DEVOCIÓN AL ROSARIO EN LA NUEVA ESPAÑA. Influencia de Lepanto

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

PRÓLOGO (DHIAL)

La célebre Batalla naval de Lepanto tuvo lugar el 7 de Octubre de 1571 en el Golfo de Patras, cercano a la ciudad griega de Lepanto. Enfrentó a la flota de la «Liga Santa» (conformada por varios de los Estados católicos europeos -especialmente España y Venecia) con la flota otomana que amenazaba seriamente las costas mediterráneas de España e Italia, lo que se hubiera traducido en el establecimiento del dominio de la Turquía musulmana sobre la Europa cristiana.

La flota cristiana, integrada por 204 galeras, fue puesta bajo el mando de don Juan de Austria, hijo natural de Carlos V; y la musulmana, integrada por 205 galeras de mayor tamaño, por el almirante Alí Pachá. A media tarde de ese 7 de octubre, las naves otomanas que no habían sido destruidas en combate huyeron mar adentro; la victoria de la flota cristiana marcó un punto de inflexión en las pretensiones turcas de dominar Europa.

Don Juan de Austria llevaba en su nave una imagen de la Virgen de Guadalupe que se venera en Extremadura. Pero también estuvo en la batalla de Lepanto otra imagen de la Virgen: Juan Andrea Doria, nombrado comandante de las naves genovesas de la «Liga Santa», llevaba a su vez en su nave una imagen de la Virgen de Guadalupe milagrosamente aparecida en 1531 en el Tepeyac, y que le había obsequiado el Rey Felipe II.

Las repercusiones que la batalla de Lepanto tuvo en la vida del Imperio español -del cual Nueva España era parte- las encontramos en prácticamente todos los ámbitos; ya sean los geográficos, los geopolíticos y los económicos. Y también en el poco estudiado, pero quizá el más trascendente: en la vida religiosa y cultural. El Papa San Pío V no tuvo la menor duda de que una victoria tan contundente había sido gracias al auxilio de la Virgen María, por lo que instituyó la fiesta de «Nuestra Señora del Rosario» que debía celebrarse litúrgicamente el 7 de octubre de cada año. Así ha sido desde entonces.

INFLUENCIA DE LA FIESTA DEL ROSARIO EN NUEVA ESPAÑA

Ciertamente la gloria alcanzada en Lepanto embargó a toda la cristiandad católica de aquellos tiempos, pues representaba el triunfo de la fe; triunfo que san Pío V atribuyó al rezo del Rosario y, por supuesto, a la Virgen. El rosario se transformaba por enésima ocasión en el arma espiritual de la Iglesia, y la Virgen de la cofradía que le diera la victoria se convertía asimismo en patrona de los navegantes. Por ello el papa instituyó la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria para homenajearla en los sucesivos aniversarios de la Señora del Rosario, cuya solemnidad en la Nueva España se conoció con el nombre de «fiesta de la naval».

A raíz de tales episodios, la devoción y culto a la Virgen con ese nombre se propagó en forma inusitada. Las cofradías se multiplicaron. Los devotos cofrades crecieron en fervor. Las arcas de la hermandad se enriquecieron sobremanera, y el fausto y la pompa engalanaron los altares con espléndidas obras de arte.

La renovada devoción al Rosario coincidió con la estancia en Nueva España del artista sevillano Andrés de Concha, quien arribó en el año de 1568 para cumplir un contrato con Gonzalo de las Casas, encomendero de Yanhuitlán; pero una vez finalizadas las tablas del retablo de la iglesia y quizá con el propósito de conmemorar la batalla, la cofradía del Rosario de aquel pueblo le encargó una imagen de Nuestra Señora del Rosario para su altar.

Las formas «manieristas»[1]que revelaba la pintura y el tipo iconográfico de María rodeada por los misterios de su rosario, eran del todo novedosos en el virreinato y, desde luego, fueron bien acogidos por sus habitantes. Primero, el tema se difundió ampliamente en las naciones azteca, mixteca y zapoteca. A esa etapa pertenecen la tabla de Tláhuac y los retablos de Cuilapan y Tlacochahuaya. Después, en los siglos siguientes, su influjo comprendió a regiones más alejadas.

Todavía dentro del espíritu manierista, se inscribe una variante en la cual, el manto de la Virgen aparece decorado en la orla con quince medallones alusivos a los «misterios», conforme se observa en la miniatura de Luis Lagarto del año de 1611 (Pinacoteca Virreinal de San Diego). Más tardías, pero también con medallones que rodean la figura de María, son las representaciones que hay en el pequeño templo del Niño Perdido, en Cholula, Puebla, y en el claustro del convento de Santo Domingo de Querétaro.

También de los últimos veinte años del siglo XVI y tal vez a consecuencia de la insólita difusión del rosario que surgiera desde la batalla de Lepanto, los dominicos, cuyo hábito blanco y negro que según la tradición la Virgen regalara a fray Reginaldo de Orleans, impusieron la «moda novohispana» de mostrar la capucha vuelta al revés formando cuello, al tiempo que sobre el escapulario lucían un rosario pendiente de su garganta como si fuera una cadena o collar.

Tal gusto, aparecido en los albores de la evangelización, lo instituyó formalmente fray Agustín Dávila Padilla quien, con el sentimiento de nostalgia que caracterizara a los hijos y nietos de los conquistadores, tuvo el propósito de revivir una práctica piadosa de los dominicos de la edad dorada. Esa costumbre de los predicadores de la Provincia de Santiago trascendió a los de San Hipólito, San Vicente y Filipinas, así como a los cofrades criollos, indios y españoles; y, desde luego, no pasó desapercibida para los pintores de la Nueva España que la reprodujeron en sus obras de temática dominica hasta las postrimerías de la etapa virreinal.

Pero si bien infinidad de formas manieristas y los tipos iconográficos de la Virgen rodeada de los misterios del Rosario y el de los religiosos dominicos con sartal al cuello perdurarían en todo el período virreinal, también es cierto que el auge devocionario alcanzado a partir de la batalla de Lepanto favoreció la construcción —sobre todo en las ciudades— de las primeras capillas del Rosario.

En efecto, la preocupación de los cofrades por poseer una capilla surgió en las dos últimas décadas del siglo XVI, primero en Santo Domingo de México, después en Oaxaca y en Puebla. En un principio los cofrades solicitaron a los frailes la donación de alguna de las capillas laterales para sede de la hermandad; posteriormente, el incremento de ricos devotos propició que estos financiaran la construcción, decoración y mantenimiento de grandiosas capillas, así como la rivalidad entre las cofradías por manifestar su preponderancia económica.

No es nada extraña la devota competencia suscitada entre las cofradías del Rosario de México y Puebla hacia el octavo decenio del siglo XVII: ambas edificaban una fastuosa capilla, y no solo pretendían que la suya fuera la mejor, la más lujosa y la más opulenta, sino también inaugurarla con antelación a la otra. La de México, construida por el arquitecto Cristóbal de Medina Vargas, fue subsidiada con los fondos de los cofrades, de cuya administración se encargaron los diputados don Gonzalo de Cervantes y Casaus, caballero de la Orden de Santiago, y el capitán don Juan Jerónimo López de Peralta y Urrutia,[2]aunque en opinión del padre Francisco de Florencia, el patrono de la obra fue el rico vecino Pedro de Palma.[3]

La de Puebla, encargada al maestro Francisco Pinto, fue auspiciada por innumerables cofrades. La primera, estrenada el 28 de enero de 1690, se adelantó por unos cuantos meses a la otra, abierta el 16 de abril del mismo año. La de México se hundió sin remedio a los casi cincuenta años de construida, iniciándose la edificación de otra hacia 1738, mientras que la de Puebla, después de trescientos años, aún puede admirarse.

Las cofradías novohispanas —como se sabe— eran instituciones muy ricas y algunas veces tenían parecidas funciones a las de las actuales empresas. Los libros de cuentas de la del Rosario de México, manifiestan que durante los años de 1642 a 1654, poseía tierras, tiendas con distintos giros y casas-habitación para rentar. La dueña era la Virgen, y los administradores de sus riquezas, los mayordomos y diputados. Estos inclusive invertían en diversos negocios y las ganancias no solo servían para incrementar el caudal de su patrona sino también para cobrar sus propios honorarios y pagar a los diferentes empleados.[4]

La situación de bonanza que se advierte en la cofradía del Rosario de la ciudad de México es reflejo del estado general de la economía de la Nueva España. En efecto, hacia mediados del siglo XVII la prosperidad de la minería, la ganadería, la agricultura y el comercio son todo un hecho. Los yacimientos argentíferos no dejan de explotarse ni de producir a toda su capacidad; el ganado se reproduce gracias al aprovechamiento de pastos hasta entonces intactos; el trigo, la caña de azúcar, la vid y la grana cochinilla, así como el maíz, el frijol y el chile, se cultivan y cosechan en grandes cantidades, al tiempo que el tráfico comercial se abría a través de diferentes caminos.[5]

La hacienda, por esa época, también se consolida, y el manierismo acaba por transformarse en el barroco.[6]El criollo novohispano de este momento, en su búsqueda incesante por autodefinirse, se adapta a su tierra, la alaba, la exalta, la enaltece, la aclama superior a Europa, aunque de ella tome su modelo. Su cultura, la cultura criolla persigue “el ideal de crear en América otra Europa, pero una Europa «americana», propia y orgullosa”.[7]

Con este ideal, Nueva España se da “al estilo barroco: el estilo de las apariencias engañosas”[8]y se abre a otra posibilidad de ser: la del “segundo proyecto de vida”[9]que perduraría hasta finalizar el siglo XVIII. Durante la época barroca, los ya conocidos tipos iconográficos rosarieros se perpetúan en diversas soluciones, a veces muy modernas y otras un tanto con sabor medieval; esto último, en obediencia a su indiscutible fuente de inspiración: los grabados anacrónicos que siguen llegando de Europa.

Así, la Virgen con santos o cofrades a sus pies, se representa a la antigua manera de las Vírgenes de la misericordia, es decir como madre protectora, cobijando bajo su manto a sus hijos los cofrades o bien a los religiosos de su orden preferida: la de predicadores por supuesto, tal y como se ve en el recuadro central de la portada principal del templo de Santo Domingo en Yanhuitlán (Oax.), en uno de los lienzos de la serie que narra la vida de santo Domingo de Guzmán, del año de 1763, del claustro de San Pedro y San Pablo de Teposcolula (Oax.), o en las yeserías de la cúpula de la capilla del Rosario del templo de Santo Domingo de la ciudad de Oaxaca.

Sin reminiscencias medievales pero acusando el influjo de la tabla de Yanhuitlán, también en la dieciochesca capilla del Rosario de Santo Domingo de Oaxaca, en medallones unidos por decenas de cuentas, aparecen los tres grupos de misterios del Rosario. En el lado de la epístola se representan los gozosos; en el del evangelio, los dolorosos; y, en la bóveda, los gloriosos.[10]En estos últimos, entre las ramas y emergiendo del tronco mismo del árbol de Jesé, se ve a María entronizada.

Así se observa igualmente en el cuadro que está en la capilla de la Divina Providencia, del templo de Santo Domingo de México, solo que aquí, en lugar de tallo hay un sinnúmero de azucenas que, según se ha dicho, prefiguran a la maternidad divina y a Jesús.[11]Del tallo de los patriarcas y reyes nace asimismo la Virgen del Rosario facturada en el siglo XVIII, del pequeñísimo templo del Niño Perdido ( Cholula, Pue.). La Madre y el Hijo, conforme se acostumbraba desde la centuria anterior, se hallan rodeados por medallones alusivos a los quince misterios, que brotan entre pétalos de rosas.

La imagen, sin lugar a duda, perteneció a una cofradía, según lo demuestran los grupos de laicos y religiosos localizados a uno y otro extremo de la Virgen. Sobre la eficacia del rezo del rosario para extraer a las ánimas del purgatorio, habla un alargado medallón que hay en el centro inferior del lienzo y en el cual se inscriben algunos ángeles quienes, por medio de las cuentas del sartal, ayudan a las almas a salir del purgatorio.[12]Muy semejante a esta Virgen del Rosario, es la que se localiza actualmente en el claustro del convento de Santo Domingo de Querétaro. No obstante, María surge aquí de una flor y es, por tanto, «rosa de Jericó». Es, además, una imagen de cofradía patrocinada por Marcelo Ulloa y firmada por Mathaeus Come, durante el siglo XVIII.

Un tema novedoso y hasta la fecha único en la iconografía rosariera de la Nueva España, es el del lienzo que representa a Don Juan de Austria dando las gracias a la Virgen por la victoria de Lepanto (Museo de San Carlos). Manuel Toussaint, por su asunto, lo suponía facturado en fecha próxima a la batalla.[13]Sin embargo, es seguramente una obra flamenca del siglo XVII. Se debe recordar que los dominicos y la cofradía del Rosario celebraban todos los años la «fiesta de la naval» —como era conocida en la Nueva España—; no es imposible, entonces, que el cuadro de don Juan de Austria tuviera relación con esa festividad.

NOTAS

  1. «Marienerista» es un término italiano para designar en general una personalidad artística; pero en la práctica se circunscribió al estilo surgido a finales del siglo XVI que distorsiona la figura humana alargándola elegantemente.
  2. A. G. N. «Bienes Nacionales», 1681-1682. Leg. 1007, exp. 11.
  3. Francisco de Florencia, «Zodiaco mariano, en que el sol de justicia Christo, con la salud de las alas visita como signos, y casas propias para beneficio de los hombres los templos, y lugares dedicados a los cultos de S.S. Madre por medio de las más célebres y milagrosas imágenes de la misma señora que se veneran en esta América Septentrional, y reynos de la Nueva España». Obra póstuma. México, Imprenta del Real y más antiguo Colegio de San Ildefonso, 1755, pp. 87-88.
  4. A. G. N. «Bienes Nacionales», 1642-1654. Leg. 198, exp. 20.
  5. Andrés Lira, «Economía y sociedad», T. 5. Historia de México, México, Salvat, 1974, pp. 111-144.
  6. Jorge Alberto Manrique, «Del barroco a la ilustración», p. 413.
  7. Ibid., pp. 441-442.
  8. Loc. cit.
  9. Ibid., p. 361.
  10. Los Misterios «Luminosos» son de reciente incorporación al Rosario a iniciativa de San Juan Pablo II en el año 2002 por medio de la carta Rosarium Virginis Mariae.
  11. Manuel Trens, «María, iconografía de la Virgen en el arte español», Madrid, Plus Ultra, 1947, pp. 98-108, 296.
  12. La imagen la publicó María Ester Ciancas, «El arte en las iglesias de Cholula», México, Secretaría de Educación Pública, 1974, (SepStentas, 165), p. 102.
  13. Manuel Toussaint, «Pintura colonial en México», México, Instituto de Investigaciones Estéticas UNAM, 1965, pp. 62-63. El autor dice que el cuadro procede de la catedral de México y que San Carlos lo obtuvo “mediante el canje, por los cuatro óvalos de Miguel Cabrera que se ven en los brazos del crucero, los cuales representan pasajes de la Letanía de la Virgen. La batalla de Lepanto tuvo lugar en 1571, y entre este año y 1578 en que falleció don Juan de Austria, parece que lógicamente debiera colocarse la pintura del cuadro”.


ALEJANDRA GONZÁLEZ LEYVA © Archivo Dominicano XVIII. 1997.