendida con otros significados. En un primer momento tuvo un significado solamente negativo. Libertad significa poder participar sin impedimentos a cada una de las esferas morales, sin que la una disturbe o disminuya la participación de la otra, y sin que alguna quede excluida. Cada esfera moral exige que el hombre se le dé enteramente, con frecuencia exclusivamente. Del choque de los deberes, que procede siempre dolorosamente y termina con frecuencia trágicamente, la naturaleza humana, finita, está bajo el postulado de la libertad”. Droysen sigue luego desarrollando el tema de la libertad, mostrando como
“...el problema de la vida histórica no se mueve en la falsa alternativa de libertad o necesidad. La necesidad es lo opuesto al arbitrio, al caso, a la inutilidad, es el incoercible de ver, ser del bien, es la moralidad… la suprema libertad es vivir para el bien supremo, para el fin de los fines, hacia el que se mueve todo movimiento; y la historia es la ciencia de este moverse. Por lo tanto la real y plena libertad del hombre moral [...]”. Y continúa: “Aquí se encuentra la admirable profundidad de la doctrina cristiana; la fuerza inagotable de su vida histórica: en el hecho de que ella comprendido y expresado, por vez primera y para siempre, la naturaleza personal del hombre, con toda la plenitud de pecado, impotencia, elección; por lo tanto después del cristianismo toda la verdadera evolución que sucede en la vida de la humanidad traerá solamente una mayor y más profunda comprensión de su doctrina, puedes poner solamente aquella doctrina misma, extendiéndola más rica y más libremente”[17].
A través de la fe, los hombres entran en la historia salvífica. La fe un es acto sobrenatural que implica y trasciende el tiempo; a través de este acto el hombre llega a la salvación, cuyo centro es Cristo. Sin embargo, puede haber personas que rechacen la llamada del Señor, aunque hayan escuchado su palabra, o hayan formado parte de su pueblo. Estas personas entran en el número de cuantos San Pablo indica como vivientes "en el borde de la perdición" (2 Cor. 2, 15). Ellos mismos se juzgan, y transforman el tiempo de la salvación en tiempo de condena. Hay que subrayar que se trata de un tiempo, por lo tanto no existe nada definitivamente fijado. Cristo obra todavía allí y el hombre puede convertirse siempre, ayudado por la gracia. El hombre cristiano es capaz de transfigurar la profundidad del tiempo porque es transfigurado en la profundidad de su misma alma. Con la gracia entra en la comunión con la vid y la eternidad misma de Jesucristo.
Pero, de la misma manera, el hombre puede rechazar este don y entrar en el grupo de los que se oponen a Cristo: los que dejan "el cenáculo", como dice el Evangelio de Juan hablando de Judas, y añadiendo: "era de noche". Por lo tanto pueden llegar a ser opositores tenaces de Cristo y de su Cuerpo. Como dice San Agustín, entran así a formar parte de una especie de "cuerpo misterioso del Diablo". Un escritor francés, François Mauriac, escribía a mediados del siglo XX que el pecado de estos apostatas cristianos de hoy, de alguna manera es dramáticamente más grave, precisamente porque han conocido, en una manera u otra, a Cristo. Hay que recordar que la Iglesia primitiva consideraba a la apostasía como el mayor o más grave de todos los pecados: era el rechazo explícito de Cristo, mientras que el martirio era visto como la más grande forma de santidad cristiana, don o gracia sin parangón que convertía al mártir en "otro Cristo", en su pasión redentora y en su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte.
Los mártires actuales se presentan hoy a veces "menos gloriosos" que los del pasado. Frecuentemente no conocemos los detalles de su martirio, e incluso el mismo hecho es explícitamente silenciado. Paradójicamente, hoy que los medios de comunicación social han alcanzado un inmenso poder, el martirio de muchos cristianos es censurado; también ésta es una forma artera de persecución. Frecuentemente son perseguidos y martirizados en secreto. Muchos languidecen todavía hoy en las cárceles y en los gulags [los campos de concentración de trabajos forzados soviéticos] modernos. Nunca sabremos cuántos son, ni dónde se encuentran, ni dónde han sido sepultados. Son historias muy diversas de los mártires de las persecuciones romanas; sus contemporáneos sabían quiénes eran, cuántos eran y cómo morían, ya que el martirio normalmente era un hecho que se llevaba a cabo delante de todos.
El hecho moderno del silencio sobre el martirio, o de su secreto querido por los perseguidores, no quita valor alguno al martirio como uno de los dones o carismas más preciosos que Dios da a su Iglesia. Esto la Iglesia lo ha subrayado siempre en las canonizaciones de los mártires. El martirio es también uno de los síntomas de la vida y fecundidad de una Iglesia que reconoce la presencia viva del misterio en sus mártires y en sus santos. Los más de nueve mil que Juan Pablo II beatificó o canonizó a lo largo de su pontificado expresan precisamente la fecundidad de muchas Iglesias particulares.
7. ¿QUIÉNES SON LOS MÁRTIRES HOY?
¿Hay que hablar de "tierras de mártires" o, más bien, de "tierras de violencia"? Existen hoy regiones donde los hechos de violencia física, con asesinatos, incluso masivos, están al orden día. Entre las víctimas se cuentan numerosos cristianos de todo género de vida eclesial. ¿Deben ser llamadas "tierras de mártires" o más bien "tierras de violencia"?
Hay en el mundo inmensos campos de refugiados dispersos por todas partes, creados por la intransigencia humana, en los que la falta de medicinas, higiene y alimentación adecuada, produce millares de víctimas. Algunos hablan de estos campos de refugiados como de una nueva y artera versión de los campos de exterminio y de lugares de "martirio". En este sentido, estas víctimas inocentes con frecuencia entran en la categoría de que habla Il'ja Semenenko-Basin. Recientemente ha habido también cristianos que han sido muertos como víctimas de estas injusticias, o a causa de su compromiso por defender a estas víctimas. ¿Hay que considerar mártires también a estos cristianos?[18]
En muchos casos específicos bien se pueden llamar "tierras de mártires" o de "martirio", en cuanto que los casos de violencia querida o planificada son claramente queridos para eliminar la incómoda presencia de Cristo en sus cristianos, especialmente misioneros. Muchas veces estos cristianos, con sus voces o sus acciones, gritan esa presencia; actúan en favor de los más inermes. Muchas veces esa presencia puede ser silenciosa, como en el caso de los monjes cistercienses de Argelia, pero que habla por sí sola, y por esto es también eliminada físicamente.
Esta clase de martirio sólo se entiende si se tiene muy en cuenta la inmersión de estos cristianos en el pueblo al cual han sido enviados. Con frecuencia su martirio es fruto de esa "inmersión". Lo normal es que no sean mártires aislados, sino que mueren porque están profundamente conexos con una "tierra de mártires"; frecuentemente porque son testigos incómodos de injusticias, o luchadores en favor de la justicia, incluso con su sola presencia, como fue el caso de los Hermanos Maristas españoles asesinados en 1996 en Bukavu, Zaire, (hoy de nuevo Congo), o de los 18 misioneros combonianos muertos en Sudán, en Uganda o en Brasil al final de los años setenta y en los ochenta. Algo semejante puede decirse de los monjes cistercienses, asesinados en Argelia por el fundamentalismo islámico extremista. Hay también bastantes cristianos inocentes que han sido masacrados, frecuentemente con traiciones y falsas promesas de protección, en Rwanda, sea durante el atroz genocidio de 1994, sea después.
"Tierra de mártires" sería el Congo: de los diversos centenares de misioneros y misioneras sacrificados durante la revolución "simba" de los años sesenta del siglo XX, especialmente en las regiones de Isiro, (donde fue martirizada la beata Clementina Anwaraite), y Kisangani, (en esta ciudad, la antigua Stanleyville, fueron muertos no menos de 2000 laicos cristianos, maestros, catequistas, y más de un centenar de misioneros y misioneras, durante la revolución de los Simba de 1964). "Tierra de mártires" sería el Sudán, donde el fundamentalismo islámico radical intenta eliminar el Cristianismo desde que se proclamó la independencia del país en 1956: ha producido numerosos mártires entre catequistas y cristianos, y también algunos sacerdotes, como el comboniano sudanés Bernabé Deng en 1965.
"Tierra de mártires" sería también la América Latina, donde numerosos cristianos, sacerdotes y religiosos han sido muertos explícitamente porque resultaban "incómodos" para el Poder político o económico local, o porque eran defensores de los más inermes, especialmente los indios, como en el caso del Brasil. "Tierras de mártires" son los inmensos países de Asia Oriental, como China, Corea del Norte, Vietnam, Camboya, Laos... donde el hecho del martirio de los cristianos es cotidiano, aun en los principios del Tercer Milenio.
Nunca como hoy en la historia de la Iglesia, el calendario ha estado lleno con tantos nombres de mártires. De 1937 a 1997 han sido más de 1000 los misioneros y misioneras que aparecen en este elenco, sin contar los que quedaron sin nombre, por haber caído bajo bombardeos, o que desaparecieron en el último conflicto mundial. Este calendario se enriquece cada año con nombres nuevos. En 1997 fueron asesinados 25 misioneros, sin contar los 40 seminaristas del Seminario de Buta, en Burundi, masacrados a fines de abril de 1997. Las Obras Misionales Pontificias de Roma han preparado ya en 1998 un calendario-martirologio donde aparecen los nombres, las fechas y los lugares donde, por ser misioneros, fueron asesinados. El mismo Organismo añade a éstos una lista, (que dice ser incompleta) de los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos consagrados muertos durante el curso de los acontecimientos que han ensangrentado la vida de Ruanda. Son 3 obispos, (el arzobispo de Kigali y los obispos de Byaumba y Kabgayi), 87 sacerdotes diocesanos y sacerdotes misioneros, 47 religiosos, (entre hermanos legos y sacerdotes: ruandeses y europeos), 60 religiosas, (casi todas ruandesas), 10 miembros de institutos seculares, y más de una veintena de laicos, auxiliares del apostolado[19]. A la luz de estos hechos hay que preguntarse: ¿Quién es hoy el mártir, y si todos los que han sido muertos violenta e injustamente por diversos motivos pueden ser llamados mártires. Hay que distinguir con claridad los diversos casos y modalidades.
8. ¿MÁRTIRES, O VÍCTIMAS DE LA INJUSTICIA Y LA VIOLENCIA?
Escribe el teólogo ruso Il'ja Semenenko-Basin: "Los creyentes, y querría precisar de inmediato: no sólo los cristianos, han padecido en la URSS las peores humillaciones, que periódicamente se transformaban en verdaderas y propias persecuciones [...] hay que hallar palabras nuevas para hablar de lo que se ha descubierto en el martirio cotidiano por la fe en la URSS [...] Desde un principio el martirio cristiano ha sido un modo de testimoniar a Cristo, la elección de estar al lado de Cristo frente al odio del mundo. Pero en el siglo XX se ha asesinado sin siquiera ofrecer a las víctimas la posibilidad de abjurar. Siendo así, no tenemos que ver sólo con personas a quienes se les propuso la vida y la libertad a cambio de la abjuración, las cuales, por no abjurar, escogieron renunciar a la vida y a la libertad mismas. En los acontecimientos que nos interesan, a los verdugos ni siquiera les pasó por la cabeza preguntar a la víctima de quién o de qué cosa querría abjurar. La víctima, a veces, no ha tenido siquiera la posibilidad de formular de modo articulado su propio testimonio cristiano. De este modo la experiencia del martirio en la URSS está señalada por la ausencia de vías de escape, por quedar atrapadas y por la imposibilidad de salir de aquella situación, como también sucedió a las víctimas de los campos de concentración nazis. ¿Podemos, entonces, llamar mártires a estar personas? Sería más justo hablar, para ser exactos, de víctimas inocentes, de personas a las que se les inflingió y han vivido los sufrimientos de la Pasión[20]. En la URSS también hubo mártires en el sentido antiguo del término, pero más frecuentemente el creyente era condenado por el simple hecho de ser creyente y de no corresponder a los estándares impuestos por el Estado. El imperio tenía necesidad de esclavos para sus experimentos sociales, por tanto, ni siquiera renegando de su fe se hubiera podido salvar. Los creyentes, en último análisis, fueron condenados sólo porque continuaban siendo personas"[21]. Este juicio puede también, en buena parte, aplicarse a los asesinatos realizados, por ejemplo, por el régimen nazi, especialmente en Polonia, y también por los regímenes comunistas. ¿Y el caso de México?
En el caso de la persecución religiosa en México hay un punto central que emerge siempre y es el de la pasión de sus mártires y confesores por la Iglesia, como lugar donde Cristo prolonga en el tiempo y en el espacio su Presencia. Esta Iglesia de Cristo no solamente incluye a cuantos han sido santificados por el bautismo y participan de los sacramentos como fuentes de la gracia (lo que se llama en el catecismo la Iglesia Militante), sino también a cuantos viven ya definitivamente en el regazo o seno de la eternidad divina (la Iglesia Triunfante). Entre estos ciertamente resplandecen los mártires, los testigos que han sellado con su sangre el misterio de su pertenencia a Cristo.
Estos mártires son por ello, para cuantos vivimos sumergidos dentro del espacio temporal de este mundo, un modelo y una ayuda. Por ello la Iglesia a lo largo de los siglos los ha indicado como regla de vida cristiana; tal es el sentido de las beatificaciones y canonizaciones de los mártires. Además, todos los mártires se nos presentan como modelos de humanidad, que por ello embellecen el camino de la Iglesia. Son como compañeros de ruta para hombres y mujeres de todos los tiempos, y también expertos de humanidad, coherencia de vida, y paz verdadera. En este sentido, los mártires son indicadores seguros de los valores que permanecen en la vida, de la auténtica humanidad imaginada y creada por Dios, “la gloria de Dios es el hombre vivo”, como escribía San Ireneo. Es decir que el hombre se realiza plenamente cuando pone a Dios en el centro de su vida; lo reconoce como fundamental y absoluto (“Sólo Dios”). En este sentido el mártir da cumplimiento pleno de su vida adhiriéndose totalmente a Dios por encima de todos los intereses aparentemente humanos. En ellos resplandece la belleza inagotable de Dios, y en ellos Dios habla continuamente a las personas, hombres y mujeres sobre lo fundamental, lo permanente y lo único que importa en la vida.
En este sentido los mártires son siempre reflejos infinitos y continuos de la gloria de Dios; por ello la fantasía y la creatividad que expresan los mártires en sus variados martirios no tiene límites. Y por ello, mismo como diría el conocido teólogo Hans Urs Von Baltasar, su testimonio y su santidad son notas de aquella sinfonía armoniosa que expresa la historia de la santidad de la Iglesia en sus mártires y santos, y que es una alabanza perenne a Dios. Por ello mismo la comunidad cristiana, desde sus comienzos, intuye que la gracia del martirio es un don de Dios mismo que refleja la donación total de su hijo Jesucristo en su ofrecimiento supremo durante su pasión y muerte. La Iglesia desde sus comienzos sintió la exigencia de acercarse a los mártires y de unirse a ellos, por ejemplo, en la celebración de la Eucaristía sobre sus reliquias en los altares, como expresión de aquel amor total y como necesidad de agradecimiento y glorificación a Dios Padre uniéndose al Santo entre los santos; es decir, a su hijo Jesucristo. Venerando a los mártires se unía al canto de alabanza que ellos daban a Dios como el Único, ofrendando su vida y prefiriendo a la misma vida la dignidad y la belleza de la vida entregada por Él.
Además, según nos indica San Ireneo, la “visión de Dios es la vida del hombre”, es decir la vida del mártir o la vida de un cristiano o cristiana sellada con el martirio, muestra a las claras el sentido profundo que él o ella dan a la propia vida. A veces nos encontramos, y nos llama la atención el hecho de mártires muy jóvenes, como en el caso de José Sánchez del Río, o de algunos niños cuyos nombres nos resultan anónimos en Guadalajara, de jóvenes campesinos, obreros, estudiantes e intelectuales, de sacerdotes apenas ordenados o de sacerdotes más maduros. Todos estos casos nos manifiestan las posibilidades infinitas en las que la persona manifiesta su total adhesión a Dios independientemente de las circunstancias de su edad, de su trabajo, de su profesión o estado de vida (sacerdote, hombre o mujer casados, religiosos, personas adultas, o jóvenes que viven una vida normal como solteros o solteras etc.); es decir en todos estos casos vemos las posibilidades infinitas en que Dios llama a los hombres y mujeres para que manifiesten plenamente la gloria de Dios. Por ello la Iglesia a lo largo de los siglos, no cesa de canonizar a los mártires. Y lo hace para recordar a hombres y mujeres independientemente de su edad y de su estado de vida la fuerza inagotable, las posibilidades, y los caminos variados que pueden seguir para manifestar la gloria de Dios y la plena realización de la persona en su libertad y destino.
Por ello el mártir denuncia siempre la miopía de los totalitarismos ideológicos y de sus prejuicios y torturas que pretenden doblegar a las personas a proyectos y esquemas abstractos, frecuentemente fijados por escrito y puestos en marcha con la violencia. Por ello, el martirio es siempre una protesta libre contra todos los proyectos que pretenden seducir o violentar la libertad de las personas; contra todas las mistificaciones y masificaciones; contra todos los totalitarismos e ideologías inhumanas que a veces, precisamente en nombre de revoluciones y de proyectos ideológicos engañosos, se resuelven en mentiras grandiosas y en aniquilamiento mismo de la persona humana; por ello el mártir es siempre un apóstol y un testigo de la libertad y de la dignidad de la persona y de todas sus posibilidades; descubre ante la violencia del mundo, la riqueza inagotable del corazón de la persona y de todas sus posibilidades tal cual Dios la ha creado. El martirio es por ello el anuncio mismo reacontecido en el mártir de cuanto vivió Cristo mismo en el momento de su pasión y muerte: el amor brindado por Dios a toda la humanidad, para reconstruirla en su plan primero sobre ella, y reconducirla totalmente a su destino. El mártir cree en Jesús Señor y Cristo (es decir Señor y Salvador), como se expresa San Pedro en los Hechos de los Apóstoles el mismo día de Pentecostés, dando razón del por qué ellos, los apóstoles, anunciaban a Cristo, (Hech. 2, 32-36). El mártir no da a Dios algo de sí, sino toda su persona sin reservas ni condiciones.
Las figuras de los mártires son siempre para los cristianos un motivo de esperanza, la demostración de que Dios cumple sus promesas a través de historias humanas concretas, y que a través de los mártires Dios nos va poniendo en sus vidas ofrecidas sin reservas señales en el camino que debemos seguir para llegar a la meta final a la que todos estamos llamados. Son por ello señales inequívocas, sin ambigüedades, seguras en el itinerario. Quien sigue las huellas de los mártires no se arriesga nunca a perder el camino.
Pero hay que tener presente que en la historia de los mártires, -y esto se ve con una fuerza única en el caso de los mártires mexicanos-, este amor total a Dios no aliena o arranca al mártir del tiempo presente y/o lo inhibe en el compromiso humano según su estado de vida. Así vemos en el caso de México mártires totalmente comprometidos en la vida política o en la lucha por la libertad religiosa y cívica, a jóvenes profundamente atraídos por el amor a la libertad a la Iglesia, que muestran un vigor y una fuerza única unidas al gozo del testimonio, o a sacerdotes que desarrollan su ministerio sacerdotal en las más variadas circunstancias donde su misión sacerdotal los ha colocado. Es decir, viven con espíritu y con corazón de testigos, la esperanza cristiana. Y la viven con paz, gozo y libertad. Todo esto no quiere decir que el mártir no sufra la tentación de renunciar a la esperanza y de perder la memoria del sentido que da valor a su vida y que le orienta en el camino al que está llamado a seguir.
Pero la fuerza de la gracia que él libremente acoge, lo ayuda a superar los baches del camino y a evitar los precipicios de esas tentaciones. Por ello para el cristiano mirar a los mártires tiene un sentido profundo: centrar la propia vida en el camino sin desviaciones, y dar razón de la propia esperanza cristiana, como lo recuerda San Pedro en su Primera Carta (cfr. 1Pe. 3,15): ciertamente los mártires muestran la luz de la meta a la que todos los cristianos estamos llamados a llegar. Con frecuencia los cristianos sentimos el aguijón de tentaciones, flaquezas y también la experiencia de caídas. Sin embargo el mártir es siempre, como recordaba San Ambrosio en una de sus famosas homilías sobre los mártires milaneses de la persecución romana, sostén y estímulo en nuestras debilidades. Es decir, son una fuerza de gracia que estimula al cristiano en su vida para caminar por una senda que a veces aparece como imposible para las fuerzas o imaginaciones humanas, como lo demuestra cada una de las historias de los mártires mexicanos.[22]
Además, si miramos objetivamente la historia de la Iglesia, encontramos en ella momentos penosos, tiempos opacos, miserias sin fin en muchos de sus miembros, necesidades a las que debe responder. Y junto con esta historia a veces triste y gris, vemos alternarse mezclada en ella, como las venas de oro en una montaña de tierra y piedra, la presencia de sus mártires y sus santos. En este sentido ellos son una palabra y un juicio acontecido; es decir, la realización histórica visible y palpable del pensamiento de Dios sobre su plan y su proyecto sobre los hombres. Lo que el hombre lleva grabado en su corazón, en la tabla viva de su corazón, el sentido religioso, su ansia de felicidad eterna que está en el origen de todos sus movimientos y actuaciones (aunque a veces inconscientes o no claramente expresadas), Cristo, el Hijo de Dios Encarnado nos lo ha revelado y le ha dado cumplimiento total a través del misterio de su vida, de su muerte y de su resurrección. Pues bien, el mártir es el testigo eficaz de esto y por ello siempre a lo largo de la historia sabe hablar con especial intensidad y dentro de las más diversas situaciones históricas a su tiempo y a los tiempos que seguirán.
Por ello el redescubrimiento de los mártires de tiempos pasados y especialmente de aquellos más cercanos a nosotros, arroja siempre una luz sobre los problemas más candentes de nuestro tiempo; le ofrece un juicio positivo y una indicación concreta que valen mucho más que todos los discursos abstractos. Como decía el conocido teólogo Bruno Forte: “Los mártires todavía hablan y siguen hablando para nosotros con voces de la única palabra de Dios, que en ellos se ha hecho acontecimiento, vida, participación compartida. Oír este mensaje tan nuevo y sin embargo tan antiguo exige un corazón acogedor que sepa tener el sentido de las cosas de Dios y que se abra a Él en la invocación de la oración: «el mártir enciende por contagio en los corazones la pasión por la verdad, sin la cual no es posible encontrar el sentido de la vida ni las razones para prodigarla por los demás con generosidad en las elecciones concretas del momento»”[23]
Precisamente por ello, por la riqueza del significado que tiene el testimonio dado a Cristo y a su Iglesia hasta la muerte, en las “voces” de este Diccionario dedicadas a los mártires mexicanos, están citados sus testimonios cuando nos han dejado algo por escrito, o recogido en las memorias de quienes los conocieron, y los testimonios vivos, lapidarios y sencillos de los testigos de su vida, de los compañeros de su camino, y con frecuencia incluso de los testigos oculares de su detención y de su martirio. Son todos ellos testimonios sacados de los rigurosos procesos sobre el martirio de cada uno, conducidos por la Congregación Vaticana para las Causas de los Santos. Muchos de esos mártires desaparecieron, casi confundidos en el torbellino de violencias que cruzaron los aires del México de aquellos años. Sus voces emergerán poco a poco cuando aquellos vientos se calmen. Pero nunca se perdieron o se olvidaron, como lo demuestran los testimonios recogidos en los citados procesos.
Los casos de estos mártires forman también parte del martirologio cristiano, especialmente del siglo veinte, en las persecuciones llevadas a cabo por diversos tipos de totalitarismos estatales e ideológicos. Algunos casos son muy recientes y cercanos temporalmente a nosotros, como lo que les pasó a un grupo de siete monjes de la abadía Trapense de Tibhirine en Argelia, secuestrados el 26 de marzo de 1996 por un grupo de islamistas fanáticos. Durante dos meses nada se supo de ellos. El 21 de mayo, un comunicado sobrecogedor de los fundamentalistas islámicos anunciaba: «Les hemos cortado las gargantas a los monjes». El día 30 del mismo mes fueron hallados los cadáveres. Se trataba de una muerte anunciada que estos monjes habían podido prever en la fe. Lo atestigua el testamento espiritual de su prior, el hermano Christian de Chergé, espléndido ejemplo de cómo el martirio es el coronamiento de toda una vida de fe y amor a Cristo y a su Iglesia:
«Si un día me aconteciera --y podría ser hoy-- ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el Islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del Islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integralismos de sus extremismos. Argelia y el Islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista: ¡Que diga ahora lo que piensa! Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este “gracias”, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este “gracias” y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá»(Padre Christian M. de Chergé, Prior del monasterio de Nôtre-Dame del Atlas en Tibhirine, Argelia: Argel, 1 de diciembre de 1993 - Tibhirine, 1 de enero de 1994)[24].
9. ¿QUÉ ES EL MARTIRIO CRISTIANO Y CUÁL ES SU ESPECIFIDAD?
El Catecismo de la Iglesia Católica (§ 2473) afirma qué: “el martirio es el testimonio supremo que se da a la verdad de la fe; indica un testimonio que lleva hasta la muerte”. Esta definición del martirio toma la del Papa Benedicto XIV, que en pleno siglo XVIII considerada como la expresión más precisa de la doctrina cristiana sobre el martirio: “El martirio es la muerte voluntariamente aceptada o por el ejercicio de una de las virtudes que tienen que ver con la fe”[25].
Por parte suya, el Concilio Vaticano II en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (n.42), presenta así el martirio: “Habiendo Jesús, hijo de Dios, manifestado su amor, dando por nosotros su vida, ninguno tiene amor más grande que aquel que da la vida por él y por sus hermanos (cfr. 1 Jn. 3,16; Jn. 15,13). Por lo tanto, ya desde los primeros tiempos algunos cristianos han sido llamados, y lo serán siempre, a dar este testimonio supremo de amor ante los hombres, y especialmente ante los perseguidores. Por lo tanto el martirio, con el cual el discípulo se asemeja al Maestro que libremente acepta la muerte por la salvación del mundo y que se conforma a él con efusión de la Sangre, es estimado por la Iglesia como un don insigne y suprema prueba de su amor. Y si bien, es solamente a algunos pocos que les es concedida esta gracia, todos tienen que estar dispuestos a confesar a Cristo entre los hombres y a seguirlo en el camino de la Cruz durante las persecuciones que no faltarán a la Iglesia”.
10. ¿CÓMO VE LA IGLESIA A LOS MÁRTIRES?
El mártir ha sido siempre acogido desde los comienzos de la Iglesia como testimonio y presencia del misterio de Cristo. En la Pasión de Perpetua y Felicidad (bajo el emperador Septimio Severo) se dice: “Lo que hemos escuchado y tocado nosotros se lo comunicamos también a ustedes hermanos e hijos; para que también ustedes que estaban presentes hagan memoria de la gloria del Señor y para que ustedes que lo vendrán a saber a través de este escrito, puedan entrar en comunión con los santo mártires y, a través de ellos con Nuestro Señor Jesucristo”. Pueden variar las circunstancias y las modalidades del martirio pero estas variedades no empañan su sentido como juicio de Dios, como Historia.
Todos los santos son una prolongación de humanidad en la que Cristo continúa haciendo resplandecer su rostro (cfr. Lumen Gentium, 40). El sentido de la presencia de los santos junto a Cristo, ha sido percibido por la conciencia de la Iglesia en su historia de muchas maneras. La primera forma de santidad canonizada fue precisamente la de los mártires. Cristo está presente en el mártir, como repiten con insistencia los primeros escritores cristianos. En el mártir se manifiesta con fuerza el poder de la misericordia de Cristo y de su gracia. Por esto los mártires interceden continuamente por nosotros ante Dios, y por esto los cristianos recogen sus cuerpos, su sangre y hasta la arena o tierra impregnada por ella; guardan sus cuerpos cuando pueden; les dan sepultura; veneran sus reliquias; basta recorrer las catacumbas y las basílicas romanas para ver cuanto queda. Es significativo notar que, quizá sin saberlo, pero por aquel sentido de la fe que permanece en el pueblo cristiano, lo mismo hicieron los católicos mexicanos tras el martirio de sus mártires. La santidad del mártir no es visto por ello como un hecho de un pasado que ya no vuelve; ni como un sacrificio titánico; ni como una victoria personal, fruto de una vida virtuosa. El martirio es una gracia que sigue actuando después de la muerte de mártir; de él se beneficia todo el cuerpo eclesial. La fecundidad de su martirio no se agota, como recordaba tertuliano: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”.
11. ¿CUÁLES SON LOS ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL MARTIRIO CRISTIANO?
El Vaticano II describe así los elementos fundamentales: “Por lo tanto el martirio, con el cual el discípulo se asemeja al Maestro que libremente acepta la muerte por la salvación del mundo y que se conforma a él con efusión de la Sangre, es estimado por la Iglesia como un don insigne y suprema prueba de su amor” (Lumen Gentium, 42);
Los Padres de la Iglesia han visto el martirio como “Un segundo bautismo”, “una segunda regeneración”, cuya eficacia proviene de la pasión de Cristo. Por esto la Iglesia ha hecho memoria de los mártires desde los primeros momentos de su historia, como reconocimiento de la presencia continua de Cristo en la vida humana. La canonización de los mártires no es por ello una venganza sobre los enemigos o los perseguidores de la Iglesia del pasado, ni tampoco es un querer levantar monumentos a héroes antiguos y venerables; es la confesión de la Presencia de Cristo ayer y hoy; es hacer memoria de la vocación esencial del cristiano. Por ello el martirio manifiesta no sólo la verdad de Cristo, sino también la verdad de la Iglesia.
San Agustín dice que no es la pena de la muerte sufrida lo que constituye el martirio, sino la causa de esta muerte es la que convierte la persona de un cristiano en mártir. Escribe el gran Padre de la Iglesia: "A los mártires no los forja la pena, sino la causa [por la que mueren]. Porque si la pena crease mártires, todos los campos de trabajos forzados estarían llenos de mártires, todas las cadenas arrastrarían mártires, todos los que mueren a espada, serían premiados".[26]
El mártir cristiano no muere por una ideología o por motivos políticos o en defensa de algunos valores comunes. Muere por su fidelidad a la persona de Cristo, que vive en su Iglesia. Esta presencia de Cristo es la esencia del hecho cristiano y por lo tanto del martirio. Es conmovedor el que esta experiencia se exprese con claridad lapidaria en el caso de los mártires de México que mueren gritando “Viva Cristo y Rey. Viva la Virgen de Guadalupe” Este «Viva» expresa totalmente una presencia actual y no solamente un recuerdo de algo ya pasado y muerto.
En la tradición de la Iglesia, los elementos del martirio - que deben ser siempre simultáneos- son siempre dos: el testimonio público a favor de Cristo y la muerte voluntariamente aceptada para confirmarla, por una parte; y por la otra, el odio explícito a Cristo, a su Iglesia, o a cuanto Cristo y la Iglesia representan, por parte del perseguidor. Por ello el objeto del testimonio no es una causa cualquiera, sino aquella sufrida para testimoniar todo lo que confesamos en el Credo y abraza por lo tanto todas las expresiones de la fe.
12. ¿QUÉ PIDE LA IGLESIA PARA RECONOCER O CANONIZAR Y BEATIFICAR UN MÁRTIR?
En la Iglesia el martirio está considerado como el más alto carisma de la caridad de Cristo en la vida del cristiano; y porque se trata de un acontecimiento salvífico, debe tener un carácter público. Es decir, la gente tiene que darse cuenta de ello. Por esto la Iglesia verifica el hecho del martirio con rigurosa precisión (a esto sirven los llamados “procesos del martirio”), y se pronuncia sobre él con un acto solemne, jurídico y público propio de su misión; lo lleva a cabo la suprema autoridad de la Iglesia, el Papa, o los obispos en comunión con él y por mandato de él. Se llama canonización cuando el Papa interviene directamente con su magisterio solemne e infalible según la doctrina de la Iglesia, o cuando se lleva a cabo a través de su mandato en los llamados “casos de beatificación”, que son en realidad el primer paso seguro que acaba en la canonización. Tanto en un caso como en otro, la tradición de la Iglesia exige algunos milagros, verificados técnica y teológicamente, y que son como certificados sobrenaturales de la santidad o del martirio en el caso de las canonizaciones. Por todo ello tiene que tratarse de hechos históricos controlables desde un punto de vista documental. Cierta y seguramente se dan casos de martirio conocidos solamente por Dios; de estos casos la Iglesia ni entra ni juzga en ellos. Y además, hay muchos seguramente desconocidos en la historia. Los casos de martirio son sometidos por la Iglesia a una serie de estudios, de verificaciones, y de pruebas históricas y jurídicas muy rigurosas, porque la Iglesia no procede a una declaración de martirio en un caso concreto, si no está fuertemente segura de él.
Desde tiempos muy antiguos la Iglesia ha establecido algunos elementos jurídicos para establecer un caso de martirio. Estos elementos son los siguientes: La existencia y la comprobación de un perseguidos por una parte y la del mártir por la otra; son los elementos personales; la muerte del mártir que es el elemento material; el odio a la fe cristiana como motivo de la tortura, violencia y muerte del mártir por parte del perseguidor, por una parte; y en amor y la fidelidad a Cristo por parte del mártir y por lo tanto su libre voluntad de aceptar la muerte por Él, sin rencor y sin odio a quien ordena su muerte. Estos se llaman elementos formales o las causas del martirio. A estos elementos hay que añadir otro más, y es que la muerte no haya sido provocada de manera orgullosa y desafiante por la víctima (el hipotético mártir)[27]. Al mismo tiempo, una vez sometido a la violencia de carácter moral o físico durante la persecución, la cárcel o los momentos de torturas y en aquellos previos a su asesinato o muerte, su perseverancia hasta el final; éste sería un elemento moral importante y necesario en las causas de martirio. Todos estos elementos son tenidos en cuenta en los procesos de martirio para llegar al éxito final de su declaración concreta en cada caso.
El martirio es siempre “Un testimonio de la fe” pero es al mismo tiempo “Un testimonio, una prueba suprema de amor, un martirio de la caridad”, como afirma el Vaticano II (Lumen Gentium, 42). Algunas veces este segundo aspecto es subrayado más que el primero, por lo que se podría también hablar del martirio de cuantos son asesinados o mueren como consecuencia extrema de caridad heroica, ya que “Ninguno muestra un amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos” (cfr. Jn 15,13). Un caso clásico de este tipo de martirio sería el de San Maximiliano Kolbe, quien tomó el lugar de otro preso condenado a muerte en el campo de concentración nazi de Auschwitz. El padre Kolbe llevó a cabo este gesto por su amor a Cristo; fue por lo tanto testigo absoluto de la caridad de Cristo hacia su prójimo. Este mismo caso fue aplicado por Juan Pablo II a 108 mártires polacos de la persecución nazi en Polonia y que fueron canonizados el 13 de junio de 1999. Algunos murieron en campos de concentración, victimas de gestos heroicos de caridad en la asistencia de otros compañeros presos. Otros se dejaron arrestar o aprehender porque quisieron estar cerca de sus fieles, llenos de terror y desesperación en aquellos momentos trágicos; es el caso de algunos sacerdotes. Otros fueron aprehendidos para evitar las detenciones de otras personas inocentes que habrían podido esconderse y huir.
Un caso muy conocido en Italia es el de un sargento de la policía italiana (carabinieri) llamado Salvo d’Acquisto, un jóven de 23 años, que el 23 de septiembre de 1943 fue fusilado en un poblado maritimo cerca de Roma por un grupo de SS alemanas durante la ocupación nazi de Roma . El joven suboficial, detenido junto con otros 22 civiles del lugar, acusados falsamente de terrorismo, estaban para ser fusilados; ya habían sido obligados a excavar su propia tumba, cuando el joven policía pidió al comandante alemán morir él sólo ocupando el lugar de aquel grupo de civiles, casi todos padres de familia y gente totalmente inocente. El oficial acogió aquel ofrecimiento y ordenó su inmediato fusilamiento, dejando libres a todos los demás. También en el caso de México encontramos varios casos de mártires que se ofrecieron como víctimas antes de cometer una injusticia, o que fueron asesinados por permanecer fieles a su misión y no abandonar a su grey; tal es el caso de algunos sacerdotes; en otros casos nos encontramos con simples paisanos que mueren por haber escondido o acompañado a sacerdotes perseguidos; en otros, a soldados que prefirieron morir antes de asesinar o disparar sobre sacerdotes condenados a muerte; se trata generalmente de gente común, pero que demostraron sus profundas convinciones de fe cristiana en esta forma. Son sin duda algunos auténticos mártires, como en los otros casos recordados.
En resúmen: los criterios exigidos por la Iglesia para las canonizaciones o beatificaciones de los mártires son muy precisos: a) que hayan sido martirizados por odio a la fe; b) que hayan aceptado la muerte voluntariamente por amor de Dios, de Cristo, de la fe cristiana o de las virtudes cristianas confesadas (por ejemplo, la libertad religiosa, la justicia, la virginidad o castidad, o cualquiera de las virtudes llamadas cardinales o morales); c) que la muerte violenta haya sido testimoniada con gestos, transmitidos por testimonios o con documentos dignos de fe. Estos cristianos pueden ser declarados mártires después de una serie de procesos jurídicos, que se llaman canónicos (es decir, que siguen las normas del Derecho Eclesiástico) y que comienzan en las diócesis o lugares donde se han dado los martirios correspondientes. Luego estos procesos se acabarán en Roma, ante la autoridad competente nombrada por el Papa o finalmente por él mismo. Hay que estudiar y verificar la existencia de la fama de martirio entre los fieles y la existencia de pruebas y de signos de esto, como también la de milagros o gracias recibidas por los fieles a través de su intercesión, tales milagros deben ser estudiados y verificados con un proceso de carácter científico y con otro de carácter teológico.
13. ¿PUEDEN DARSE CASOS DE MARTIRIO CON MODALIDADES NUEVAS?
Juan Pablo II en la encíclica Tertio Millennio Adveniente (n. 22), afirma que la fe cristiana se interesa de todos los aspectos de la vida, sin excluir ninguno, por ello toda la realidad es arrasada por Cristo. Los mártires cristianos son en este sentido una expresión de tal “abrazo”. ¿Cómo aplicar este principio fundamental de la tradición de la Iglesia a los casos de martirio en la compleja edad contemporánea y en concreto a los numerosos casos de la persecución religiosa en México?
En la edad antigua, después de acabarse las persecuciones sangrientas contra los cristianos, la Iglesia comienza a venerar otra forma de santidad cristiana canonizada: la santidad monástica o de aquellos que han consagrado totalmente su vida a la contemplación de Dios en lo que hoy llamaríamos la vida religiosa, o retirándose a una vida de carácter anacorético, cenobítico o monacal, o a cuantos o cuantas han decidido libremente vivir dentro de la sociedad humana en virginidad; es decir, sin casarse por motivos de consagración total a Cristo. Este tipo de vida, si es realizada en una total donación y verificada como tal luego de la muerte, fue visto por la Iglesia primitiva como una nueva forma de martirio. De hecho este concepto se extendió con fuerza a cuantos consagraban su vida en la virginidad cristiana y lo encontramos expresado frecuentemente en los escritos de los Padres de la Iglesia. El monje o la virgen cristiana, era aquél o aquella que, teniendo sólo a Cristo como único sentido de su vida (en griego “monakos”), renunciaba a un estado de vida, casado por ejemplo, para vivir totalmente según la modalidad de Cristo con su Padre celestial.
En este sentido eran también “mártires”, es decir testigos de tal modalidad de relación. Pero además fueron considerados como “mártires” todos los que habían sufrido por la ortodoxia de la fe católica frente a los primeros vientos de las desviaciones o herejías. Tal fue el caso sobre todo de San Atanasio, el gran luchador a favor de la fe católica durante los tiempos azarosos de la herejía arriana del siglo IV que estaba apoyada por el poder imperial romano. De hecho San Atanasio sufrió cinco veces el destierro por parte del emperador romano Constancio II. Otro caso significativo fue el de San Martín de Tours (Francia) quien en aquellos tiempos de paganismo difundido, evangeliza los pueblos, ranchos y aldeas del corazón de Francia; crea parroquias y monasterios por doquier y se acerca incansablemente a los más pobres. En ambos casos fueron considerados santos equiparados a los mártires o confesores claros de la fe cristiana. También aquí nos encontramos con numerosos casos de la historia de los tiempos de la persecución en México. A mi modo de parecer entran en este caso el ya canonizado San Rafael Guizar y Valencia, y también otras figuras de grandes obispos como Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, quien sufrió como San Atanasio cinco veces el destierro; Silviano Carrillo Cárdenas, obispo de Culiacán; José Soledad Torres Castañeda, primero obispo de Ciudad Obregón (Sonora); José Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla; Luís María Martínez, arzobispo de México; Leonardo Castellanos, obispo de Tabasco y otros muchos, tanto obispos como laicos de los que habría que hacer memoria. A todos ellos se les puede aplicar sin dudarlo el título de confesores de la fe.
Don Bernardo Olivera, abad general de la orden Cisterciense, recordando al grupo de monjes asesinados en Argelia en 1996 y que ya hemos recordado daba las razones de su martirio cuando afirmaba: “Desde el martirio del combate espiritual hasta el martirio de la sangre derramada, es el mismo grito que llama al perdón y al amor de los enemigos. La vida es más fuerte que la muerte: el amor tiene la última palabra”. Y concluía invitando a todos a “hacer resonar la voz de nuestros mártires” en el perdón y en una vida de fiel consagración a Dios. Lo mismo vale para cuantos en la historia de la persecución de México y en otros lugares del mundo han ofrecido su propia vida como testigos de Cristo, de su misericordia y de su perdón, de su caridad y de su amor por la libertad de las persona. Las condiciones para el reconocimiento del martirio son siempre aquellas que nos llevan explícitamente a Cristo. Por lo cual el martirio comporta siempre un seguimiento explícito de Cristo y una participación confesada al misterio de su muerte salvífica a favor de la humanidad. Recordamos de nuevo lo que afirmaba San Agustín (Discurso 169) cuando escribía que el martirio no lo hacía la pena o el sufrimiento, sino la caridad: “Efectivamente, si en ti se encontrase la caridad de Dios participarías en los sufrimientos de Cristo y serías un auténtico mártir”.
El martirio no solamente ha sido considerado por la Iglesia como la forma más eminente de santidad cristiana, sino también como la forma más precisa de misión y de proclamación del Evangelio. Ya la palabra griega “marturien” ha sido usada como “proclamación y revelación de Cristo”. De aquí viene la palabra Mártir, así para los Hechos de los Apóstoles, anuncio del evangelio y testimonio del mismo van juntos. No se anuncia un mensaje abstracto, sino el acontecimiento de Cristo y su salvación que crean un Mundo Nuevo. Tal proclamación y testimonio encuentran en el martirio su cúlmen, precisamente gracias a su participación al misterio de la redención operada por Cristo. Como afirmaba el entonces Cardenal Ratzinger comentando la encíclica de Juan Pablo II Veritatis Splendor (el Esplendor de la Verdad): “Los mártires nos enseñan el camino para comprender a Cristo y para entender que cosa significa ser hombre [persona]. Son ellos la verdadera apología del hombre [de la persona] y muestra como la criatura no es fracaso del Creador”.
14. NUEVA TIPOLOGÍA DE MÁRTIRES HOY
Juan Pablo II canonizó el 10 de octubre de 1982 al franciscano polaco padre Maximiliano María Kolbe, muerto en el campo de exterminio nazi de Auschwitz-Oswiecim el 14 de febrero de 1941, al ofrecerse en sustitución de otro condenado a muerte en una represión. Fue un gesto supremo de caridad. Era la primera vez que en la historia de la Iglesia se consideraba este nuevo tipo de martirio. El hecho ha abierto otros casos, como el del policía italiano Salvo D'Acquisto, fusilado cerca de Roma para salvar a otros 22 civiles condenados a ser fusilados, también en una represión por las SS nazis. Las condiciones históricas y sociales del mundo actual han cambiado, por lo que la Iglesia ha creído necesario ampliar el concepto tradicional de martirio, tal cual la hemos descrito. La muerte de estos cristianos se debió a un gesto supremo de caridad al pedir sustituir a otros compañeros de detención destinados a una muerte inicua y segura. Se señala hoy cómo el gesto es fruto del inseparable amor total a Dios y al prójimo.
En tal sentido, la aplicación de la experiencia tradicional del martirio cristiano se ampliaba a cuantos siguen las huellas de Cristo, que ha muerto en cruz ofreciendo su vida por la salvación del mundo. Quien da un testimonio así sacrificando su vida, ofrece un testimonio perfecto de su fe; da, como escribe el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, n. 42) "un testimonio máximo del amor" pues sigue, literal y libremente, los pasos de su Maestro que ha derramado su sangre por la salvación del mundo. Más adelante, el mismo Concilio afirma que los mártires son "aquellos que ofrecen un testimonio supremo de su fe y de su caridad con la efusión de su sangre" (Lumen gentium, n. 50; Gaudium et spes, n. 21). La consecuencia es que en la pa¬norámica del martirio cristiano, éste se puede dar en situaciones muy variadas. Uno puede ser mártir no sólo por dar su vida profesando explícitamente su fe cristiana, sino también por una serie abundante de motivos que se refieren o tienen que ver con el orden querido por Dios, con el amor al prójimo y con todo lo que la ley moral natural exige, como recordaba santo Tomás.[28]
Para establecer que nos encontramos con un verdadero martirio se exige que nos encontremos ante un acto humano, de carácter rigurosamente personal, consciente y voluntario como es el testimonio. Este testimonio está sostenido por Dios, y por ello es un acto claramente sobrenatural. Éste es el punto clave para ver cuándo se dan los casos de martirio, sin perderse en los laberintos de declaraciones, intenciones y sentimientos de los ejecuto¬res, cuyos mandantes se esconden con frecuencia detrás del anonimato de un sistema o de una cadena indefinida de agentes sin rostro. Hay que sacar a la luz la pureza del testimonio en un ambiente hostil a Cristo, por razones estructurales y fundamentales, hostilidad de la que es víctima indudable el protagonista o víctima de la persecución. Da igual partir del odio a la fe por parte del perseguidor, o de la aceptación total de la fe por parte del mártir: se llegará a conocer el fondo de los verdaderos motivos del martirio. El mártir conoce y ama hasta la muerte a su Señor; los otros no pueden formular con exactitud su oposición por el sencillo motivo que no lo conocen o no lo pueden conocer a la luz de sus propias ideologías.
Por todo ello, hoy, respetando siempre el concepto clásico de martirio, se han abierto nuevas pistas que nos conducen a modalidades que hoy se presentan cada día con mayor frecuencia y de modo nuevo. Además, este nuevo y cada vez más frecuente estilo de martirio, tiene un valor apologético de la fe. Es un signo con el que Dios certifica su palabra. Por ello es una gracia que Él da cuando quiere para certificar o anunciar su acción en la historia, y en tal sentido el martirio continúa siendo "semilla de nuevos cristianos". Toca a la Iglesia señalar cuándo se dan estos signos que indican la existencia de un verdadero martirio; y esto supone conocimiento y respeto de las leyes particulares de este lenguaje específico. Para ello hay que ponerse en sintonía con la fuente original de los signos. Tratándose de signos divinos, es necesario tener presente que normalmente Dios dirige simultáneamente palabra y sello de autenticidad de la palabra a todos sus hijos. Esto es el milagro, que es algo que todos los fieles pueden ver, y que el sentido de la fe en ellos les hace comprender su mensaje. El pueblo de Dios es el mejor equipado para comprenderlo, ya que él es el destinatario del testimonio. Sobre todo aquella parte del pueblo formada por fieles sencillos, ani¬mados por el Espíritu Santo que les capacita para acoger tales signos[29]. Los mártires, como todos los demás santos, son verdaderos iconos (imágenes) de la grandeza y de la potencia del hombre, espejo de la grandeza de Dios: "La gloria de Dios es el hombre viviente" ("Gloria Dei, Vivens homo"), como escribía san Ireneo.
Notas y referencias
- ↑ El libro sagrado del Islam, El Corán, se refiere a este tipo de testimonio en Q (Corán)112: 1-4.
- ↑ Q (Corán)47: 4.6; 3: 169; 61: 11-12; 22: 58-59; 9: 88-89.111
- ↑ Cfr. en Atti dei martiri: Martirio de San Justino, VI, 1-2, Ed. Paoline, Milano 1985, 123-128. Para las Actas de los mártires cfr.: Sisto COLOMBO, Atti dei Martiri, SEI, Torino 1928; M. PELLEGRINO, Letteratura greca cristiana, Ed. Studium, Collezione Universale n. 45, Roma 1963; IDEM, Letteratura latina cristiana, Ed. Studium, Collezione Universale n. 48, Roma 1957.
- ↑ TERTULIANO, De pudititia, 22; P.L. 2, 1027.
- ↑ TERTULIANO, De pudititia, 22; Patrologia Latina 2, 1027: “[...] Ac tu iam et in martyres tuos effundis hanc potestatem, ut quisque ex consensione vincula induit adhuc mollia, in novo custodiae nomine, statim ambiunt moechi, statim adeunt fornicatores, iam preces circumsonant, iam lacrymae circumstagnant maculati cuiusque; nec ulli magis carceris redimunt, quam Ecclesiam perdiderunt “
- ↑ EFREN, Sermones exegetici: In Isaiam 26, 10, in ROUET DE JOURNEL, Ecnhiridion Patristicum, 726, Barcinone 1951, 253-254 : "Ecce iam vita in ossibus martyrum: quis dicat ea non vivere? Ecce monumenta viva, et quis de hoc dubium movet? Arces sunt inaccessibiles, a latronibus immunes, civitates munitae, a predatoribus tutae, turres altae et validae ei qui illis refugium habet, immunes ab occisoribus, ad quas mors non appropinquat. Qui invidia et perfidia consumitur, animam corrumpente veneno, ex illis accipit auxilia ut cesset venenum neque noceat".
- ↑ AMBROSIO, De viduis liber unus, IX, 55; PL, 2, 1, 251 : "Martyres obsecrandi, quorum videmur nobis quodam corporis pignore patrocinium vindicare. Possunt pro peccatis rogare nostris, qui proprio sanguine, etiam si qua abuerunt peccata, laverunt; isti enim sunt Dei martyres, nostri praesules, speculatores vitae actumque nostrorum. Non erubescamus eos intercessores nostrae infirmitatis adhibere quia ipsi infirmitatis corporis, etiam cum vincerent, cognoverunt"
- ↑ Ps. 22, 32.
- ↑ Cfr. Lumen Gentium, 3, 5, 7, 8).
- ↑ Cfr. Lumen Gentium, 40.
- ↑ Cfr. Mt 20, 20-23; Mc 10, 35-40.
- ↑ Cfr. A. D'ALES, Tertulliani de baptismo, Roma 1933; M. VILLER, Martyre et perfection, en "Rev. asc. Myst.", VI (1925), 3-25; Le martyre et l'ascése, Ibidem, 105-142.
- ↑ Cfr. Mt 3, 12.
- ↑ RATZINGER Joseph, Auf Christus Schaulen; en italiano : Guardare Cristo. Esercizi di fede, speranza e carita, Jaca Book, Milano 1989; en español : Mirar a Cristo Ejercicio de fe esperanza y amor, Edicep, Valencia 2005².
- ↑ Hechos, 2.
- ↑ La narración de estos martirios pueden verse en los Hechos de los Apóstoles capítulos 10 y 12, seguidos por otros intentos de eliminar a otros apóstoles.
- ↑ DROYSEN, J.G. Sommario di Istorica, Trad. Ital. Florencia 1943, 41-42; 60-61. Este filósofo de la historia desarrolla precisamente estos pensamientos en varias de sus obras. En definitiva: los perseguidores del cristianismo, persiguen o niegan la verdadera experiencia de libertad humana, que es como querer cancelar o borrar el sentido mismo de la vida humana. Aquí se plantea y se injerta el derecho fundamental a la libertad religiosa que desde siempre los regímenes totalitarios, incluido el caso que nos ocupa de las persecuciones en México, se han siempre empeñado en limitar, regular o negar.
- ↑ ARCONADA, G. La tierra de los mártires, en Vida nueva (Madrid), 11 de octubre (1997) 31.
- ↑ Un dono per tutti. Martirologio 1937/1997, Ed. Pontificie Opere Missionarie, Via Propaganda l/c, Roma 1998.
- ↑ "Los que han sufrido la Pasión", en ruso strastoterpcy: se trata de santos muy venerados por la Iglesia rusa, los cuales, como los príncipes Boris y Gleb, sufrieron siendo inocentes y murieron sin resistir a los agresores, conformándose de ese modo con Cristo.
- ↑ SEMENENKO-BASIN, IL'JA L'esperienza della fede e la testimonianza dei credenti, en La Nuova Europa (Seriate, Bergamo), 6 (1999), 244-245.
- ↑ En el presente Diccionario están descritas las historias de cada uno de ellos
- ↑ FORTE, Bruno “El Martirio y los nuevos mártires”. Conferencia en la Congregación Vaticana para el Clero, 28 de Mayo de 2000. en www.clerus.org.
- ↑ Testamento espiritual del P. Christian, prior del monasterio, traducido del árabe y publicado en italiano en L’Osservatore Romano, 1 de junio 1996; se puede ver en la revista “Il Dialogo-AlHiwar” (Turín), 1 (1999); y en su sito Internet: info@centro-peirone.it/alhiwar/1999/1_99/199-5.htm-11k
- ↑ BENEDICTO XIV, Opus de Servorum Dei Beatificatione et de Beatorum Canonizatione, L. III, Prato 1841, Cap. XI-XX, 106-243.
- ↑ AGUSTIN, Enarrationes in Psalmum 34: “Martyres non facit poena sed causa. Nam si poena martyres faceret, omnia metalla martyribus plena essent, omnes catenae martyres traherent, omnes qui gladio feriuntur, coronaretur”.
- ↑ Aquí está una de las diferencias sustanciales o radicales con los suicidas voluntarios u obligados en el caso de los kamikaces japoneses de la Segunda Guerra mundial, o los que en tiempos más recientes se sacrifican en los atentados terroristas de raíz islámica fundamentalsita.
- ↑ (5. Th. IIIlq 124, a 5 c).
- ↑ JUAN PABLO II, homilía en la canonización de san Maximiliano Kolbe, 10 de octubre de 1982: Acta Apostolícae Sedis, 74, 1982, 1219-1229; las mismas ideas en bula de canonización: Acta Apostólicae Sedis, 76,. 1984, 5-11.
BIBLIOGRAFÍA
A. D'ALES, Tertulliani de baptismo, Roma 1933; M. VILLER, Martyre et perfection, en "Rev. asc. Myst.", VI (1925), 3-25; Le martyre et l'ascése, Ibidem, 105-142.
AGUSTIN, Enarrationes in Psalmum 34: “Martyres non facit poena sed causa. Nam si poena martyres faceret, omnia metalla martyribus plena essent, omnes catenae martyres traherent, omnes qui gladio feriuntur, coronaretur”. AMBROSIO, De viduis liber unus, IX, 55; PL, 2, 1, 251 : "Martyres obsecrandi, quorum videmur nobis quodam corporis pignore patrocinium vindicare. Possunt pro peccatis rogare nostris, qui proprio sanguine, etiam si qua abuerunt peccata, laverunt; isti enim sunt Dei martyres, nostri praesules, speculatores vitae actumque nostrorum. Non erubescamus eos intercessores nostrae infirmitatis adhibere quia ipsi infirmitatis corporis, etiam cum vincerent, cognoverunt" Atti dei martiri: Martirio de San Justino, VI, 1-2, Ed. Paoline, Milano 1985, 123-128. Para las Actas de los mártires cfr.: Sisto COLOMBO, Atti dei Martiri, SEI, Torino 1928; M. PELLEGRINO, Letteratura greca cristiana, Ed. Studium, Collezione Universale n. 45, Roma 1963; IDEM, Letteratura latina cristiana, Ed. Studium, Collezione Universale n. 48, Roma 1957. BENEDICTO XIV, Opus de Servorum Dei Beatificatione et de Beatorum Canonizatione, L. III, Prato 1841, Cap. XI-XX, 106-243. EFREN, Sermones exegetici: In Isaiam 26, 10, in ROUET DE JOURNEL, Ecnhiridion Patristicum, 726, Barcinone 1951, 253-254 : "Ecce iam vita in ossibus martyrum: quis dicat ea non vivere? Ecce monumenta viva, et quis de hoc dubium movet? Arces sunt inaccessibiles, a latronibus immunes, civitates munitae, a predatoribus tutae, turres altae et validae ei qui illis refugium habet, immunes ab occisoribus, ad quas mors non appropinquat. Qui invidia et perfidia consumitur, animam corrumpente veneno, ex illis accipit auxilia ut cesset venenum neque noceat". El Corán, libro sagrado del Islam, se refiere a un tipo de testimonio religiosos, diferente tipo de testimonio en Q (Corán)112: 1-4; Q (Corán)47: 4.6; 3: 169; 61: 11-12; 22: 58-59; 9: 88-89.111 FORTE, BRUNO, “El Martirio y los nuevos mártires”. Conferencia en la Congregación Vaticana para el Clero, 28 de Mayo de 2000. en www.clerus.org. ARCONADA, G. La tierra de los mártires, en Vida nueva (Madrid), 11 de octubre (1997) 31. SEMENENKO-BASIN, IL'JA. L'esperienza della fede e la testimonianza dei credenti, en La Nuova Europa (Seriate, Bergamo), 6 (1999), 244-245. DROYSEN, J.G. Sommario di Istorica, Trad. Ital. Florencia 1943, 41-42; 60-61. JUAN PABLO II, homilía en la canonización de san Maximiliano Kolbe, 10 de octubre de 1982: Acta Apostolícae Sedis, 74, 1982, 1219-1229; las mismas ideas en bula de canonización: Acta Apostólicae Sedis, 76,. 1984, 5-11. L’Osservatore Romano, 1 de junio 1996; se puede ver en la revista “Il Dialogo-AlHiwar” (Turín), 1 (1999); y en su sito Internet: info@centro-peirone.it/alhiwar/1999/1_99/199-5.htm-11k RATZINGER, JOSEPH, Auf Christus Schaulen; en italiano : Guardare Cristo. Esercizi di fede, speranza e carita, Jaca Book, Milano 1989; en español: Mirar a Cristo Ejercicio de fe esperanza y amor, Edicep, Valencia 2005². TERTULIANO, De pudititia, 22; Patrologia Latina 2, 1027: “[...] Ac tu iam et in martyres tuos effundis hanc potestatem, ut quisque ex consensione vincula induit adhuc mollia, in novo custodiae nomine, statim ambiunt moechi, statim adeunt fornicatores, iam preces circumsonant, iam lacrymae circumstagnant maculati cuiusque; nec ulli magis carceris redimunt, quam Ecclesiam perdiderunt “ Un dono per tutti. Martirologio 1937/1997, Ed. Pontificie Opere Missionarie, Via Propaganda l/c, Roma 1998.
FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ