SERMON GUADALUPANO HISTÓRICO-APOLOGÉTICO

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Nota introductoria

En la Biblioteca Palafoxiana de la ciudad de Puebla se encuentra un ejemplar titulado “SERMÓN HISTÓRICO APOLOGÉTICO DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE, predicado el día 12 de diciembre de 1833 en la Santa Iglesia Catedral de la PUEBLA DE LOS ÁNGELES por el Señor Cura D. Luis Gonzaga Gutiérrez del Corral, hoy interino de Santa Inés Zacatelco.” El documento fue impreso en la oficina del Hospital de San Pedro, en 1836, y su referencia en la Biblioteca es H-A 20343.

Cuando fue pronunciado este Sermón Guadalupano, la masonería, en ese entonces encabezada por Valentín Gómez Farías, iniciaba una acción hostil contra la Iglesia Católica y contra la identidad del pueblo mexicano que magistralmente había sintetizado José María Morelos y Pavón en su documento «Sentimientos de la Nación».

Esa hostilidad fue desarrollándose gradualmente hasta alcanzar su clímax un siglo después, durante la persecución de 1926. El autor del sermón intuyó que podrían llegar esos tiempos como efectivamente aconteció. Por su importancia reproducimos este documento, incluyendo las censuras eclesiásticas que se otorgaron para su impresión. (DHIAL)

Provisorios y Licencias

SEÑOR PROVISOR.

EL C. FRANCISCO JAVIER DE LA PEÑA, vecino de esta Ciudad, ante V.S. con el debido respeto, dice: Que en una obra que hoy anda en muchas manos, con ligereza y audacia inauditas, se califica la milagrosa Aparición de Ntra. Madre y Señora de GUADALUPE de ridícula y mentida. Estas espresiones injurian no menos a María Santísima que a toda la Nación Mexicana; y aunque plumas piadosas, discretas y eruditas, han publicado en diversas épocas solidas Apologías, su volumen impide que puedas leerlas muchos, especialmente los pobres, que son innumerables.

En esta virtud, suplico a V.S. me conceda su licencia para la impresión del Panegírico que le presento, predicado el año de 1833 por el Sr. Cura D. Luis Gonzaga Gutiérrez del Corral: este solo nombre basta para obtenerla, pues su sabiduría y piedad son notorias; pero si V.S. se digna leerlo, encontrará en él la más convincente, enérgica y lacónica Apología del portento GUADALUPANO: admirará lo oportuno de su asunto, la sublimidad de sus pensamientos, lo bien encadenado de sus pruebas, la fuerza y dulzura de su locución, lo hermoso y valiente de sus figuras; en una palabra, todas las riquezas de la inmortal lengua castellana con todos los primores de la oratoria sagrada, que con razón hacen digno a este virtuoso y elocuente eclesiástico, honra de su estado y delicias de su patria, del renombre de Cicerón cristiano.

Por todo lo expuesto, por las glorias de María Señora nuestra ligadas íntimamente con el honor nacional, porque es muy doloroso que corra el veneno y se estanque el antídoto, y porque este discurso consuela a los piadosos y confunde a los impíos.

A V.S, suplico encarecidamente me conceda la licencia que solicito. Dios guarde a V.S. muchos años. Puebla de los Ángeles. Septiembre 26 de 1836.

Puebla 27 de Septiembre de 1836

El Sermón de Ntra. Sra. De Guadalupe que acompaña a este memorial, pásese a censura del Sr. Dr. D. José María Oller, racionero de esta Santa Iglesia; y con lo que exponga su Señoría désenos cuenta.

Dr. Mendizabal.

Ignacio José de Zúñiga. N.R.


SEÑOR PROVISOR

El Sermón Histórico Apologético de la maravillosa Aparición de Ntra. Sra. De Guadalupe, que predicó en esta Santa Iglesia Catedral D. Luis Gonzaga Gutierréz del Corral el 12 de diciembre de 1833, y que V.S. se sirve remitir a mi censura, es una serie de demostraciones tan claras y victoriosas del digno objeto que se propuso el orador, que ninguna otra de nuestras tradiciones de su género aventaja en evidencia a la Guadalupana.

Juzgo por lo mismo que la impresión de la citada pieza será una medio eficaz de convencer la ligereza de algunos escritores poco perspicaces e imparciales; de confundir la temeraria audacia de algún otro; y de promover los cultos de la Santísima Virgen con grandes medras de la verdadera piedad.

Puebla, 12 de octubre de 1836. José María Oller

Puebla, Octubre 13 de 1836

Damos nuestra licencia para la impresión que solicita del Sermón Apologético de Ntra. Sra. de Guadalupe predicado en esta Santa Iglesia catedral por el Cura del Santo Angel D. Luis Gutiérrez del Corral, atento a que reconocido de nuestra orden y según la censura que antecede del Sr. José María Oller, racionero y Juez Hacedor de la misma Iglesia, nada contiene que se oponga a los dogmas de nuestra Fe Católica, ni a las reglas de la moral cristiana: mandamos que salga por principio la referida censura con este decreto, y que puesta la planta no se tire el segundo ejemplar sinque el mismo Sr. Censor reconozca el primero, lo coteje con el original, y certifique hallarse conformes.

El Sr. Dr. D. Luis de Mendizabal y Zubialdea, Colegial antiguo del Eximio Teojurista de San Pablo, Canónigo Doctoral de dicha Santa Iglesia, Provisor y Vicario general de este obispado así lo decretó y firmó por ante mí de que doy fé.

M.- Dr, Mendizabal. Ignacio José de Zúñiga. N.R.


Texto del Sermón

Para hablar dignamente, cristiano y muy respetable auditorio, del grande y amabilísimo objeto de la presente festividad, y para seguir el giro de las ideas que ocupan el entendimiento, y de los afectos que encienden el corazón de todo buen mexicano en este hermosísimo día, no es fácil hallar para la oración otra materia, ni elegir otra senda para el discurso, sino es la que más directamente conduzca al reconocimiento tierno, y a la filial confianza, que exigen de nosotros los incomparables beneficios de María Señora nuestra en su Imagen preciosísima de Guadalupe. Tal es el asunto que demanda la piedad mexicana, y tales por lo mismo generalmente el que hoy ejercita la elocuencia de nuestros oradores. Pero considerando yo que la fe del prodigio, o mas bien, de la multitud de maravillas a que debe su origen la Imagen Guadalupana es el primer motivo de la gratitud, y el principal cimiento de la confianza: viendo que en nuestros días todo lo sobrenatural se ve con ceño, se duda, se examina, ó tal vez sin examen se desprecia y muy principalmente recordando que ya hubo en la actual época una pluma audaz y temeraria, que osó herir en lo más sensible el honor mexicano, llamando mentido milagro á la Aparición Guadalupana, resolví, señores, admirar con vosotros las bases solidísimas en que sobre este punto descansa segura nuestra creencia.

No debo persuadirme se encuentre en todo este respetable y devoto concurso, ni una persona que haya menester argumentos para creer milagrosa la Imagen de Guadalupe; pero tampoco dudo que así como á los hijos les es algunas veces agradable repetir la lectura de aquellos documentos que les aseguran la posesión de la herencia paterna, vosotros también repasareis sin fastidio las pruebas de que el origen milagroso de la Santa Imagen de Guadalupe, según lo hemos recibido de nuestros mayores, es un hecho enteramente averiguado y del todo incontestable.

Virgen benignísima, honor y gloria de la América Mexicana, centro de sus amores, y fuente inagotable de sus felicidades, Madre dulcísima de Guadalupe, oye nuestros humildes ruegos, y para gloria del Señor que por tu medio ejecutó esta maravilla, para confusión de los incrédulos, y mayor júbilo y complacencia de tus fieles hijos, provéeme, Señora, de las gracias necesarias á mi intento, como todos te suplicamos saludándote llena de gracia


AVE MARÍA


UN suceso ilustre y que considerado en todas sus circunstancias, excede las fuerzas de la naturaleza, y traspasa sus leyes, es lo que en buena teología merece el nombré de milagro. Como que no es posible se haga con otro objeto que con el de manifestar á los hombres la voluntad de Dios, à hacerles entender alguna verdad importante, debe presentárseles con toda la certeza que para estos intentos necesiten. En el examen de los milagros la razón humana tiene derecho para usar de todos sus recursos, y Dios se complace en que los agote antes de exigirle su asenso. No hay, pues, la más pequeña diferencia, en cuanto á la certidumbre de que son capaces, entre un suceso natural, acostumbrado y conforme á las leyes más conocidas de la Providencia, y un he cho milagroso. En ambos la persona en quien el acontecimiento se verifica puede y debe adquirir una perfecta y del todo indudable certeza que las escuelas llaman metafísica: los testigos presenciales ó de vista deben tenerla física, esto es cuanta puede prestar el testimonio de los sentidos exteriores, y últimamente aquellos á cuya noticia, en cualquier distancia de lugares ó tiempos llega el suceso, pueden certificarse de él con aquella clase de evidencia que es llamada moral, y que hace el fundamento único, pero firmísimo de todas las verdades de la historia.

Cuando el venturoso Juan Diego vio sobre el Tepeyacac por la primera vez á María Señora nuestra, cuando hirieron sus ojos los torrentes de luz que los peñascos: cuando una ocasión sola habían sonado en sus oídos las celestiales mu sicas y la sobrehumana voz de la Reina del cielo, podría tal vez desconfiando de sus sentidos, temer alguna ilusión, à recelar algún engaño; pero después de haber visto y oído las mismas maravillas por tres distintas veces, después de haber por su propia mano recogido las flores que aquel lugar jamás había producido y menos en el más rígido invierno: después de haberlas visto colocar por las manos de María Santísima en la tilma que él por mucho tiempo había llevado sobre sus hombros: cuando por último, cerciorado hasta la última evidencia, de que no iba à presentar mas que aquellas flores al venerable Obispo de México, vio pintada en su tilma la Imagen bellísima de la misma Señora que lo enviaba:

Decidme, cristianos, ¿qué certidumbre, qué evidencia mayor podía tener Juan Diego de haber sido aquella hermosa efigie obra toda de un poder sobrenatural? Estaba sin duda tan cierto de ello, como lo está cualquiera de nosotros de haber vivido y de haber esperimentado tales determinadas sensaciones en los tres días últimos, de ser estos vestidos que nos cubren los mismos con que hoy salimos de nuestras casas. Esta certidumbre del feliz Juan Diego se comunicó inmediatamente, y con toda la perfección que era posible, al respetable prelado á quien fue entregada la divina Imagen, y à cuantos tuvieron la felicidad de oír el suceso de boca del venturoso neófito.

Su testimonio sostenido por la inocente sencillez de sus costumbres, corroborado con la repentina y prodigiosa salud de su tío Juan Bernardino y por la relación de éste que sin haber visto la Santa Imagen, atribuyó sus principales rasgos a la Señora que se le había presentado para sanarle, era de tal clase, aunque por necesidad, de un testigo solo, que habría obliga do al crítico mas adusto y severo á prestarle entera fe y crédito.

Pero nosotros, colocados à tres siglos de distancia de este inaudito acontecimiento, podremos acaso lograr una total y completa certeza de la relación de Juan Diego? Si, señores, Sin duda ninguna podremos lograrla tan satisfactoria, cuanto lo es aquella cosa que creemos que este país tuvo en otro tiempo un monarca llamado Moctezuma; que su imperio fue destruido por los españoles, y que estos poseyeron el mismo país tres cientos años.

Para dar un completo asenso à estas verdades fundamentales de nuestra patria, no tenemos, ni es posible tener otra seguridad, que la que nos dan las relaciones formadas por los testigos oculares, los monumentos públicos, y las tradiciones recibidas de nuestros mayores. Pruebas que concurren con más que suficiente solidez para apoyar la creencia del milagro Guadalupano.

Si no temiera molestar con exceso vuestra benigna atención, y traspasar los límites del tiempo en que he de ejercitar vuestra paciencia, sería fácil nombraros por sus autores las historias que de la Aparición Guadalupana se han escrito desde los tiempos más inmediatos al prodigio. Veríais brillar en ellas la sinceridad y buena fe al lado de una crítica sana y juiciosa: admiraríais la uniformidad de sus narraciones, y por todas sus circunstancias las juzgaríais tan respetables y verídicas, como las más acreditadas de su clase.

Examinaría menuda mente con vosotros la información auténtica que se hizo en el año de 1666 con todos los requisitos del derecho, y hallaríais veinte y un testigos, entre ellos algunos de ciento y más años, elegidos con toda la delicadeza que demandaba asunto tan interesante, preguntados conforme á un interrogatorio enviado por la curia romana, cuya pericia en esta clase de diligencias no tiene semejante; hallaríais á estos testigos entera mente conformes en asegurar que sabían el milagro Guadalupano y sus circunstancias de personas no menos autorizadas y respetables que ellos mismos, las cuales lo habían escuchado de boca del mismo Juan Diego y de otros que vivían al tiempo que se verificó.

Sin duda que cualquiera acontecimiento con semejantes deposiciones autorizado, se tendría por absolutamente incontestable y nadie tendría frente serena para llamarle mentido suceso. ¿Por qué género, pues, de fatalidad hay quien piense de otra manera acerca del milagro de Guadalupe? ¿Por qué a nosotros no ha de darnos aquella información legítima, jurídica ó intachable la misma certidumbre que aseguró a nuestros mayores?

Pero dejémosla, cristianos, y volvamos nuestra atención à otros fundamentos, que no solo son capaces de darnos igual certeza a la que ella confirma, sino que comunican à nuestra creencia de la Aparición una mayor solidez que la que tuvieron nuestros antepasados. Si, ciertamente: no tengo el más leve temor de equivocarme: cuanto más lejos existimos del tiempo en que honró y santificó con su augusta presencia nuestro suelo la Madre de Dios, Señora nuestra, tanto más irresistible fuerza tiene para convencernos de aquel prodigio inaudito la tradición que nos lo ha comunicado

Tres siglos hace ya cumplidos que toda la América Mexicana cree firmemente deber á las manos mismas y al poder de María siempre Virgen la Imagen soberana de Guadalupe. El hermoso templo en que ahora se venera debe su erección á esta creencia: las capillas que le precedieron no fueron por otro motivo fabricadas, ni reconoce distinto origen el ilustre cabildo que cuida de su culto. Las alabanzas que por todo este tiempo han resonado en aquel lugar dichosísimo han sido un eco jamás interrumpido que repite las misericordias del Señor, comunicadas por el conducto de su Madre purísima: las sumas cuantiosísimas que ha derramado allí la mano de la devoción fueron destinadas por la fe del prodigio: todo cuanto rodea al presente y cuanto desde los principios ha rodeado la Imagen Santa, da fuertes clamores asegurando: Por el Señor ha sido esto hecho, y es maravilloso á nuestros ojos.

¿Y podrá acaso engañarnos esta especie de tradición material? ¿Es creíble que el Señor hubiera permitido que tan dilatada continuación de cultos rendidos á la más querida de sus criaturas, se fundase en un mentido milagro? Yo al menos no puedo comprenderlo, especialmente cuando reflexiono en el modo con que la creencia de la Aparición se estendió en sus principios por todas partes.

No es ella uno de aquellos hechos que se propagan aislados y sin conexión con otros de suma trascendencia: no es de los que verificados permanecen solo en la memoria sin producir efectos sensibles y duraderos; la Aparición Guadalupana tiene una relación íntima é imprescindible con uno de los sucesos más interesantes de la historia de la Iglesia, que es la reducción su gremio de esta parte del mundo; y si la conversión de millares de gentiles no es un efecto suyo, es empresa inasequible señalarle otras causas.

Porque quitar su antigua religión á todo un pueblo, no por medio de leyes sostenidas ´por las armas, sino por la fuerza de razones y argumentos confirmados con la dulce persuasión, es obra esclusivamente del Todopoderoso. Las leyes humanas suelen hacer hipócritas, solo la fe divina puede formar verdaderos virtuosos, como que aquellas obran por la coacción y el temor del castigo, y ésta solo por el convencimiento íntimo y por la esperanza del bien.

Para convencerse de verdades incomprensibles y privarse de placeres materiales por la esperanza de bienes invisibles y desconocidos es preciso que el mismo Dios hable, y que hable de un modo inteligible y que no pueda contrahacerse por los hombres. Esta es la causa porque los milagros han siempre acompañado en sus principios la predicación del Evangelio, y este árbol que da frutos de vida eterna se ha regado mientras profundiza sus raíces, con la sangre de los mártires.

Y bien, cristianos: recorriendo la historia de la fundación del cristianismo en nuestra América, ¿encontráis acaso aquellos asombrosos prodigios que la han acompañado en el resto del mundo? ¿Veis aquella triunfante multitud de mártires, que por lo común ha señalado las épocas del establecimiento de la fe católica en todas las naciones? Nada de esto se halla, cuando parecía del todo necesario en unos pueblos, tenaces, como pocos, de sus antiguas costumbres, supersticiosos hasta un extremo que no es fácil comprehender, y nutridos bajo de un culto acaso el más cruel y sangriento que se conoce.

Pero divulgándose el Evangelio de Jesucristo junto con la noticia de la Aparición y finezas de su Madre Santísima, la creencia de las sublimes é incomprehensibles verdades, y la práctica de las excelentes y sobrenaturales virtudes que aquel enseña, se presentaban menos oscuras y difíciles al lado de una historia tan amorosa y tan dulce, y de una devoción tan agradable y tan tierna. Creyó en Jesucristo la América sin haber visto multiplicados prodigios; pero creyó, verificado el de la Aparición Guadalupana: creyó sin el testimonio de un ejército de mártires, pero recibió el testimonio de la Reina (de ellos, quien según la expresión de un célebre orador de México, fue por medio dé su Soberana Imagen de Guadalupe el principal apóstol de estos países.

¿Y aquel Señor que es la verdad eterna, pudo haber permitido que al lado de su augusta é inmaculada palabra, se difundiese por todo el nuevo mundo una noticia fabricada por el engaño, o forjada por la ignorancia? ¿Podría haber suplido por las incontestables maravillas ejecutadas en otros pueblos con un mentido milagro? ¡Ah! que quien así se atrevió á llamar á la Aparición Guadalupana estaba seguramente poseído de un furioso delirio, o no tenía la más leve tintura de la antigua historia de su patria.

¿Ignoraba; ¿pero cómo es posible que lo ignorase? que la Imagen Santa de Guadalupe, bajo el concepto de milagrosa, ha sido en el espacio de trescientos años el consuelo, el alivio, el refugio, la esperanza toda de los mexicanos? Si él lo ignoraba o rehúsa confesarlo; vosotros, señores, estáis enteramente ciertos de que es así en verdad. Si endurecido el cielo niega sus aguas á la tierra, y ésta convertida en ligero polvo no dá el sustento necesario á las plantas y aflige la triste hambre; los mexicanos alzan sus ojos al Tepeyacac -y piden pan à su dulce Madre de Guadalupe. Si las lagunas que rodean á México engrosadas con la excesiva lluvia amenazan Sepultarla en ruinas, la Imagen Santa de Guadalupe es conducida entre sollozos y deprecaciones, y no vuelve à su templo sin haber enjugado las lágrimas, remediando la necesidad. Atacados en diferentes épocas de pestes horrorosas que han estendido la desolación y la muerte hasta nuestros últimos confines, de todas partes se ha levantado un clamor uniforme: los lamentos exhalados por un mismo espíritu se han unido en su dirección, y han volado como à su centro á los pies de la divina Imagen de Guadalupe.

Reducidos en los tiempos más recientes á los últimos extremos de aflicción y congoja por la guerra civil, presenciando escenas sangrientas, oyendo nuevas lastimosas, temiendo males irremediables, María Santísima de Guadalupe ha sido el más continuo suspiro de nuestros corazones, y el clamor más frecuente de nuestros labios. Siempre en todos tiempos, siempre en todo género de necesidades la Imagen soberana de Guadalupe se ha presentado como un alivio á la imaginación de los mexicanos, con la misma naturalidad con que se viene a la boca de los niños pequeños el nombre de madre en todas circunstancias.

Que Dios haya dejado á una nación entera colocar su esperanza por tres siglos en una Imagen que cree milagrosa sin que lo sea en realidad, lo entenderá solo aquel talento sublime que sin más argumentos que su orgullosa afirmación quisiera echar á fierra la creencia Guadalupana. insolente y temerario atrevimiento! ¡Ojalá que moviendo los resortes todos de su dialéctica, hubiera presentado los sofismas en que únicamente puede apoyarse.

No fallan plumas mexicanas bien cortadas y mejor conducidas que los contestarán tan victoriosamente como lo hicieron las de los sabios Uribe y Conde en el siglo pasado con las reflexiones de los críticos de aquel tiempo, y ahora pocos años los eruditos Alcocer y Gómez Marín con las objeciones del historiador Muñoz.

Mas yo, señores, si por una fatalidad quedara solo para defender el prodigio Guadalupano, dejaría aparte las historias, lo procesos jurídicos, el culto de tantos años, la respetable é incontrovertible tradición, y tomaría un camino más plano, y seguramente más corto. Venid conmigo, diría a los impugnadores del milagro: venid cuanto quisiereis preocupados contra el origen que se atribuye a esta Imagen, venid prevenidos contra la creencia débil y falaz del ignorante vulgo; avivad las luces de vuestra razón; pero venid decididos a pronunciar según sus dictámenes una sentencia justa: contemplad la Imagen en sí misma, no ya como cristianos, ni como mexicanos, sino solo como hombres; pero advertid que ella es una pintura y que sobre esta clase de objetos solamente es voto decisivo el de los peritos en el arte.

Tocad ahora ese lienzo: veis que es tejido de hilos toscos de palma y semejante al bramante crudo, y que si algún pintor escogió para formar la Imagen, debió imprimarlo o prepararlo artificiosamente según la clase en que iba á trabajar. Observadlo por el reverso: ¿hay entre sus hilos alguna materia que pueda sostener los colores? ¿No veis con toda claridad por entre el mismo lienzo todos los objetos que están de la otra parte? ¿Qué? ¿Comenzáis á admiraros y á enmudecer? Es fuera de toda duda que este lienzo no tiene imprimación.

Volved á contemplarlo de frente: la cabeza y las manos de la Señora están á juicio de famosos artistas pintadas al óleo, y ejecutándose esta clase de pintura con aceites desecantes, exige indispensablemente una determinada preparación. El Ángel que sostiene la Imagen, la túnica que la cubre, y las nubes que la rodean están, según los mismos, pintados al temple, y para esto no puede escusarse el uso de gomas ú otros ingredientes de calidad semejante. El manto de la Imagen está ejecutado al aguazo que humanamente solo es asequible sobre lienzo delgado. El espacio sobre que se hallan los rayos parece à los inteligentes de pintura labrada al temple, y ejecutándose ésta igualando y haciendo compacta la superficie al mismo tiempo de pintar, necesita indispensablemente de una materia sólida y firme.

Se aumenta vuestro asombro, y quisierais ya prescindir del empeño y retiraros en silencio; pero no es ya tiempo de retroceder. Mirad ese primoroso dorado que no descansa sobre material alguno de los que usan los artistas, y que parece haber estado en los hilos del lienzo ya al tiempo de tejerlo: mirad esos perfiles, mirad ese todo y comparadlo con cuantas obras maestras hayáis observado, y si atónitos y pasmados no acertáis á decir vuestra opinión, sabed, que examinada en diversas ocasiones esa Soberana Imagen por trece de los más célebres pintores que han florecido en nuestra América, y tres bien acredita dos físicos, todos en sus distintas épocas afirmaron que no ajustándose aquella hermosísima efigie à los preceptos y reglas del arte, los vence de un modo tan palpable, que no se comprehende haber sido formada por humana industria, y que ellos desde luego aseguraban ser sobrenatural y milagrosa.

¿Y podrá más, espíritus indóciles y preocupados, vuestra duda, vuestra sospecha, ó vuestra burla insulsa y temeraria, que el testimonio de los inteligentes? No habrá jamás quien así juzgue. Id, pues, y allá vosotros solos pensad de este prodigio según los principios de vuestra necia y soberbia filosofía; pero dejadnos á nosotros que conforme á los de una razón sana, y de una crítica bien arreglada clamemos y repitamos mil veces: Por el Señor ha sido esto hecho, y es maravilloso a nuestros ojos.

Así hablaría yo, cristianos, con los enemigos del prodigio Guadalupano; pero discurriendo con vosotros que lo creéis, que lo amáis y que os encendéis en devoto celo cuando sabéis que hay quien lo dude, no me resta otra cosa que congratularme con vosotros, y bendecir en vuestra compañía este día fausto, alegre y memorable que hizo el Señor para nosotros.

Dia en que se cumplen trescientos y dos años desde que la diestra del Todopoderoso hizo una ostentación de su gloria, y la Madre amantísima del Verbo Eterno nos dio en su Santa Imagen la más preciosa prenda de su poder y de su afecto. Nuestro reconocimiento por lo mismo no será el que ser debe, si no se esfuerza á igualar en cuanto sea capaz la grandeza del milagro, y nuestra confianza en la protección de María Señora nuestra, es justo quo imite la duración é incorruptibilidad portentosa de la Imagen.

Tan dilatada serie de años no ha ejercitado su irresistible fuerza sobre aquel lienzo frágil; lo han respetado los destructores halitos del terreno (que la Señora misma escogió,) y las impresiones del ambiente en el lugar. Dure también nuestra esperanza, aunque por todos lados nos aflijan los males y nos inquieten los temores. Mientras que se halle entre nosotros la Imagen Soberana de Guadalupe, bien podrá suceder que la nave de la Religión sea combatida por vientos recios y por olas tan altas como los montes; pero jamás lloraremos su naufragio: la verdadera y legítima libertad podrá ser amenazada, atacada, disminuida; pero no llegará à perderse absolutamente.

Seremos en cualquiera sentido angustiados; pero en ninguno destruidos: humillados; pero no abatidos: lloverán sobre nosotros los males; pero la Imagen de Guadalupe resplandecerá al fin à nuestros ojos como el sol después de las más furiosas tempestades.

Tal es nuestra esperanza, benignísima Virgen, fundada en tus prodigios, en tus promesas y en una experiencia muy dilatada. Ningunos acontecimientos serán capaces, de arrancarla de nuestros corazones, ningunos temores de perturbarla, porque después de la fe divina en Jesucristo tu Hijo, nada nos es más estimable que la fe en el milagro de tu Imagen de Guadalupe.

Que estas dos creencias, Oh María dulcísima! sean siempre las guías de nuestros pasos, y el consuelo de nuestras aflicciones, que sean el principio de nuestra felicidad en la vida presente, y que la vista clara de la hermosura de Dios y de la tuya las corone ambas en la eternidad, Así sea.


LUIS GONZAGA GUTIÉRREZ DEL CORRAL