Diferencia entre revisiones de «CRIOLLOS; su aporte a la evangelización»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Como colofón, una apostilla: ¿fue la alternativa una maniobra auspiciada en la sombra por la Corona y gestionada del Papado para poner un valladar a la preponderancia del elemento criollo en el seno de las Órdenes religiosas? Como contrapartida, por Cédula de 21 de Febrero de 1776 se reservó para los entonces llamados españoles americanos un tercio de las prebendas eclesiásticas que se proveían en la Península.<ref>KONETZKE, ob. cit., III, 1°, pág. 405.</ref>
 
Como colofón, una apostilla: ¿fue la alternativa una maniobra auspiciada en la sombra por la Corona y gestionada del Papado para poner un valladar a la preponderancia del elemento criollo en el seno de las Órdenes religiosas? Como contrapartida, por Cédula de 21 de Febrero de 1776 se reservó para los entonces llamados españoles americanos un tercio de las prebendas eclesiásticas que se proveían en la Península.<ref>KONETZKE, ob. cit., III, 1°, pág. 405.</ref>
  
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Revisión del 16:37 29 may 2015

El criollo, como nuevo ente humano, espiritual y cultural, comenzó a existir el día en que nació en suelo americano el primer hijo de una pareja de peninsulares. A diferencia de sus padres, aquella criatura no dispondrá de más puntos de referencia, para su instalación vital, aparte de la herencia atávica, que los del escenario geográfico dentro del cual va a crecer, tan distinto de la tierra de sus progenitores, sin la asistencia de la tradición cristiana europea y rodeado de un entorno humano hasta entonces desconocido. Está en verdad en un Nuevo Mundo.

Fray Bernardino de Sahagún nos proporcionó, sin asomos de duda, el perfil más cabal del criollo: «en el aspecto parece español, pero en la condición no lo es».[1]Ese fue el drama inicial, muy acusado sobre todo en la primera generación de criollos que saltó a la escena, no sin algunas tensiones, en el mundo americano a mediados de la decimosexta centuria. De hecho, al igual que sus padres, su capacidad para abrazar la fe cristiana no era cuestionable, pues no les afectaban ni las máculas del mestizaje ni las dificultades de comunicación conceptual y sicológica que hicieron de la conversión del elemento autóctono una de las obras maestras de la Iglesia, singularmente de la Iglesia española, en un proceso que se prolongó hasta muy entrado el siglo XVIII; pero tampoco lo tuvieron muy fácil a la hora de incorporarse a la falange de los obreros de aquella magna gesta, calificada puntualmente por el Pontífice León XIII en 1892 como «el hecho de por sí más grande y maravilloso entre los hechos humanos».

Si como receptores del mensaje evangélico y como fieles creyentes nada podía objetárseles, ello no excluyó que recayera sobre sus condiciones intrínsecas una carga de incomprensiones, de la cual les fue muy difícil sacudirse. Hubieron de vencer muchos prejuicios para que se les admitiera, primero en función de cooperadores, y con el transcurso del tiempo oficiaran un papel rector desde la comunidad eclesial en la empresa de la evangelización.

Por su parte, la jerarquía confrontaba el mismo dilema, pero contemplado desde una perspectiva opuesta: reconocía la necesidad de contar con elementos auxiliares - «la mies es mucha ... » -; vale decir, no existía otra alternativa que facilitar el acceso de los criollos a las órdenes sagradas, ya que limitarse al apoyo proveniente de las hornadas enviadas desde la Metrópoli, implicaba sumirse en una especie de “cam¬pana neumática” y aislarse del medio ambiente; por el contrario, echar mano del contingente local suponía el peligro de experimentar las pasiones del exterior y con¬vertir a la Iglesia en campo de Agramonte para dilucidar rivalidades domésticas, o transformar las Órdenes religiosas en feudos de las aristocracias lugareñas. Con el transcurso de los años esta situación adquirió distintos ribetes y tuvo su válvula de es¬cape en la tan llevada y traída «alternativa» que nos ha de ocupar, siquiera a grandes rasgos, más adelante.

Timbre de honor para los criollos constituiría el hecho de que, superando recelos y suspicacias, lograsen colocarse en corto plazo en la vanguardia de las huestes evan-gelizadoras. La estimativa no les fue propicia, ni aún al cabo del tiempo. Permítase¬nos traer a colación el concepto tan desfavorable que en la óptica de la ilustración europea mereció América como continente inmaturo, imperfecto, sombra del Viejo Mundo; en suma, la idea de una supuesta deficiencia física del Hemisferio occidental, y de una consiguiente debilidad natural y constitucional de sus pobladores.[2]

Que los nacidos en América eran considerados inferiores a los europeos, no porque pertenecieran a una raza inferior, sino genéricamente por la influencia telúrica, el ambiente, el clima, la leche de las nodrizas, y otros factores locales, era una convic¬ción de vieja data. Unos cuantos testimonios, espigados aquí y allá, abonan el aserto. Fray Jerónimo de Mendieta -no es un quídam-, desde Toluca, el 1° de enero de 1562 reclamaba con vehemencia el envío de contingentes de religiosos desde la Metrópoli, y proponía que los obispos: «no pongan en uso de admitir ni ordenar para clérigos comúnmente los en esta tierra nacidos, sino muy raros, aprobados y conocidos, ... y lo mis¬mo guarden los Prelados de las Órdenes, en quanto a recibillos en ellas para frailes; la razón desto es porque aunque algunos de los acá nacidos hayan salido buenos hijos y virtuosos, finalmente por la mayor parte toman del na¬tural y costumbres de los indios, como nacidos entre ellos ... ».[3]Poco después dictaminaba: « ...los criollos, comúnmente hablando, son gente viciosa, poco constante y relajada ... por esto es cosa cierta que lo edificado y plantado en la fe ha de correr mucho riesgo ... y algunos han dado mala quenta de sí. ... ».[4]

Haciéndose cargo de los peligros que más arriba apuntábamos de la situación embarazosa para los religiosos por sus vinculaciones locales, insiste en su postura reacia a la admisión de criollos, y llega al extremo de calificar de «mercenarios» a sus hermanos de hábito, pues al estar comprometidos con las familias que disfrutaban de encomiendas, habían perdido la libertad de predicar contra esas instituciones y los atropellos de sus titulares.[5]

Más acerbo aún fue el dominico Fray Juan de la Puente, Prior del convento de Santo Tomás en Madrid, que no se muerde la lengua. En 1612, al disertar sobre las posibilidades de la propagación de la fe y persuadido del maleficio de la influencia telúrica, atribuye al cielo del Nuevo Mundo propiciar « ... inconstancia, lascivia y mentira: vicios propios de los Indios, y la constelación los hará propios de los Españoles que allá se criaren y nacieren », y remacha su razonamiento así: «Sospecho que el suelo y cielo de la América no es tan buen para hombres, como para yerbas, y metales, aunque sean descendencia de España. El buen trigo suele bastardear en la ruyn tierra, y de candial se haze centeno... ».[6]

No eran por cierto voces aisladas ni opiniones antojadizas. El jesuita Luis López, desde el Perú, el 29 de diciembre de 1569 notaba que la volubilidad era «vicio que a todos los que nacen en esta tierra es natural».[7]En 1571 otro jesuita, el P. Juan de Zúñiga, al confeccionar la nómina de los miembros de la Compañía en el Perú, diseña la idiosincrasia de los criollos en estos términos: « muy libres, criados en regalo y amigos de él, indevotos y nada aficionados a cosas de oración y mortificación, poca capacidad, grandíssimamente inconstantes ... dellos poco se puede fiar ... ».[8]En 1576 el P. Juan de la Plaza, Visitador, en su informe se ratifica en la opinión negativa « por ser poco capaces de mortificación... y de aquí les nace ser in¬constantes y muy mudables en los buenos propósitos... ».[9]

El Virrey del Perú Conde del Villar también echó su cuarto a espadas en esta materia, y en 1588 denuncia que si bien los dominicos eran superiores en número a los franciscanos, con todo «no tienen tanta approbación porque es muy grande el de los mozos criollos que hay en la Orden y en de los que cada día reciben en ella aunque no sepan leer por ser muy niños».[10]

Nada de extraño tiene, dentro de este clima de recelo, que en la Nueva España los carmelitas descalzos, por regla general, no dispensaban el hábito a los criollos, aunque posteriormente abriesen la mano, y cada tres años lo concedían a uno o dos postulantes, previa aprobación de todos los Padres del Definitorio. Como es sabido, los jesuitas no solían confiar cargos de responsabilidad a ningún religioso criollo. En la Nueva España los dominicos -por lo menos en lo posible- reservaban la mitad para los provenientes de la Metrópoli, y los franciscanos sólo consentían hasta un ter¬cio de los puestos principales ocupados por criollos.

Apenas hace falta recordar que Solórzano Pereira, en su monumental Política Indiana, en páginas no exentas de vehemencia polémica, salió al paso de las inepcias vertidas contra los criollos.[11]Para invalidar tan siniestros diagnósticos, bastará tener presente que en 1584, y por voto unánime de los asistentes al Capítulo Provincial de la Provincia de San Juan Bautista de los dominicos en el Perú, resultó elegido Provincial un criollo, el limeño Fray Salvador de Ribera (que volvió a ocupar la misma dignidad diez años más tar¬de); en 1588 el primer Provincial franciscano en el Perú criollo fue el brasileño Fray Hernando de Trejo, y en 1594 los agustinos elegían para el repetido cargo a Fray Alonso Pacheco, oriundo de la Isla Española. ¿Hay quien dé más? Sí. Por aquellos mismos años -1586- nacía Isabel Flores de Oliva, la primera americana elevada a los altares como Santa Rosa de Lima. Y a poco una verdadera pléyade de criollos co¬menzaba a ceñir mitras: el santafereño Arias de Ugarte (hasta cinco sucesivamente, a saber: Panamá, Quito, su ciudad natal, La Plata y finalmente Lima); el quiteño Villarroel, eximio teólogo y ocupante de tres sedes (Santiago de Chile, La Plata y Arequi¬pa); el limeño Feliciano de Vega (a quien la muerte impidió ocupar la silla archiepis¬copal de México). En 1676 seis hijos de la Provincia dominica del Perú, todos crio-llos, estaban al frente de sendas diócesis: el arzobispo de Santa Fe, Fray Juan de Arguinao, y los Prelados de Santa Cruz, Fray Juan de Iturrizarra, de Buenos Aires, Fray Cristóbal de Mancha, de Caracas, Fray Antonio de Acuña, de Santiago de Chile, Fray Bernardo Carrasco, y de Concepción, Fray Antonio Morales.

Para cerrar este repaso, un tanto atropellado, de la contribución de los criollos, eclesiásticos o seglares, a la tarea evangelizadora, ¿cómo olvidar que en el ejercicio de la docencia, en la paciente elaboración de catecismos, sermonarios, artes y vocabula¬rios en lenguas autóctonas, en la construcción de edificios religiosos, y en el denodado esfuerzo cotidiano, muchas veces sellado con el martirio, dieron testimonio feha¬ciente de una vocación admirable?

La campaña por la igualdad de oportunidades

La voluntad de los criollos por asumir un papel decisivo en la terea evangelizado¬ra, articulando la conexión con el elemento indígena gracias a su conocimiento de la idiosincrasia nativa, de sus costumbres y de sus modos de vida, a su versación en las lenguas autóctonas y en no escasa medida a su deseo de asimilar a la cultura occidental al catecumenado aborigen, quedó plasmada en numerosos memoriales elevados a la Corona, en los que sobre la base de una argumentación hábilmente engarzada se reclama una mayor participación en esa terea, a la que se consideraban llamados por los mismos títulos que aducían los misioneros provenientes de la Metrópoli y de la que con desconsuelo se veían postergados, situación que si fue comprensible al principio, al cabo de poco tiempo sólo constituía una irritante postergación, habida cuenta de que su número suplía con creces la deficiencia en la llegada de hornadas de religiosos enviadas por la distintas Órdenes desde sus cenobios matrices en la Metrópoli.

No estará fuera de lugar dejar aquí constancia de que ya en fecha tan temprana como la de 1524, los precavidos vecinos de Panamá habían solicitado que se proveyesen los beneficios que vacasen en la sede de Santa María de la Antigua del Darién en los nacidos en aquella comarca, siendo desde luego hábiles y suficientes para desempeñar las labores de cura de almas.[12]

Hubo quizá alguna maña para conceder doctrinas y curatos a sacerdotes hijos de conquistadores, pero aunque la medida parece haber sido puesta en práctica sólo en algunos lugares, de todas formas debió de ocurrir cuando todavía el mayor número de las mismas estaban al cargo de miembros de las Órdenes mendicantes, con lo que al ritmo que se fueron cediendo a los seculares, fue disminuyendo aquella proscripción y en consecuencia los criollos pudieron aplicarse cada vez en aumento a ese ministerio apostólico. Un memorial del obispo de Quito, el dominico Fray Pedro de la Peña, cursado en 1571 al virrey del Perú Toledo, es sumamente expresivo a este respecto.[13]La Corona atendió a remediar la situación, y por Cédula de 6 de diciembre de 1582 dispuso que, con arreglo a las normas canónicas, los Prelados de las Indias diesen preferencia a los miembros del clero secular para la provisión de las parro¬quias y doctrinas de indios.[14]

La campaña encaminada a neutralizar el acaparamiento de los cargos eclesiásticos por los peninsulares y reivindicar el derecho preferente de los criollos a acceder a los mismos, se expresó en escritos y memoriales, alguno muy voluminoso. En guisa de ilustración, permítaseme una sucinta glosa de los petitorios presentados en Madrid por el limeño Ortiz de Cervantes en 1619, el santafereño Betancourt y Figueroa, primero en 1634 y, después de hacerlo circular en las Indias, nuevamente en 1637, otro limeño, Solórzano y Velasco en 1652, y finalmente por el cartageno Bolívar y de la Redonda, en 1667.[15]

En la fundamentación de sus pretensiones, los recurrentes se remontaban a las bulas alejandrinas de 1493, por las que el Sumo Pontífice formalizó la donación a los Reyes Católicos del derecho a señorear sobre las Indias, imponiéndoles la responsabi¬lidad de asumir la cristianización de las tierras descubiertas en ultramar, confiándola a «hombres buenos, temerosos de Dios», pero a la vez capaces de instruir a los naturales en la fe verdadera y procurar su conversión. La empresa, por su vastedad, no podía cumplirse sólo con el envío de misioneros destacados desde la Metrópoli, pues era palmario que esas huestes requerían el refuerzo de contingentes locales, exigencia que se hizo aún más acuciante a principios del siglo XVII, cuando se descubrieron vivos los rezagos de las idolatrías primitivas, no sólo en el ámbito andino, sino por igual en otros lugares. Esa coadjutoría, al parecer de los autores de los alegatos, podía canalizarse únicamente dispensando a los criollos puestos de responsabilidad en los niveles superiores (Prelacías, dignidades, beneficios eclesiásticos, etc.)

No dejaban de reconocer los peticionarios que tanto los candidatos de extracción metropolitana como los de origen ultramarino, disfrutaban de la parigual consideración de súbditos de la Corona de Castilla, al hallarse las Indias unidas e incorporadas a la misma,[16]si bien objetaban que existía una considerable distinción a la hora de aplicar dicho principio: los indianos domiciliarios en la Península, mientras se hallasen en ella competían a cualquier plaza sin asistirles preferencia alguna sobre los cas¬tellanos, empero en cuanto a las que se proveyesen en las Indias, los oriundos de ellas sí debían de gozar prelación, «por ser hijos naturales legítimos por naturaleza y los de allá acá son de adopción, y as si en cada tierra concurriendo el natural con el adoptivo o prohijado, cosa cierta de derecho es que el natural legítimo ha de preferir al otro». Uno de los aspectos sobre los que más hincapié se hacía era el de que a nadie se infería agravio al reclamar el derecho de la prelación a percibir los frutos producidos en las mismas Indias.

Todos los autores de los memoriales, con unanimidad que algunas veces apunta al plagio intelectual, invocan en apoyo de su pretensión una cadena muy convincente de argumentos desde el Derecho divino, en virtud del cual los cargos han de recaer en los naturales de la misma tierra o nación en que se ejercen (Deuteronomio, Apocalipsis, Carta de San Pablo a los Corintios), pasando por el Derecho Natural, el Ca¬nónico desde el estatuido por Nicolás II, el Civil (las Partidas y la Recopilación de Castilla) que permitía por analogía aplicar a los criollos la legislación que amparaba los derechos de los aragoneses y los castellanos, y finalmente la legislación propia¬mente indiana,[17]para concluir que por el Derecho de Gentes los indianos gozaban del derecho preferente para ocupar cargos en sus tierras de oriundez, a las cuales como es normal, profesaban mayor afecto: el dulce amor a la patria de Virgilio y Ovidio.

La dialéctica orientada en este debate a que se reconociese a los criollos «vel quasi» ventajas esgrime los más variados argumentos, tales como el de que los Pontífices y los reyes no son señores de los beneficios eclesiásticos ni de los cargos de justicia, sino meros dispensadores o administradores de los mismos, y en consecuencia deben de adjudicarlos con arreglo a la justicia -que por lo mismo se denomina distributi¬va-, de donde se infiere que, en igualdad de méritos, debe de anteponerse al más condigno, circunstancia que por herencia, naturaleza, idoneidad y preparación acadé¬mica concurría en los criollos. Otra premisa insistía en que era común doctrina la de que se debe distinguir al nativo antes que al foráneo, mayormente en igualdad de condiciones, cuando no -como en el caso que nos ocupa- dotados de cualidades superiores por el conocimiento del país y de sus gentes, extremo este último que para Ortiz de Cervantes constituye título decisivo, sobre todo en lo que concierne al domi¬nio de idiomas locales, pues no bastaba ser hábil lenguaraz, pues «esto se mama con la leche» (requisito que repite Bolívar y de la Redonda).

En fin, no sólo por Derecho Natural, sino por caridad, los criollos eran merecedores de premio precisamente en la tierra cuyos antepasados la habían conquistado y en la cual se generaban las rentas por percibir. No dejaron tampoco de sacar a relucir los inconvenientes de las prolongadas vacantes cuando el beneficiario debía de desplazarse desde la lejana Metrópoli.[18]

Con el correr de los años las pretensiones suben de punto: Bolívar y de la Redonda ya no tiene empacho en demandar de Carlos II para los criollos «todos los puestos eclesiásticos y seculares de aquellos Reynos ... Por lo mucho que merecen ... porque los Eclesiásticos sirven a V. Majestad en lo espiritual en la predicación del Santo Evangelio, propagación de nuestra verdadera Religión y aumento y conservación de la Fe, que si esto debe ser el principal cuydado de qualquier Monarca hijo de la Iglesia ... resplandece más en V. Majestad como en el Principal defensor y mayor columna de la Fe ... » (fol. 1 v). Llega a adelgazar a tal extremo su especulación, que insinúa si con segura conciencia podía quien no fuera criollo aceptar una prebenda en el Nuevo Mundo (fol. 3v), calificando de peregrino, advenedizo y extraño a quien no fuera oriundo de las Indias.

Es de justicia reconocer que la Corona no permaneció insensible a estas reclamaciones. El mismo año de 1619 en que Ortiz de Cervantes presentara su memorial, se libraba el 12 de diciembre la Real Cédula por la que se reconocía a los nacidos en las Indias la condición de hijos patrimoniales de ellas, y por ende para la provisión de cargos eclesiásticos debían de ser antepuestos a todos los demás en quienes no les asistiese tal privilegio.[19]

La estadística no deja en mal lugar a los criollos: de los cerca de 700 mitrados que ocuparon sedes en el Nuevo Mundo entre 1500 y 1800, 393 pertenecieron al clero secular y 285 al regular; de este último contingente los franciscanos contaron con 23 criollos y 51 peninsulares; los dominicos con 39 criollos y 45 peninsulares, y los agustinos con 16 criollos y 19 peninsulares. Resumiendo, el 27 % de las prelaturas se confió a criollos.[20]

La alternativa

Uno de los puntos más conflictivos en el seno de las Órdenes religiosas fue el de las relaciones entre los miembros de las mismas originarios de la Metrópoli, vale decir «gachupines» -como se les denominaba peyorativamente en la Nueva España- y «chapetones» -como con igual connotación eran conocidos en el Perú- y sus hermanos de hábito nacidos en el Nuevo Mundo.

Para entender cabalmente la raíz de este conflicto, es congruente traer a colación sendos pasajes de un informe del virrey del Perú Conde de Nieva y de los comisiona¬dos por la Corona para entender en el problema de la perpetuidad de las encomiendas, y de un despacho del Gobernador García de Castro. El primer extracto está datado en 4 de mayo de 1562, y el segundo e12 de abril de 1567, ambos en Lima. El primero es del siguiente tenor:

« ... si la perpetuidad en general se giciese, de aqui a treynta o quarenta años
los hijos descendientes y subcesores de ellos no temían amor a los rreyes ni Reynos
de españa ni a las cosas dellos por no los aver conoscido y nascido acá, antes
aborrescirniento como regularmente se vee y entiendo ser los de un Reyno gouernado
por otro, aunque sean descendientes de españoles, y porque el amor que por
nascimiento y naturaleza de nascer el hombre en la tierra se adquiere es muy grande,
tanto y casi mayor que a los padres y a la tierra [de] donde descienden, y esto por
esperencia se muestra y se ha visto en ytalia en el Reyno de nápoles que hijos de
padres españoles acuden antes al apellido de la patria donde nascen que no al
apellido de españoles donde traen origen, y así se ha visto en bullicios y
alteraciones pasadas, quanto más muertos los padres adelante con el largo trancurso
del tiempo que serán tan naturales como los yndios nacidos de acá ... ».

El segundo reza así: « ... Vuestra Señoría entienda que ya la gente de esta tierra es otra que la de antes, porque los españoles que tienen de comer en ella los más dellos son viejos y muchos se an muerto y an sucedido sus hijos en sus rrepartimientos y an dexado otros muchos hijos, de manera que esta tierra está llena de criollos (que son estos que acá an nacido), y llena de mestizos y mulatos, y como estos nunca an conocido al rrey ni esperan de conocello huelgan de oyr y de creer algunos mal intincionados los quales les dizen ¿cómo sufrís que auiendo vuestros padres ganado esta tierra ayan de quedar vuestros hijos perdidos, pues en vosotros se acaban las dos vidas?, y a los que no tienen yndios les dizen que cómo se sufre que anden ellos muertos de hambre auiendo sus padres ganado esta tierra, y con esto los traen desasosegados como abrá Vuestra Señoría visto por lo que a acontescido en la nueva españa sigún acá se dize, que los más de los que fueron en elleuantamiento fueron criollos, y si en la nueva españa, que es tierra que por tan asentada se tenía tanto tiempo a, los principales del motín eran criollos, qué quiere Vuestra Señoría pensar de los de esta tierra que nunca ha estado asentada a las derechas ... ».[21]

De esta citas, quizás un poco prolijas, pero inexcusables a nuestro propósito, se echa de ver con claridad que bastó el transcurso de una o dos generaciones (según la cronología de la Conquista), para que hiciera su aparición una conciencia de identidad propia y un ánimo de reivindicación específica.[22]Ese sentimiento, teñido de un matiz de resentimiento aflora, a veces en forma amenazadora, como lo acreditan el motín que tramaron los hijos de Hernán Cortés para coronar como soberano de la Nueva España a Martín Cortés, y la conjura que abortó en el Perú, urdida en el Cuzco y en Lima por criollos asociados con mestizos, a principios de 1567. En la capital del Virreinato peruano Diego de Agüero, hijo del conquistador del mismo nombre compañero de Pizarro, había prorrumpido jactanciosamente en rueda de amigos, todos mozos como él: «Yo me tengo de alzar con este re¬ino antes de seis meses, y si no me alzo, me tengo de meter teatino o me han de poner la cabeza en el rollo».[23]

Con el curso de los años, las primeras protestas formales de los criollos van diseñando sus justas aspiraciones. A veces se exteriorizaron en tono amargo y quejumbroso, exhalando un hondo tormento de decepción. Su reivindicación, en lo que a nuestro particular atañe, se centró en competir con el peninsular en aquellos ámbitos en donde hubiese alguna posibilidad de feliz éxito y de aclarar una situación de preponderancia. Así la conciencia de identidad criolla va adquiriendo cada vez más acusados perfiles. A ello se añadía sus cualidades intelectuales, con la ventaja adicional de conocer de cerca los rasgos peculiares de la sociedad en la que se hallaban instalados.

Esas tensiones, trasladadas al interior de los recintos de las Órdenes religiosas, se neutralizaron mediante el sistema de la denominada “alternativa”, la cual evitó graves per-turbaciones de orden público que sobrevenían en ocasión del proceso de elección de algún superior. Al ser los conventos una reproducción en miniatura de la sociedad que le rodeaba, nada de lo que ocurría en el exterior de la clausura dejaba de repercutir dentro de los claustros, con bandos y parcialidades que reproducían rivalidades familiares, viejas rencillas de clanes en el seno de las clases altas y -todo hay que decirlo- no pocas veces encubrían bastardos intereses económicos en virtud de la facultad de administrar las cuantiosas rentas conventuales. Todo ese conglomerado contribuía a que la elección de un prelado se convirtiese en un acontecimiento local de vasta envergadura.

Con el objeto de que el conflicto planteado periódicamente en cada comunidad no alcanzara proporciones de alteración del orden público, se implantó la fórmula transaccional de la alternativa, arbitrio en virtud del cual -como su nombre lo deja entender- a cada superior peninsular debía de sucederle otro de origen criollo. Sólo la Compañía de Jesús, por el peculiar sistema prevenido en las Constituciones para la elección de autoridades internas, no tuvo necesidad de emplear este recurso.

No era por cierto la alternativa una institución inventada para remediar situaciones propias del ambiente indiano, pues ya antes del establecimiento de las Órdenes religiosas en el Nuevo Mundo estaba en vigencia entre los franciscanos, desde la época de León X (1513 -1521). Inclusive la Provincia de la misma Orden en Cantabria, en la que se decía que «hervía en pleitos» entre las cuatro provin¬cias -Vizcaya, Álava, la Montaña y Guipúzcoa-, aplicaba la fórmula de la “cuaternativa”.

En las Indias, ya desde fines del siglo XVI comenzaron a hacerse cada vez más perceptibles las disensiones y consiguientes disturbios derivados de la distinción entre españoles o peninsulares y los criollos. Aunque puede decirse que los unos y los otros eran de una misma sangre y reconocían un mismo monarca, en hecho de verdad nada los diferenciaba; únicamente el lugar de nacimiento.

Cierto es que si bien se reconocía la bondad del trato como un comodín para evitar mayores males, en el fondo la alternativa suponía una alteración en las Constituciones de las diversas Órdenes, y sobre todo, entrañaba la renunciación a un derecho, y semejante restricción de la libertad sólo puede imponerse cuando se pesan graves causas. Tanto es esto verdad que no faltaban canonistas que tenían por contraria al Derecho la alternativa, pues si se limita la elección a un número determinado de sujetos elegibles, excluyendo a otros que podían serlo lícitamente y aún quizá con mayores méritos, por el mismo caso se coartaba y mediatizaba la libertad de elección. Así, el franciscano Fray Nicolás Laínez, en un impreso publicado en 1678, contando con la aprobación de varios catedráticos de Salamanca y de Alcalá, se pronunció asintiendo a la opinión de que constituía pecado mortal implantar la alternativa.[24]

Del ambiente de tensión que reinaba en algunos conventos puede dar cumplida idea un pasaje del memorial del dominico Fray Tomás Durán y Ribera, suscrito en Lima el 20 de abril del 159l. He aquí su testimonio:

«'I'ambien le mueva a vuestra Magestad a compasion ver lo que una Orden tan
principal como esta de Santo Domingo padece acerca de su Regimen en esta
prouincia, porque después de haberla fundado y honrrado frailes de España
esté agora en manos de muchachos criollos que no tienen sustén En cosa
ninguna y avnque muestran alguna apariencia Es de poco momento porque
salen someros a la tierra como los árboles della con vn poco de vicio y
sin fructo y a los que havían de rregar estas plantas y darles lustre que
son los que viniendo de España envejecieron acá con los trabajos los an
arrinconado tratándolos peor que los Egiptios a los hijos de Israel, y
ansi va todo Regido con dislates y dispates (sic) y mayores atreuimientos
como algunos a oydos de vuestra Magestad avran llegado ... pues está Regido
por mozos y criollos de esta tierra. Vea vuestra Magestad el fin que todo
tendrá que por estos Respectos no tenemos ya cátedras y si alguno ay de
España que se quiera oponer por parescellos que Ellos quedan corridos y
El de Es¬paña honrrado o los destierran de la prouincia o los fatigan
hasta que de pena mueren... ».[25]

Incuestionablemente era menester adoptar algún corte para atajar las trifulcas en el seno de las Órdenes promovidas por la rivalidad entre peninsulares y criollos, pues no siempre los ánimos se mostraban conciliadores. Al efecto, el tratadista Villarroel explicaba que la intención del Pontífice Urbano VIII, al disponer la alternativa en las prelacías de las Indias (18 de abril de 1625), había sido la de evitar encuentros desdorosos en el seno de instituciones que debían de mostrar ante todo cordura y conformidad entre sus miembros. En orden al ejercicio de los cargos rectorales, recuerda la parábola bíblica del dueño de la viña arrendada a unos labradores, y deduce que en un ánimo agradecido tiene gran poder la fuerza del sufragio, pero que en ánimos religiosos debe de concederse especial dimensión a la caridad, y cuando desgraciadamente faltase esta virtud, suplía el vacío la prudencia.[26]

León Pinelo, en un escrito inédito, reconoce pragmáticamente que era visible la oposición entre los religiosos criollos y los de España, y razona: «Estos, porque entienden que fueron a enseñar, mandar y governar a los criollos, y estos por lo que ordinariamente se aborrece a los que goviernan, mandan y enseñan».”[27]

La alternativa se implantó en la Provincia mexicana de los agustinos por Bula de Urbano VIII, del 2 de septiembre de 1622. Los franciscanos la llevaron a la práctica en 1625, tanto en el Perú como en México, adoptando estos últimos la curiosa moda¬lidad de alternativa en razón de tres categorías: los que habían tomado el hábito en la Metrópoli y pasaron a la Nueva España (gachupines), los que habían pasado de seglares y habían recibido el hábito en México (hijos de Provincia), y finalmente los criollos. En 1627 los agustinos de Michoacán se incorporaron al sistema, y dos años más tarde lo adoptaron sus hermanos de hábito en el Perú, en donde el cronista Tarres, no se nos alcanza con segunda intención o porque el suceso en sí lo fuera, lo califica de «novedad notable», que despertó alguna resistencia (como lo reconoce veladamente el mismo autor) pues se «habían introducido por la humana fragilidad las dos facciones y parcialidades de Castellanos y peruanos, y desseado cada una prevalecer a la otra, y aventajar a los suyos, necesariamente había de aver discordias, dise¬nsiones y competencias mortales entre una y otra facción, de donde como de fuente manan ambiciones, injusticias, sediciones, agravios y escándalos lamentables ... ».[28]Afortunadamente, gracias a la comprensión de los Padres peruanos, «porque en ellos rresidía entonces la mayor auctoridad, y letras de la Provincia... quedó felizmente assentada la justa distribución de los premios, partiéndose el pan con igualdad entre hermanos».

La oleada de criollización de las Órdenes de un lado, y de otro la ampliación del campo por evangelizar (tanto por el crecimiento vegetativo de la población como por la penetración en territorios inexplorados hasta entonces) constituyeron factores sus¬tanciales del principio de equidad inherente al sistema de la alternativa. En 1644 en la Nueva Granada los peninsulares eran escasamente 35, mientras que los criollos cuadruplicaban con creces ese número; en 1675 en la Provincia franciscana del Perú los criollos sumaban 291 frailes, al paso que sus hermanos de hábito de origen peninsular sólo alcanzaban a 61, y en la Provincia de la misma Orden de San Antonio de los Charcas, en 1678 los criollos pasaban de tres centenares, en tanto que los peninsulares apenas llegaban a 35. Debido a esta desproporción, los más afanados ahora en mantener un sistema odioso eran precisamente los que antaño se habían opuesto a su introducción.[29]


Como colofón, una apostilla: ¿fue la alternativa una maniobra auspiciada en la sombra por la Corona y gestionada del Papado para poner un valladar a la preponderancia del elemento criollo en el seno de las Órdenes religiosas? Como contrapartida, por Cédula de 21 de Febrero de 1776 se reservó para los entonces llamados españoles americanos un tercio de las prebendas eclesiásticas que se proveían en la Península.[30]

Notas

  1. Historia de las cosas de Nueva España, Libro X, Capítulo XXVII.
  2. Cfr. ANTONELLO GERBI, La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica. 1750-1900 (México, 1970).
  3. García Icazbalceta, Cartas de religiosos de Nueva España (1539-1594) (México, 1941), p. 28
  4. ibíd., p. 173.
  5. CUEVAS, Documentos inéditos para la Historia de México (México, 1914), p. 299.
  6. Tomo Primero de la conveniencia de las dos Monarquías Católicas, la de la iglesia Romana y la del Imperio Español. .. (Madrid, MDCXIl), Libro II, Capítulo XXXV, § 4, fol. 363, y Libro III, Capítulo III, § 4, fol. 21.
  7. Monumenta Peruana (Rornae, 1954), I, p. 328. 8 Id.,
  8. ibid. p. 447
  9. ibid. II, p. 183
  10. Archivo General de Indias. Lima, 32. Despacho del Conde del Villar, de 8.V.1588.
  11. Libro II, Capítulo XXX.
  12. Cfr. Real Cédula de 19.V.1525, al obispo Fray Vicente Peraza, en KONETZKE, Colección de Documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica (Madrid, 1953), I, p. 78.
  13. LISSÓN, La Iglesia de España en el Perú (Sevilla, 1944), II, p. 518.
  14. Id., ibid., III, p. 95.
  15. Cfr. SOLÓRZANO PEREYRA, Política Indiana, Libro IV, Capítulo XIX.
  16. ibíd., Libro II, Capítulo XXX, §§ 2, 3, 16 Y 17.
  17. Cfr. Ordenanza 46 del Consejo de las Indias [1571] en ENCINAS, Cedulario Indiano, (Madrid, 1596), I, pág. 11, Y Cédula del Patronato [1574] (en ibíd., p. 85). Recopilación de Leyes de las Indias, Libro III, Título II, Ley XIV.
  18. V. ORTIZ DE CERVANTES, Información en favor del derecho que tienen los nacidos en las Indias a ser preferidos en Prelacías, Dignidades, Canonjías, y otros Beneficios Eclesiásticos y oficios seculares de ellas ... (Madrid, 1619); BETANCOURT y FIGUEROA, Derecho de las Iglesias Metropolitanas i Catedrales de las IndÚ:15 sobra que sus Prelacías sean proveídas en los Capitulares dellas, i Naturales de sus Provincias... (Madrid, 1637); SOLÓRZANO y VELASCO, Discurso legal e información en derecho en favor de los nacidos en los Reynos del Perú ... para que puedan obtener plazas de Oidor ... (Madrid, 1652), y Bolívar y de la Redonda\, Memorial, Informe, y Discurso Legal, Histórico y Político ... en favor de los Españoles que sean preferidos en todas provisiones Eclesiásticas ... (Madrid, 1667).
  19. KONETZKE, ob. cit., TI, 1°, p. 24l. Recopilación de leyes de las Indias, Libro III, Título TI, Lev XIV.
  20. V. los trabajos de Paulina Castañeda Delgado y Juan Marchena.
  21. LEVILLIER, Gobernantes del Perú. Cartas y papeles (Madrid, 1921), I, p. 410, Y III. p. 240.
  22. LAVALLÉ, «La admisión de los americanos en la Compañía de Jesús: el caso de la Provincia pe¬ruana en el siglo XVI», en Histórica (Lima, 1985), IX, pp. 137-153.
  23. Archivo General de Indias. Justicia, 1086.
  24. Breve resolución... pregúntase si será pecado mortal introducir alternativa de oficios, haziendo dos parcialidades, de una misma Nación en una Provincia de religiosos donde ay y ha havido siempre paz, concordia y unión... (¿Madrid?, 1678).
  25. LISSÓN,ob. cit., III, pág. 605.
  26. Segunda Parte de los comentarios sobre los Evangelios de la Quaresma .. (Madrid, 1662), Commentario 17 f, 7r.
  27. Archivo General de Indias. Lima, 338.
  28. Crónica agustina del Perú (Lima, 1657), Libro Tercero, Capítulos V, VI y VIl.
  29. Sobre la alternativa, además del copioso material yacente en el Archivo General de Indias (Secciones Indiferente General, 3.051; México, 706, 707 y 708 y 819; Lima, 318, 333, 338, 535 y 540, y Escribanía de Cámara, 517 (A); v. VARGAS UGARTE, Historia de la Iglesia en el Perú (Burgos, 1960), III, págs. 119-150; GONZÁLEZ ECHENIQUE, «Notas sobre la "alternativa" en las provincias religiosas de Chile indiano», en Historia (Santiago, 1962-1963), pp. 178-196; MORALES V ALEIRO, «Criollización de la Orden franciscana en México. Siglo XV!», y LUIS MANTILLA, «La criollización de la Orden franciscana en el Nuevo Reino de Granada», en Actas del 11 Congreso Internacional sobre los franciscanos en el Nuevo Mundo (Siglo XVI) (Madrid, 1988), pp. 661-684, y 685-727, respectivamente.
  30. KONETZKE, ob. cit., III, 1°, pág. 405.


GUILLERMO LOHMANN VILLENA © Simposio CAL, 1992