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− | Algunos investigadores han visto en este sistema relacional un mecanismo de dominación. Para la mayoría de los autores que sostienen esta posición, la traza española separada de los barrios indios representa un intento por mantener la limpieza de sangre española y sus privilegios. Algunos otros defienden la idea de que a los barrios indios les dejaron las peores condiciones de vida, con las peores tierras y sin posibilidad de acceso a los recursos naturales: | + | Algunos investigadores han visto en este sistema relacional un mecanismo de dominación. Para la mayoría de los autores que sostienen esta posición, la traza española separada de los barrios indios representa un intento por mantener la [[LIMPIEZA_DE_SANGRE_Y_NOBLEZA_DE_LOS_INDIOS | limpieza de sangre]] española y sus privilegios. Algunos otros defienden la idea de que a los barrios indios les dejaron las peores condiciones de vida, con las peores tierras y sin posibilidad de acceso a los recursos naturales: |
[En el oriente de la ciudad] grupos bien diferenciados de indígenas (45.3%) compartían desigualmente la tierra y la escasa agua dulce con españoles (30.6%) y mestizos (15.8%). En este último caso, es factible observar la continuidad del patrón de segregación racial y ambiental urbano puesto en funcionamiento desde el siglo XVI. Para finales del siglo XVIII en esta franja, la asignación de los recursos permitió de alguna manera la continuidad más real que imaginaria de las “dos repúblicas”. | [En el oriente de la ciudad] grupos bien diferenciados de indígenas (45.3%) compartían desigualmente la tierra y la escasa agua dulce con españoles (30.6%) y mestizos (15.8%). En este último caso, es factible observar la continuidad del patrón de segregación racial y ambiental urbano puesto en funcionamiento desde el siglo XVI. Para finales del siglo XVIII en esta franja, la asignación de los recursos permitió de alguna manera la continuidad más real que imaginaria de las “dos repúblicas”. | ||
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Revisión actual del 05:25 16 nov 2018
Sumario
LA REPÚBLICA DE INDIOS DE LA CIUDAD DE LOS ÁNGELES
Cuatro fueron las condiciones jurídico-políticas que aglutinaron en un sistema de interacciones a la ciudad: 1) ciudad de españoles con su respectivo cabildo como representante de la república de españoles; 2) sede de obispado y asiento del cabildo catedralicio; 3) barrios organizados en una República de Indios con su propio cabildo; y 4) sede del poder real como cabecera de partido, representado por el alcalde mayor y, después de las reformas borbónicas, su gobernador-intendente.
Las cuatro instituciones jurídicas son condiciones que regulaban todo el sistema relacional que se producía y reproducía dentro de la ciudad. Es decir, a partir de la fundación de la ciudad como asentamiento español y cabecera de partido, más el cambio de proyecto con la incorporación de barrios indios que no estaban contemplados en el plan original,[1]y el posterior traslado de la sede del obispado de Tlaxcala a la Puebla,[2]se inició un proceso que no se limitaba estrictamente a lo urbanístico, político, social y económico, expresado en un sentido de legalidad jurisdiccional civil y canónica, sino que establecía un sistema de relaciones en el espacio social cargado de simbolismo y capital cultural, distinto al de otras ciudades, villas y pueblos.[3]
La convergencia de las realidades de la ciudad novohispana del siglo XVI, entre las cuales se encontraba Puebla de los Ángeles, con las teorías urbanísticas renacentistas y los ideales de la ciudad cristiana católica, dieron origen a la normatividad jurídica que permitió hacer de la ciudad un proyecto tan exitoso.[4]
Fue a partir de esa convergencia que se organizaron los espacios siguiendo las normas establecidas en las Ordenanzas de descubrimiento y población,[5]la primera ley urbanística del mundo moderno occidental, que señalaba a la traza como sinónimo de ciudad, de orden.[6]En el diseño se plasmaron conceptos que entendían a las ciudades como asentamientos agro-urbanos, cuya función era establecer los paradigmas del comportamiento cristiano y cívico.
Este paradigma estaba sustentado teológicamente, tanto en el plano político como religioso, en los postulados morales de Tomás de Aquino, quien siguiendo a Aristóteles afirmaba que por naturaleza el hombre era un habitante urbano. Por ello, Aquino veía la ciudad como el locus donde el deber cívico (comportamiento social) y la salvación cristiana (valores religiosos) se fundían.[7]
RELACIONES DE LA CIUDAD CON LA REGIÓN
A partir de este espacio de la ciudad de españoles y ciudad episcopal, su traza y jurisdicción, se generaron todas las relaciones políticas y económicas de la ciudad con la región circundante. Dentro de la lógica urbanística arriba mencionada, el núcleo central, generador y articulador de todo el sistema sería la plaza mayor. Alrededor de esa plaza se concentrarían los edificios y funciones más relevantes de poder y administración de justicia, convirtiendo a la plaza en el centro simbólico y referencia obligada.[8]
Sin embargo, las ordenanzas establecían un principio jurídico y canónico aún más relevante para una ciudad, y en particular tratándose de sede de obispado, la plaza debía ser el centro de poder civil y religioso, fuente principal de la vida ordenada y civilizada,[9]generadora de bendiciones y rituales propiciatorios para el bienestar de todo el obispado. Como tal, era el núcleo concentrador de las fiestas así civiles como religiosas más relevantes, que servirían de ejemplo de convivencia para los pueblos indios aledaños.[10]
Este fue precisamente uno de los argumentos que permitieron el traslado de la sede episcopal –originalmente establecida en Tlaxcala, ciudad de indios–, pese a la opinión del obispo fray Julián Garcés, a la ciudad de españoles, ya que era considerada como lugar “más conveniente” y ser un aliciente en la colonización definitiva de la región.
Era el lugar más conveniente por considerarlo el más digno, en cuanto a que era ciudad de españoles (en comparación con una ciudad de indios como Tlaxcala), es decir, cuyas autoridades capitulares estaban conformadas por españoles y no por indios. Cabe señalar que, en ese momento, la ciudad de los Ángeles no contaba sino con apenas alrededor de medio centenar de españoles (con sus respectivas familias) viviendo de manera permanente en la ciudad, en comparación con Tlaxcala que estaba poblada de gran cantidad de indios.
No obstante, no era comprensible, para los españoles de aquellos tiempos, que una ciudad de españoles como la Puebla de los Ángeles, tuviera como sede de obispado ejemplo de la vida cristiana, a una ciudad gobernada por indios cuya cristiandad aún no estaba del todo demostrada. Fray Julián Garcés tenía una opinión distinta, ya que en ese momento se sumaba al cambio de política de la segunda Real Audiencia y su intento por establecer un sistema jurídico que proveyera de un marco legal proteccionista para la población india, y no deseaba impulsar nuevamente el anarquismo al que llevaron las políticas de la primera Real Audiencia y sus abusos a los pueblos indios.
EL OBISPADO Y LAS DOS REPÚBLICAS
Todas las actividades significativas para la vida colectiva del obispado (gobierno de la diócesis, administración de los bienes, es decir la recaudación y control de diezmos, y su función de juez en el juzgado eclesiástico, etc.), estaban asociadas a esta sede por ser el sitio donde se asentaba la cabeza del obispado, la catedral. Por ello, el cabildo de la ciudad, como representante de la república de españoles en su jurisdicción, defendió la propuesta de ser esta ciudad el sitio ideal donde debía establecerse dicha sede episcopal, ya que también le había sido concedido ser cabecera de partido, es decir, la sede donde debían establecerse las casas reales y donde obligatoriamente debería vivir el representante del rey, su alcalde mayor y después su gobernador-intendente. Por otro lado, el Concilio de Trento estableció también la obligación de los obispos de residir en su diócesis, y de realizar las visitas pastorales.
La conjunción de todos estos esfuerzos tenían como objetivo preservar la fe a través de un alto nivel moral, del cual el obispo es el ejemplo, mismo que se lograría mediante la buena administración de la diócesis y el derrame de bendiciones a partir de la oración, ya que a los prelados y a sus cabildos catedralicios corresponde implorar la ayuda divina. Por ello las procesiones, entradas de virreyes, de obispos, exequias de personajes importantes, o fiestas del calendario litúrgico, tenían como escenario ese corazón urbano de la plaza pública y en todas ellas estaba presente simbólicamente la persona del rey, a través del alcalde mayor, la república de españoles representada por su cabildo, y el obispo con su cabildo catedralicio. Ello significaba que en esos momentos de ritual público, el obispo simbolizaba la más alta jerarquía jurisdiccional en tanto que era representante directo del rey, por haber sido designado por el emperador español.
Es decir, a diferencia de otras ciudades y villas de españoles, amén de las ciudades, villas y pueblos de indios, la ciudad episcopal representaba el orden y sistema de relaciones que pretendía simbolizar todo el cuerpo social que comprendía el imperio. Por ello, porque en esos momentos rituales se encarnaba el modelo idealizado de vida pública que daba sustento al reino, debía realizarse con toda pompa y disciplina, a fin de servir a manera de ejemplo para todo el obispado –incluso la ciudad de los Ángeles competía por ese reconocimiento en toda la Nueva España con la ciudad de México–, y trascender las fronteras de su territorio urbano.
De tal manera que las celebraciones eran cuidadosamente planeadas y llevadas a cabo con el mayor orden, majestuosidad y ornato propios de la dignidad de la ciudad, para sentar precedentes de honor y prestigio que le dieran esa legitimidad como centro rector de la vida religiosa, en tanto que sede episcopal, y de la vida ordenada en un núcleo urbano español que le distinguiera de los pueblos, villas y ciudades de otras categorías jurídicas y sociales.
Ese esquema de las políticas urbanistas renacentistas se reproducía al interior en una serie de plazas menores dispuestas en los contornos de la ciudad, pero dentro de la traza. De esta manera la plaza mayor, a su vez, estaba rodeada de una serie de reproducciones de este espacio nuclear. Cada plaza estaba íntimamente ligada a un atrio, una iglesia, una fuente proveedora del preciado líquido para el servicio de la población menos favorecida, y sitio para arropar comerciantes, viajeros y transeúntes en portales, cuando era posible. En las ordenanzas, a la plaza se la señalaba como el lugar más adecuado para la edificación en ella de las tiendas para los comerciantes más importantes, ya fuera de la ciudad o del barrio, y sobre todo para la gran fiesta.
A esta condición de ciudad de españoles, cabeza de partido y sede episcopal, se añadió el ser modificado el proyecto fundacional para incorporar asentamientos permanentes de indios, organizados en república. El cambio no era insignificante, ya que la incorporación de cabildos indios dentro de la ciudad modificaba el escenario urbano, no tanto en cuanto al establecimiento de indios –que eso estaba perfectamente organizado alrededor de la traza española desde la fundación de la ciudad, aunque se trataba de migraciones semanales de indios de servicio (tributarios) provenientes de los pueblos aledaños–, sino porque ahora el sistema jurídico incorporaba a la representación de la república de indios dentro del entramado de la vida pública de la ciudad.
LOS BARRIOS Y LA TRAZA DE LA CIUDAD
Los asentamientos provisionales dispuestos alrededor de la ciudad adquirieron el estatus jurídico de barrios indios, los cuales se organizaron en traza de cuadras rectangulares alrededor de una plaza y una iglesia. La creciente extensión de la traza india que estas políticas impulsaron, tuvo como primer motor el fácil acceso a mano de obra. La más relevante consecuencia fue el fortalecimiento de la presencia india en la ciudad y, por ende, de su representación política.
Podemos notar que el esquema urbano marcaría la manera como se asentaría la población en la ciudad, concentrándose sobre todo en aquellos lugares marcados por tres elementos: una iglesia, una plaza o atrio (donde se celebraban las festividades) y los tianguis o mercados, marcados en círculos concéntricos de organización espacial. Loreto López afirma que la concentración poblacional hacia 1777, marcaba indicadores asociados a: San Francisco, San Juan del Río, Santo Domingo, El Carmen, San Agustín, Convento de Belén, Colegio de San Ildefonso (San Marcos), San Pablo de los Naturales.
Pese a que esta distribución corresponde a flujos de personas, recursos naturales y servicios, parece inevitable asociar esos referentes a iglesias, capillas y plazuelas o plazas, ya que la concentración de población y edificaciones giraba alrededor de esos puntos, entendidos como símbolos religiosos y políticos. El lenguaje simbólico en el mundo novohispano vinculaba la cultura material con las relaciones sociales y culturales, por ello, la relación social expresada en las procesiones rituales entre cada iglesia, cada plaza, proveería de capital simbólico a la ciudad y contribuiría así a garantizar la dignidad que la jurisdicción y jerarquía de la ciudad tenía.
Antes de transformarse en permanentes los asentamientos provisionales indios, ya se habían erigido las capillas o ermitas (aunque fuera de manera provisional mientras se construían las definitivas) que imprimirían el rasgo de identidad a los barrios, y se habían asignado las jurisdicciones de la cura de almas. Serían pues las iglesias y no el origen de la población india lo que definiría la identidad de los barrios, cuya expansión y contracción territorial, a diferencia de los pueblos de indios, no dependían de aspectos demográficos o problemas de tenencia de la tierra y linderos (excepto el barrio de Santiago y el de los Remedios, ambos establecidos en los ejidos de la ciudad). Debido a ello las iglesias y plazas anexas, junto con los edificios de los indios principales y el eventual tecpan, se constituyeron en puntos fijos de referencia ante los cuales se establecía la morfología urbana.
DESARROLLO DE LA IDENTIDAD DE LOS BARRIOS INDIOS
La identidad colectiva india en los barrios se centraba alrededor de la figura del santo local y la imagen simbólica que lo representaba: la iglesia o capilla. En ese sentido podemos afirmar que el simbolismo de la iglesia, la capilla, la parroquia, fue un factor fundamental en los procesos de construcción de identidad y formas de organización social y política en los barrios indios angelopolitanos.
La morfología de la ciudad, con sus edificios religiosos como símbolos distribuidos en el panorama urbano, proporcionó a los indios angelopolitanos elementos para afirmar su posición frente a los otros barrios indios, frente a los habitantes de la traza, e incluso frente a otros indios dentro del mismo barrio. De esta manera la iglesia de barrio se convirtió en una manera de afirmar prestigio y poder. Las procesiones y festividades funcionaron como un medio para establecer alianzas y relaciones con otros grupos, a través de la devoción y culto a los santos locales, permitiendo a los indios crear lazos de identidad urbana mientras preservaban la identidad local india.
Para los nahuas el concepto más cercano al de ciudad era el altépetl, el cual representaba también un orden: el orden cósmico. El centro simbolizaba la vida, el lugar donde se reproducía ese orden cósmico, y que ocuparía la iglesia de barrio y su plaza. En otras palabras, tanto para el indio como para el español, la iglesia tendría una función central en la organización social y política.
A pesar de no tener referentes prehispánicos dentro de los barrios indios de la ciudad de Puebla a los cuales recurrir, los indios colaboraron en la construcción de las iglesias y en su ornamento igual que en cualquier otro pueblo novohispano de origen prehispánico. Fue así como se consolidó en la plaza de cada barrio toda su actividad cívica y religiosa que, junto con las otras plazas, atrios e iglesias de la traza española, se unirían a la de la plaza mayor para conformar el modelo cristiano de civilidad, como centro rector y núcleo de rituales propiciatorios para bendición de todo el obispado.
Así, las plazas de los barrios indios y de las demás iglesias dentro de la traza urbana, fueron sumándose a este complejo sistema relacional que las establecía a la vez como centro y como periferia de manera simultánea, en un marco de referencia que tenía como núcleo a la plaza mayor, y como puntos periféricos las plazas dentro de la traza española, y en otro circuito concéntrico, las de los barrios indios.
Algunos investigadores han visto en este sistema relacional un mecanismo de dominación. Para la mayoría de los autores que sostienen esta posición, la traza española separada de los barrios indios representa un intento por mantener la limpieza de sangre española y sus privilegios. Algunos otros defienden la idea de que a los barrios indios les dejaron las peores condiciones de vida, con las peores tierras y sin posibilidad de acceso a los recursos naturales: [En el oriente de la ciudad] grupos bien diferenciados de indígenas (45.3%) compartían desigualmente la tierra y la escasa agua dulce con españoles (30.6%) y mestizos (15.8%). En este último caso, es factible observar la continuidad del patrón de segregación racial y ambiental urbano puesto en funcionamiento desde el siglo XVI. Para finales del siglo XVIII en esta franja, la asignación de los recursos permitió de alguna manera la continuidad más real que imaginaria de las “dos repúblicas”.
Sin embargo, cuando uno analiza de cerca las formas de apropiación del espacio de la cultura india, la teoría de dominación empieza a modificarse hasta mostrar un proceso complejo y rico en aristas. El reconocimiento que hizo la corona de las dos repúblicas, la de indios y españoles, que incorporaba elementos del sistema político prehispánico, sentó las bases para una relación entre ambas repúblicas y de ambas con el rey, ya que “no se desplazó a los indios hacia las fronteras en reservaciones, sino que se reconocieron los asentamientos originales existentes. Se conservó el nombre indígena al cual se añadió el de un santo católico como patrón del lugar”.
Uno de esos elementos prehispánicos era el sistema político del altépetl, mismo que se organizaba en función de un sistema de alianzas político-militares que le permitía constituirse en una estructura político-territorial no contigua, ya que algunos de sus territorios estaban en otros señoríos, como por ejemplo, en el caso de la Triple Alianza, tenía territorios en el señorío de Chalco. Esta naturaleza corporativa, de tipo segmentario pero a la vez íntimamente ligada a su centro regulador, compartido por todas las sub-unidades periféricas que lo constituían, permitió que los diferentes segmentos o barrios novohispanos asumieran el centro de la ciudad y los pueblos, como el espacio donde se generaba la sacralidad que legitimaba todo el sistema, y que garantizaba la reproducción del complejo de relaciones.
El tema de la sacralidad es de suma relevancia porque las plazas públicas eran sobre todo centros ceremoniales, a los que se convocaba para llevar a cabo los rituales políticos y religiosos que garantizaran el bienestar del colectivo. Se trataba del ombligo (xictli) de poder cosmológico, donde se situaba la autoridad, el poder, y la fuerza regeneradora del bien común. Para ello era necesario un escenario ritual que contara con la debida legitimidad: una gran explanada asociada al centro ceremonial cívico-religioso.
Este escenario, en la ciudad novohispana, se reproducía en las sub-unidades a partir de las plazas de los barrios y pueblos, situados frente o junto a la iglesia. La ciudad novohispana en general, y la ciudad sede episcopal en particular, contribuyeron a crear continuidades en esta manera de organizar el espacio sacralizado. En ese sentido, estas plazas urbanas eran, todas, a la vez, centro y periferia, proveedores de fuerza centrífuga y centrípeta simultáneamente dentro del universo de fuerzas rituales y sociales del entramado de poder y legitimidad. El centro era de todos y de nadie, era el espacio donde se generaba todo el sistema relacional del cual provenía la legitimidad de su propia periferia.
En ese sentido el sistema político permitía la legitimación de las instituciones de poder indígenas, representadas por su cabildo indio. El análisis de términos nahuas nos presenta alternativas de interpretación que no encontramos en las traducciones en español. La diferencia entre el término náhuatl y el español es de suma importancia debido a que la lengua lleva implícita una manera de entender y comprender la realidad. Por lo tanto, la palabra en sí misma encarna la carga social e histórica de su momento.
Es por ello que analizar términos como altépetl y tlaxilacalli (ambos traducidos al español como ciudad, barrio o pueblo, dependiendo del contexto) resulta indispensable para comprender lo que representaba para los indios el estar asentados en los barrios indios. Diversos documentos tempranos coloniales de la Angelópolis hablan de barrios indios, pero en los documentos en náhuatl de la ciudad de Puebla este término tiene diferentes significados: altépetl y tlaxilacalli.
En el corazón de la organización social y geográfica de los nahuas prehispánicos estaba el concepto de altépetl. En términos del análisis morfológico esta palabra puede dividirse en los conceptos in atl in tepetl, el agua el cerro, que se refiere en primera instancia –aparte del contenido mítico-religioso de ambos conceptos por separado y en conjunto– a los elementos naturales mínimos necesarios para que un sitio sea habitable, es decir, es una referencia a territorio ocupado. Este término fue traducido normalmente como pueblo o ciudad en documentos coloniales, pese a que en términos geográficos y políticos podía ser de diferentes dimensiones y aplicar a diferentes criterios.
Para nombrar a la ciudad de México Tenochtitlan se usaba el término huey altépetl (gran pueblo), y altépetl para denominar cada uno de los cuatro barrios o secciones que lo conformaban. Sin embargo, el término se usa también para denominar a las autoridades de algún barrio en particular de la ciudad como representantes de ese lugar, pero también para mencionar a las autoridades de la república de indios en su conjunto. De acuerdo a Reyes García, el término altépetl se usa asimismo para referirse a una unidad de grupo étnico, los cholultecas o popolocas, por ejemplo.
A nivel ocupación el altépetl era esencialmente territorial y soberano. En base a estas unidades territoriales se organizaban las estructuras políticas, ya fuera conformando confederaciones como la de Tlaxcala (con cuatro señoríos o los tres de la Triple Alianza en México Tenochtitlan), en las cuales algunos altépetl eran dominantes y otros subordinados. Con la llegada de los españoles la organización territorial y política de la Nueva España se constituyó en base a estas unidades, cuyo nombre en náhuatl fue traducido como «pueblo», la cual concordaba con el concepto nahua de altépetl en el sentido de que cada unidad se consideraba diferente e independiente de las otras. Sin embargo, el concepto español implicaba una centralización sociopolítica, jurídica y administrativa, mientras que el concepto náhuatl, sin negar que el significado de centralización fuera importante, éste no era esencial para la organización sociopolítica.
El modelo nahua adaptado a la figura institucional del cabildo novohispano se constituía en unidades políticas, sociales y económicas a través de series de sub-unidades, relativamente iguales y separadas una de otras, que juntas constituían el todo, es decir, la unidad mayor. En el caso del altépetl, estas sub-unidades estaban constituidas por grupos de asentamientos distribuidos simétricamente en número alrededor de un «centro» el cual era compartido por todos pero sin pertenecer particularmente a nadie.
Alrededor de este centro, que funcionaba como referente común, se establecía un sistema de economía de poder organizado mediante un ciclo ordenado, en el cual participaba cada sub-unidad de manera rotatoria en estricto orden de antigüedad. Cada determinado tiempo, accedía al poder un gobernador proveniente de una de las subunidades, y para el siguiente ciclo el que seguía de acuerdo a un estricto orden de acuerdo a la dirección de las manecillas del reloj o en contra de ellas. De manera tal que cada subunidad tomaba el centro –es decir el poder– del altépetl una vez cada determinado tiempo de manera rotativa y cíclica, hasta que todas las partes constitutivas hubieran participado de esa economía de poder, para volver a reiniciarse una y otra vez el ciclo.
Estas subunidades, identificadas como tlaxilacalli por Reyes García y calpolli por Lockhart, fueron traducidas en los documentos en español coloniales como «barrios», los cuales estaban organizados en números mayoritariamente pares, pero también impares. Un modelo de organización par estaría representado por los cuatro tecpan de la Ciudad de México Tenochtitlan o los cuatro señoríos de Tlaxcala. Los impares representados por los cinco grandes barrios antiguos de San Pedro Cholula, agrupados en cuatro barrios duales: Santiago Mizquitla-San Matías Cocoyotla, San Juan Techpolco-San Cristóbal Tepontla, Santa María Xixitla-La Magdalena, y San Pedro Tecamac-San Pablo Mexicaltzinco; y el centro: San Miguel Tianguisnahuac. Este sistema político puede ser descrito como celular, en contraposición con el jerárquico, y fue capaz de producir unidades reales con suficiente capacidad de cohesión para perdurar incluso hasta el día de hoy, en los sistemas de cargo de pueblos como sucede en Cholula.
Dentro de este sistema, los tlaxilacalli fueron microcosmos de la unidad mayor o altépetl, y como tales reproducían internamente el mismo sistema. Cada uno estaba, a su vez, dividido en diversas subunidades aún más pequeñas hasta llegar a la unidad base calli, «casa», la cual estaba conformada por las diferentes familias de cada una de estas unidades, así como sus propiedades. Cada tlaxilacalli tenía sus propios principales y autoridades que eran responsables de administrar la repartición de tierras, la colección de tributos y la administración de trabajo y recursos.
Cada una tenía su propio dios tutelar y un nombre distintivo que reflejaba algunas singularidades geográficas de su asentamiento o bien su origen étnico. Asimismo, cada tlaxilacalli poseía una porción del territorio del altépetl para uso de sus miembros y, en el caso de los nichos ecológicos, podían participar de su explotación de manera cíclica de acuerdo al esquema de economía del poder antes descrita. En ese sentido, cada subunidad contaba desde su formación inicial, con los requerimientos necesarios para ser independiente: un territorio, una autoridad y un santo patrón o devoción tutelar.
Como unidades separadas dentro de la organización del sistema político, cada tlaxilacalli contribuía separadamente a las obligaciones con el altépetl. La rotación cíclica fija e invariable era la manera inequívoca de relación tanto para privilegios como para obligaciones. El tlahtoani o señor, que fue sustituido en la época colonial por el gobernador y su cabildo, se encontraba en el centro del altépetl donde se ubicaban también los edificios principales y espacios públicos, el tecpan o casa real, el templo y el mercado o tianguiz.
En términos generales podemos afirmar que la organización interna prehispánica, así como su organización política, se reprodujo en los nuevos asentamientos novohispanos, aunque con modificaciones para cumplir con los requerimientos de las nuevas estructuras españolas. Así, los antiguos tlahtoani fueron sustituidos por los gobernadores novohispanos y el cabildo indio, es decir, los alcaldes, regidores, mayordomos y demás oficiales, tomaron el lugar de los nobles indígenas que representaban sus diferentes tlaxilacalli.
De esta manera, los antiguos asentamientos fueron trasladados o modificados tanto en su forma de organización como en su territorio, conformando lo que se denominó «pueblos de indios». Dicho término se refería a “un asentamiento humano con un gobierno de autoridades indígenas reconocido por el virrey”. Los pueblos de indios por lo tanto requerían de territorio (tierras), e indios que se asentaran en él bajo los criterios de policía y urbanismo arriba descritos, además de autoridades nombradas de acuerdo al sistema ya mencionado.
Como hemos visto, en el proyecto fundacional de la Ciudad de los Ángeles la incorporación de barrios indios definitivos en la periferia obligó a las autoridades españolas a la toma de medidas no contempladas en el proyecto original. Debido a los diferentes orígenes de los grupos congregados en los barrios, el ingreso y salida en ciclos semanales de los indios de repartimiento que seguían aportando servicio a la ciudad, la entrada de indios comerciantes de los pueblos alrededor, la creciente demanda de materiales provenientes de las zonas aledañas, surgió el problema de la gobernabilidad.
Hasta antes de convertir en permanentes los asentamientos, a cada grupo indio se le había asignado un alguacil nombrado como teniente del alguacil mayor del cabildo español, cuya función era simplemente de policía bajo las órdenes de las autoridades españolas. Cada grupo indio estaba bajo el control de un cacique principal de sus pueblos de origen. No había necesidad de otra forma de autoridad dada la naturaleza inestable de los asentamientos debido a la constante migración. Ante la nueva realidad se procedió a nombrar al primer alcalde indio en el año de 1565, quien representaba ahora a los indios de la ciudad ante las autoridades españolas. Tendrían que pasar 35 años para que se llevara a cabo la primera elección de cabildo indio, y los barrios no estarían organizados bajo una República de Indios sino hasta 1601, un año después que el primer gobernador había sido nombrado.
La ausencia de República de Indios durante el siglo XVI parece sorprendente tomando en cuenta que la primera mitad de ese siglo fue un periodo de ajuste al nuevo orden. Sin embargo, la segunda mitad de la centuria estuvo marcada por la prosperidad y el desarrollo de la ciudad que, ya en el siglo XVII, asumió una posición económica significativa como el centro del mercado regional que conectaba con la región sureste al centro de la Nueva España, y como productora de grano y textiles.
El desarrollo de la ciudad fue tal que la colocó en clara competencia con la Ciudad de México por la preeminencia en el virreinato. ¿Cómo explicar este desarrollo sin haber contado con el establecimiento de un cabildo indio que ayudara en las labores de gobierno de los barrios indios? Tal vez encontremos algunas respuestas en un sistema de autoridad alterna, estrechamente ligada al poder cohesionador de la iglesia del barrio y sus formas de organización social: la fiscalía.
NOTAS
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LIDIA E. GÓMEZ GARCÍA