EVANGELIZACIÓN; participación del clero secular

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

Introducción

Interesa a nuestro tema una noticia general de la acción evangelizadora en Hispanoamérica, y para ilustrarla con ejemplos concretos, en algunos casos se traza un cuadro más detallado de dicho proceso en el Paraguay y Río de la Plata en el siglo de la conquista (siglo XVI).

La evangelización

Aun cuando suele entenderse por «evangelización de América» exclusivamente la prédica a los indígenas, la propagación de la Fe cristiana entre los mismos, con la mira de lograr su conversión, nos parece oportuno recoger aquí el concepto que hallamos en la Exhortación apostólica Evangelti Nuntiandi, de S. S. Pablo VI, del 8 de diciembre de 1975. Según se lee en su N° 18, «evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la Humanidad, y con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma Humanidad».

Esta acepción abarca más, y en nuestra opinión, se presta mejor a una perspectiva real de la acción de la Iglesia en los siglos XVI y XVII del acaecer hispanoamericano. Aceptándola como hipótesis de trabajo o valor entendido, hemos de concluir que la acción evangelizadora en América comprende la ya referida propagación de la fe entre los indígenas, paganos en su origen, como la atención espiritual de los conquis¬tadores y de sus hijos, nacidos y criados, éstos, en un ambiente ya cristiano, siquiera normalmente cristiano.

Fueron los medios de esta evangelización, en lo referente a los indígenas, la labor misionera y la necesaria y permanente atención de las reducciones y doctrinas a las que aquélla dio origen, además de las parroquias de «originarios» que existían en las ciudades, y en cuanto a la gente con «status» de española, toda la estructura eclesiástica, con sus diócesis, parroquias y tenientazgos, a la que se sumaba la decisiva influencia de los conventos.

En el desarrollo de nuestro tema, como se ha adelantado en la introducción, hemos de ver en general lo relativo a Hispanoamérica, concretizando en ejemplos hechos propios de la historia del Río de la Plata y Paraguay, por más accesibles y sin que esto signifique preferencia emotiva.

Las órdenes religiosas

En los primeros tiempos, la evangelización del indígena americano estuvo principalmente a cargo de religiosos: franciscanos, dominicos y agustinos, sin perjuicio de la presencia activa de los mercedarios, a todos los cuales se sumarían poco después y con notorio éxito los jesuitas.

En el Río de la Plata y Paraguay, actuaron y se instalaron, de modo permanente y en este orden cronológico, mercedarios, franciscanos, jesuitas y dominicos, y también encontramos a algunos frailes jerónimos en los años iniciales, aunque éstos no llegaron a fundar casa de su religión. Si bien fundamental, de notoria trascendencia, la acción evangelizadora de estas re-feridas órdenes, escapa ella a nuestro tema específico y omitimos información adicional sobre la misma.

Presencia inicial del clero secular

Aquí y ahora, nos interesa preferentemente -más aún, en exclusividad- lo relativo a la presencia y la acción evangelizadora del clero secular en nuestra América en los iniciales siglos.

Desde el segundo viaje colombino, en 1493, se comprueba el paso de clérigos a las Indias, pocos, pero de existencia real. Vienen ellos como capellanes de las expediciones de descubrimiento y conquista, o agregados a ellas. Por esa época, los encontramos entre los acompañantes de frey Nicolás de Ovando, Gobernador General, en 1502; y en toda esa década de expansión antillana, se debe admitir que su desproporción numérica respecto de los religiosos se mantiene relativamente grande, ya que estos últimos siguen siendo más numerosos. Su presencia, sin embargo, ha de ir acentuándose de modo sistemático desde que se establecen las primeras Diócesis, con sus correspondientes Capítulos catedralicios, y años más tarde, los Seminarios.

Al ocuparnos de los Obispos provenientes del clero secular, hemos de dar noticia de varios que lo fueron en esos años iniciales, y aquí conviene recordar que fray Bar¬tolomé de las Casas, de mención inexcusable en cuanto hace a la defensa del indígena y a los antecedentes de la promoción de los derechos humanos, fue clérigo antes de incorporarse a la Orden de Predicadores.

En trance de ejemplificar y al tratar de la conquista y el poblamiento del Río de la Plata y Paraguay, cabe citar al P. Francisco de Andrada, venido en la armada de D. Pedro de Mendoza, en 1536, capellán que fue de la primitiva casa fuerte de Asunción y, en 1553, eficaz mediador para una avenencia que puso fin a cruentos choques entre los conquistadores: fue él quien concertó, como prenda de paz, las bodas de doña Úrsula y doña Marina, dos hijas adolescentes y mestizas del gobernador Do¬mingo Martínez de Irala, con los capitanes Alonso Riquelme de Guzmán y Francisco Oñiz de Vergara, en ese momento condenados a muerte y en capilla.

Sin mencionar ya a Luis de Miranda de Villafaña, clérigo, poeta y hombre de armas tomar, que hacia 1545 compuso un “Romance” de corte panfletario, ni al arcediano Martín Barco de Centenera, autor de los endecasílabos de «La Argentina», publicados en 1602, porque no parece que se hayan destacado como evangelizadores. Corresponde, sí, señalar que el ya citado P. Andrada y sus hermanos de ministerio Juan Gabriel de Lezcano, introductor del teatro en el Paraguay, Martín González. Diego Martínez y otros, aparte de la asistencia espiritual a los españoles y a la primera generación de criollos y mestizos, iniciaron la prédica entre los indígenas guaraníes comarcanos de Asunción y lograron la consiguiente conversión de muchos de ellos.

En verdad y comparándola con la relativa a las órdenes religiosas y su trascen¬dencia evangelizadora, escasa, difícil de hallar, en la bibliografía que específicamente se ocupa del clero secular y de su presencia y acción en Hispanoamérica. Similar ca¬rencia se registra en cuanto a los siglos coloniales, en lo que hace a su acción pastoral y a sus posibilidades relativas a la defensa de los derechos de sus feligreses en los curatos de indios.[1]Pese a tal situación, podemos sostener que ellos también lucharon por la promoción del indígena, y muy especialmente, en defensa de sus derechos básicos, inheren¬tes a su condición humana.

En este orden de cosas, podemos recordar un caso muy significativo de la historia del Paraguay colonial. Cuando en 1660 y a raíz de un alzamiento contra excesos en la aplicación del sistema de encomiendas, un Gobernador de cabeza y mano duras dispuso la extinción del pueblo de indios de Arecayá, y la sujeción a servidumbre perpetua de aquéllos de sus individuos a los que no había condenado a muerte y ejecutado, fue un clérigo secular, el Dr. Adrián Cornejo, en ese momento Gobernador Eclesiástico, el que alzó su voz con la mayor energía contra tan inhumano abuso de autoridad. Clamó Cornejo por la rehabilitación de esos naturales, afrontando todo tipo de hostigamiento y humillaciones, y como resultado de su perseverancia, logró que se designara a un Juez pesquisidor para examinar el caso, este último condenó al crudelísimo magistrado y dispuso el restablecimiento de la castigada comunidad.[2]

Institucionalización de la Iglesia en América

El historiador y ensayista Enrique Dussel distingue en el desarrollo de la Iglesia latinoamericana de la época colonial los siguientes períodos o etapas. Exponemos una síntesis de su esquema, sin que ello implique que necesariamente lo aceptemos. Son ellos:

1°. La que denomina «Los primeros pasos» (1493-1519), desde la Bula Piis Fidelium, del 25 de junio de 1493, y la venida de fray Bernardo Boyl, hasta el comienzo de las gestiones de fray Bartolomé de las Casas en defensa de los indígenas, pasando por la frustrada erección de tres Diócesis, por Julio II, en 1504, y la efectiva erección, de 1511;
2°. De «Las misiones de Nueva España y Perú» (1519-1552), con la creación de las primeras Diócesis en estos territorios, y la acción en el primero de ellos de prelados de la talla de Zumárraga y Quiroga, y en el segundo, del capellán Valverde y de un misionero insigne, como lo fue San Francisco Solano;
3°. De «La organización y el afianzamiento de la Iglesia» (1552-1620), que es la época de Santo Toribio de Mogrovejo y de los Concilios provinciales y los Sínodos diocesanos, de los que hemos de ocuparnos más adelante;
4°. De «Los conflictos entre la Iglesia misionera y la civilización hispánica» (siglo XVII), que es el tiempo de la afirmación del Patronato, del poder efectivo de los Obispos, de la creciente presencia del clero secular y de los jesuitas, y las confrontaciones con el sistema inmediatamente anterior, de predominante acción de las órdenes mendicantes;
5°. De «La decadencia borbónica» (1700-1808), en la que el autor cree ver una decadencia del anterior ímpetu misionario, pese a la notable propagación de la fe en California por obra de fray Junípero Serra y sus compañeros, y una atonía en la vida religiosa, acentuada con la expulsión de los jesuitas.[3]

La periodificación que hemos resumido, con sus fundamentos, puede servirnos de apoyo para interpretar el proceso de institucionalización de la Iglesia en Hispanoamérica. Tiene su comienzo el mismo con la erección de las primeras Diócesis: la presencia del Obispo, con su Catedral y sus parroquias, significa estabilidad, voluntad de permanencia.

Si bien el 18 de noviembre de 1504, por la Bula «Illius Fulciti Presidio», el Papa Julio II había intentado hacerlo en tres sedes iniciales -las de Hiaguata (Santo Domingo), a la que investía con calidad de metropolitana, Magua (Concepción de la Vega) y Bayana, todas en la Isla La Española-, ello no tuvo efecto por la oposición de Fernando el Católico, al que no se le habían reconocido sus preeminencias y que, ejercitando la facultad de «retención», hacía valer sus derechos de soberano.

Más, a partir de 1511 y ya con estricta observancia de las normas del Regio Patronato Indiano, se van estableciendo definitivamente las tan necesarias Diócesis en Hispanoamérica. Con ellas, aparte de los correspondientes Capítulos o Cabildos de las Catedrales, aparecen los curatos o parroquias, que son medios directos y eficaces de la evangelización.[4]

En el caso rioplatense y paraguayo, la Diócesis es creada por la Bula «Super Specula Militantis Ecclesiae» del 1° de julio de 1547. El Obispo entonces electo, fray Juan de Barrios, franciscano, aunque antes de emprender el viaje es trasladado a la Nueva Gra¬nada, como Obispo de Santa Marta y luego primer Arzobispo de Santa Fe de Bogotá, alcanza a erigir, por sendas resoluciones suyas fechadas en Aranda de Duero el 2 de enero de 1548, la Catedral, que es la de Asunción, con un frondoso Cabildo que ha de integrarse en la forma por él prevista.

Nueve años más tarde, llega el primer Obispo residente, fray Pedro Fernández de la Torre, también franciscano, que con el decidido apoyo del gobernador Domingo Martínez de Irala, implementa lo ya dispuesto respecto de la Catedral y establece parroquias personales a cargo del clero secular: la de españoles de la Anunciación, la de la Encarnación, y la de San Blas, de «naturales» para la atención de los indígenas originarios o «yanaconas», que sumará a su feligresía a los pardos libres y esclavos y demás castas, y ha de subsistir hasta 1804. A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI aparecen los sucesivos «pueblos de indios», con sus correspondientes curatos. De los siete más próximos a Asunción, seis se hallan a cargo del clero secular o lo estarán muy pronto. Un siglo más tarde, en 1682, son doctrinas de clérigos las de Altos, Ypané, Guarambaré y Yaguarón, en un radio no mayor de doce leguas en torno a la capital y con 3.429 habitantes, que hacen el 8.9 % de la población total del Paraguay de entonces.[5]

Los Obispos del clero secular

En el primer siglo de presencia española en América, aproximadamente el 30% de los Obispos proviene del clero secular, en tanto que los demás son religiosos. De aquéllos, recordemos a modo de ejemplos, a Don Alonso Manso, en 151,1 primer obispo de Puerto Rico, que hubo de serlo en La Española en la frustrada erección episcopal de 1504, y en su sucesor inmediato, Don Rodrigo de Bastidas, de estirpe de conquistadores, que antes había sido Deán en Santo Domingo y primer Obispo de Coro, Venezuela; a Don Diego Álvarez de Osario, Chantre en Panamá, y en 1527, como obispo de Nicaragua; al antiguo colegial de Salamanca D. Alonso de Toves, Al primer Obispo de Santa Marta, en la Nueva Granada; a Don Gregorio Díaz Arias, que en 1546 inauguró la sede de Quito; y al Dr. Juan López de Zárate, Deán en México, promovido en 1535 a primer Obispo de Antequera, en Oaxaca.

Manejando información recogida y publicada por Ernesto Schafer, encontramos una mayoría de religiosos entre los Obispos de Hispanoamérica en los siglos XVI y XVII: hemos aludido ya a una estimación del 30% de clérigos. Incluye la estadística, tanto a los que llegaron a tomar posesión de sus respectivas sedes de pleno derecho, como a los que fallecieron o fueron trasladados antes de poder hacerlo, a los electos que no alcanzaron a consagrarse y a los sólo presentados.

De 21 prelados de Chiapas, en Yucatán, identificados en ese lapso, sólo 7 son clérigos seculares; de 12 de La Imperial, después Concepción, en Chile, no pasan de 3; de 23 del Paraguay, de los que Schafer menciona sólo a 21, hay nada más que 4, entre presentados, electos y residentes, de los cuales uno solo, el Dr. Lorenzo de Grado o Pérez de Grado, alcanzó a ocupar su silla y lo hizo en el bienio de 1618 y 1619. Con relación al caso paraguayo, conviene consignar las larguísimas vacancias de la sede y ausencias de Obispo titular, que entre 1601 y 1700 totalizan 60 años, cifras que se han de repetir exactamente en el siglo XVIII. Otro Obispo de los prime¬ros tiempos, también proveniente del clero secular, el Dr. Juan Vázquez de Liaño, antes Canónigo en Soria, con ejecutoriales del 4 de mayo de 1597, llegó a Buenos Ai¬res en 1599 y falleció al poco tiempo, sin haberse consagrado, ni subido a su sede. En el extremo opuesto, la misma fuente señala a 14 clérigos seculares entre los 18 Obispos del Cuzco de los referidos siglos; así como a 14 de los 25 de Charcas; a 15, de los 20 de México, y a 9, de los 10 de Lima.[6]

Del cotejo de estas cifras, surge la impresión de que el predominio numérico de los frailes se da de preferencia en las Diócesis más pobres lejanas, de difícil acceso y pocos recursos, en tanto que la proporción tiende a invertirse en las de mayores rentas e influencia, como ocurre con Charcas, México y Lima. Juan Francisco Aguirre, cronista de fines del siglo XVIII, al aludir a las tan prolongadas vacancias de la sede paraguaya, señala que muchos de los Obispos designados para ella gestionaban su traslado a otra, apenas recibidas sus Bulas y antes mismo de aprestar su viaje.[7]


Santo Toribio de Mogrovejo, un paradigma

Si hemos de destacar a alguno en particular, el prelado proveniente del clero secular de más trascendente acción en estos siglos iniciales de la cristianización de América, es, en nuestra opinión, Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606).

Inquisidor de Granada y eminente canonista, es desde 1579 Arzobispo de Lima. Constituye una de sus mayores preocupaciones, el gran motor de su permanente accionar, la propagación de la fe. Mogrovejo implementa en toda su jurisdicción episcopal el orden tridentino, en-tonces de reciente data, y además de fomentar la formación de un clero indiano, como principalísimo colaborador para una efectiva evangelización, se muestra incansable en las sucesivas y extenuantes visitas pastorales de tan vasta y accidentada Arquidiócesis, en el transcurso de una de las cuales ha de fallecer, tras más de un cuarto de siglo de proficua labor, el 23 de marzo de 1606.

Quizá su más memorable legado, verdadero monumento de su acción pastoral, haya sido la convocatoria y reunión del Tercer Concilio Limense, en 1582 y 83. Se dispone la enseñanza del Catecismo en las lenguas indígenas, y se aprueban los correspondientes textos en que la misma ha de basarse. Como resultado de ello, pronto habrán Catecismos en quechua, en aymara y en guaraní, este último, en versión de fray Luis Bolaños. Asiste a la reunión, entre otros prelados de Diócesis sufragáneas, fray Alonso Guerra, Obispo del Paraguay, a la sazón en viaje hacia su sede. De éste y de otros concilios provinciales, así como de los Sínodos diocesanos, hemos de ocuparnos en su correspondiente apartado.

El mismo Mogrovejo reuniría, no sin grandes dificultades, otros dos Concilios Provinciales en Lima, en 1591 y 1601 respectivamente. El insigne Arzobispo es beatificado por S. S. Inocencio XI, el2 de junio de 1679, y lo ha de canonizar S. S. Benedicto XIII, el 27 de diciembre de 1726. Conviene tener presente que, aun cuando provenía del clero secular y registraba largos años de servicios a la Iglesia, no había recibido la ordenación sacerdotal hasta las vísperas de su presentación para la sede limeña.[8]

El clero hispanoamericano

Ya en el siglo de la conquista, se había hecho sentir la necesidad de un clero de procedencia local y se manifestaban numerosas vocaciones. Los criollos y los mestizos asimilados, donde esta asimilación tuvo lugar, no encontraron dificultades para seguir el camino eclesiástico, y se les abrió la posibilidad de alcanzar los más altos honores. Señala Castañeda que antes de terminar el siglo XVI hubo ya cuatro Obispos de tal origen, en tanto que en el inmediato siguiente constituyeron el 32% del episcopado de Hispanoamérica. No ocurrió lo mismo con los indígenas y los mestizos de primera generación socialmente identificados como tales, especialmente para acceder al orden sagrado, aunque las trabas se fueron salvando gradualmente y con diferencias según la época y el lugar.[9]

Donde no funcionaron Seminarios, como ocurrió en el Paraguay hasta 1783, la falta de los mismos se suplió con los «estudios» de los conventos y colegios de las órdenes religiosas, a los que se podía sumar la acción de clérigos ilustrados, con la supervisión de Obispos y prebendados. Así, en 1598, fray Hernando de Trejo y Sanabria, Obispo criollo paraguayo del Tucumán, al practicar visita de su provincia natal afectada por larga acefalía episcopal, confirmaba a 3.000 niños y jóvenes y ordenaba sacerdotes a 23 postulantes criollos y mestizos asimilados, a los que había hallado aptos para el sagrado ministerio.

Cabe destacar entre ellos al asunceño Roque González de Santa Cruz, de sólo veintidós años, que pertenecería al clero secular hasta su ingreso en la Compañía de Jesús en junio de 1610, moriría mártir en 1628 y sería canonizado en 1988. Casi medio siglo más tarde, en la década de 1640, el Obispo fray Bernardino de Cárdenas ordenaría en Asunción a cerca de 100 sacerdotes paraguayos, dispensándoles algunos requisitos académicos, «a título de lenguas», vale decir del dominio de la lengua guaraní, indispensable para la evangelización de los indígenas.[10]

Planificación de la evangelización

La evangelización en América no se desarrolló a ciegas, ni por la vía de la improvisación. Aparte de las precisas directivas de la Santa Sede y de la Corona, y de las impartidas por sus superiores a las órdenes religiosas, ella fue planificada a través de los acuerdos de los Concilios provinciales y los Sínodos diocesanos, en especial a partir del Concilio de Trento.

En las referidas reuniones celebradas en el Nuevo Mundo y presidida por metropolitanos y ordinarios del lugar, cupo siempre destacada intervención al clero secular.

Concilios provinciales y sínodos diocesanos

Aún antes del Concilio de Trento, tuvieron lugar Sínodos diocesanos y Concilios provinciales en Hispanoamérica. Los Sínodos eran reuniones de clero y laicos de una misma Diócesis, convocadas por sus respectivos Obispos, para tratar y resolver cuestiones de doctrina, acción evangelizadora, disciplina eclesiástica y temas afines. Si bien participaban en ellos los superiores o provinciales de las órdenes religiosas o de las tierras de misión, según el caso, por lo general era mayor el número de clérigos en los mismos. Cuando tenían lugar en una sede metropolitana, con intervención de prelados sufragáneos y representantes de sus respectivos cleros, constituían Concilios provinciales.

Dussel anota 51 Sínodos entre 1539 y 1638, y 11 Concilios provinciales aproxi¬madamente en el mismo lapso, cinco de éstos en Lima, tres en México, uno en Santo Domingo, uno en Santa Fe de Bogotá y otro más en La Plata, capital de Charcas, y creemos incompleta su lista de los primeros porque omite toda mención del Segundo Sínodo diocesano de Asunción,, del que en otro párrafo damos noticia. Refiriéndose a estas asambleas, agrega el mismo autor: «No hay concilios dogmáticos -como Trento--, sino esencialmente pastorales, misioneros. Desde el Concilio convocado por Jerónimo de Loaisa en 1552 hasta el Sínodo diocesano de Comayagüen en 1631, encontra¬mos en toda la Iglesia latinoamericana un anhelo de poder organizar definitivamente la nueva Iglesia -la «nueva cristiandad de las Indias» la llama Toribio de Mogrovejo- y para ello los Obispos se reúnen en todos los puntos del continente, para promulgar, luego de largas discusiones -y de una directa experiencia-, las leyes ecle-siásticas que regirán hasta el siglo XIX».[11]

Con el antecedente de las «juntas interdiocesanas» celebradas en México en 1539 y 1541, se reúne en 1555 el Primer Concilio Provincial, convocado por el segundo Arzobispo, fray Alonso de Montúfar, y aprueba 93 «Constituciones». Se celebraron otros dos Concilios provinciales, en 1565 y 1585, respectivamente.

Especial trascendencia corresponde atribuirle al Primer Concilio provincial de Lima, de 1552, con 40 «Constituciones de los naturales», sobre organización de las doctrinas, requisitos para el bautismo de los neófitos y otros problemas de la evangelización indígena, y 80 «De lo que toca a los españoles», sobre buenas costumbres y régimen eclesiásti¬co. El Segundo Concilio provincial, tiene lugar en 1567 y 1568, y aprueba 122 Constituciones relativas a los indígenas, en las que se afirma la primacía de los Obispos ante una autonomía de las órdenes religiosas que se considera excesiva, y 132 sobre los españoles. Ambos Concilios son convocados y presididos por fray Jerónimo de Loaiza, primer Arzobispo desde 1547 hasta 1575.[12]

Pero el más importante es el Tercer Concilio Limense, convocado en 1582 por el Arzobispo Mogrovejo, al cual ya hemos hecho sucinta referencia, así como a la presencia en sus deliberaciones del Obispo del Paraguay, fray Alonso Guerra. Se acuerda allí, entre otras cosas, «que se guarde por todos uniformidad en la doctrina y en el modo de enseñar a los indios, y para esto se procure que haya un Catecismo hecho y aprobado con autoridad de Obispo, por el cual doctrinen todos, y el que no lo hiciere sea penado».[13]

Tomando como fuente el Catecismo tridentino, el P. José de Acosta, posiblemente con la cooperación del canónigo Juan de Balboa, elabora el manual conocido como «Catecismo Limense», para servir de base a los que han de ser vertidos a las lenguas indí¬genas. Comprende el mismo, entre otras cosas, un «Catecismo breve para los rudos y ocupados», una «Plática breve en que se contiene la suma de lo que ha de saber el que se hace cristiano» y un «Catecismo mayor para los que son más capaces», a los que después se sumarán un «Confesionario para los curas de indios» y unos «Complementos pastorales del confesionario.»[14]

Aquí hallamos el antecedente inmediato del «Catecismo en guaraní», de fray Luis Bolaños, recomendado por el primer Sínodo Diocesano de Asunción, de 1603, que presidieron el Obispo franciscano fray Martín Ignacio de Loyola y el Gobernador criollo Hernandarias de Saavedra, y que además de su valor religioso y didáctico, constituye la más antigua manifestación de literatura en dicha lengua nativa.

En el Sínodo Diocesano de Asunción, de 1603, que podemos tomar como ejemplo de los demás, bajo la presidencia del Obispo y del Gobernador ya mencionados, toman asiento los procuradores laicos de las ocho ciudades de la provincia, otros magistrados, representantes de las tres órdenes religiosas - mercedarios, franciscanos y jesuitas- entonces ya establecidas en su jurisdicción, y una decena de sacerdotes del clero secular, entre los que se cuentan varios de los criollos y mestizos asimilados, que el Obispo Treja ha ordenado en 1598, como el joven P. Roque González de Santa Cruz, en ese momento Rector de la Catedral de Asunción. Dos de los tres grandes capítulos aprobados se refieren respectivamente a la evangelización de los españoles, entendidos por tales los criollos y mestizos de segunda y tercera generación, hijos y nietos de conquistadores, y a la de los indígenas, en el que se insiste en la necesidad de que los curas doctrineros sepan expresarse en guaraní y se aprueba el ya recordado Catecismo del P. Bolaños, inspirado, como lo he puesto de manifiesto, en el limense de 1583.[15]

Un segundo Concilio diocesano, que ha de ser el último, se reúne en 1631, por convocatoria del Obispo fray Cristóbal de Aresti, benedictino, cuando toda la provincia se halla conmovida en todas sus estructuras por la primera y más grande de las invasiones depredatorias de los «bandeirantes» o «mamelucos» de San Pablo.

Síntesis final

Aunque las fuentes disponibles acerca de la misma no son muchas, ni siempre accesibles, podemos afirmar que la acción del clero secular, a través de sus prelados y sacerdotes, fue de notoria trascendencia en la evangelización de América Latina. Le ha faltado a la misma la necesaria publicidad, y no ha tenido cronistas que en su tiempo se ocuparen de enaltecerla, pero se dio ella en los siglos XVI y XVII, tanto en la atención de los indígenas, como en la de los habitantes con «status» de españoles.

Varios Obispos de los primeros cuarenta años de presencia orgánica de la Iglesia, provinieron del clero secular, y éste incorporó a su seno a criollos y mestizos asimilados, y más tarde, en forma gradual, a indígenas y mestizos de primera generación. Participaron sus integrantes, en forma mayoritaria y activa, en los Concilios provinciales y Sínodos diocesanos, de algunos de los cuales se da noticia concreta, en los que se planificó la labor evangelizadora y se fueron incorporando las innovaciones institucionales y las normas disciplinarias del Concilio de Trento.

Se menciona en particular a Santo Toribio de Mogrovejo, como paradigma de los Obispos del primer siglo hispanoamericano provenientes del clero secular, dando noticia muy sucinta de sus afanes y sus realizaciones.


NOTAS

  1. En general: Archivo General de Indias, Charcas, 138 - Cartas y expedientes de los Obispos del Para-guay 1586-1694; nuestros: «Breve historia de la cultura en el Paraguay», 12 edición (Asunción, 1989), 59; «Iglesia y educación en el Paraguay colonial», en Historia Paraguaya, Anuario de la Academia Para-guaya de la Historia, Vol. XV (Asunción, 1976).
  2. Nuestro: «La rebelión de los indios de Arecayá, en 1660», Centro Paraguayo de Estudios Sociológicos, Asunción, 1964
  3. Dussel Enrique. «Historia de la Iglesia en América Latina» (Barcelona, 1972), 63/77.
  4. Morales Padrón Francisco, «Historia general de América», tomo VI del Manual de historia universal, (Madrid, 1975), 448; Tobar Balthasar De, «Compendio de Bulario Indico» Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1996, Sevilla.
  5. cf. nuestros: «El Cabildo de la Catedral de Asunción», Universidad Católica de Asunción, 1985; «La población del Paraguay en 1682», CP.E.S. (Asunción, 1965),
  6. Schafer, Ernesto «El Consejo Real y Supremo de las Indias», II (Sevilla, 1947), 565 y ss.
  7. Aguirre Juan Francisco. Diario de Aguirre, II, primera parte, 296.
  8. Sobre Santo Toribio de Mogrovejo, en general: Juan Villegas, S.J, «Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo»; Fernando de Armas Medina, «Cristianización del Perú» (Sevilla, 1953).
  9. Armas Medina, op. cit.; Dussel, op. cit.; Antonio Ybot León, «La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias» (Salvat Editores), 718 y ss.
  10. Fuentes citadas en notas 2 y 7.
  11. Cf. Dussel, 66, 71 Y 319.
  12. Armas Medina, 229 y ss.
  13. Ybot León, 527.
  14. Durán, o.p. cit., en general.
  15. F. Mateas, S.J., «El primer Concilio del Río de la Plata en Asunción (1603»> (Madrid, 1969).