TRATA DE ESCLAVOS; Responsabilidades jurídicas y espirituales

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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JUSTIFICACIÓN ADUCIDA

Desde los comienzos de su presencia en el Nuevo Mundo, los europeos, de distintas naciones, credos y posiciones, se convencieron en la necesidad –según ellos­ en el empleo de lo que hoy se llamaría «el uso o introducción de mano de obra»-, ya que la procedente del mundo indígena americano era inadecuada, por lo que muy pronto –desgraciadamente- se extendió al Nuevo Mundo la ya existente trata de esclavos africanos, que los navegantes portugueses habían iniciado en sus periplos africanos.

Navegantes, conquistadores y colonos reconocían que los negros, sencillamente, hacían falta. «La experiencia de tantos años cuantos ha que se poblaron las Indias ha manifestado la importante necesidad que hay en ellas de negros, por ser esta gente la más a propósito para la cultura de los campos, manejo de los ingenios y beneficio de las minas, y cuán sensible haya sido su falta en las ocasiones que se ha experimentado para estos ejercicios en que únicamente consiste la utilidad de aquellos Reinos”.[1]

Más, si cabía, en el Brasil: “los esclavos son las manos y los pies del señor del ingenio; porque sin ellos, en el Brasil, no se podría conservar y aumentar la hacienda ni tener ingenio corriente.”[2]Fue inusual la franqueza con que el francés Eyries dejó expedito el camino de la justificación en una memoria dirigida al rey de España por los años de 1783: “la religión, la gloria del Rey y la utilidad pública eran los únicos motivos que debían decidir a establecer factorías en África. desgraciadamente, hacía falta procurarse las producciones del Nuevo Mundo despoblando una parte del Antiguo, y los negros eran las víctimas de nuestro lujo y de nuestras necesidades fácticas. Todas las reflexiones al respecto resultaban superfluas; hacían falta y, para conseguirlos, era preciso ocuparse de los medios que empleaban todas las naciones a fin de lograrlos.”[3]

Sobre esto volvería la paradoja de la continuidad de la condena y de la persistencia del argumento. En los siglos XVI-XVII, ni un solo teólogo o jurista, de los que se conocen, aceptó la razón de que los negros hacían falta en las Indias, aunque fuera cierto que dependiera de ello la felicidad de esos territorios y de sus gentes. Y, sin embargo, también este argumento y reapareció aquí y allá durante el siglo XIX.


LOS DEBERES DE LOS ESCLAVOS

Si esto quería decir que había justificación para la esclavitud, significaba que los esclavos en justicia tenían obligaciones con sus amos. Y eso también lo examinaron los teólogos y juristas del tiempo con conclusiones distintas. Las conclusiones de Luis de Molina (1593) fueron: no había duda de que una persona que hubiera sido sometida injustamente a esclavitud podía huir de su dueño cuando y como quisiera. No, en cambio, los que se hubieran vendido a sí mismos, o hubieran sido enajenados por sus padres de forma justa, o hubiesen nacido de madre esclava, o hubieran sido condenados a esclavitud perpetua por sus delitos: éstos tenían el deber moral de permanecer con sus amos y servirlos.

En cuanto a los cautivados en guerra justa, la cuestión era más dudosa: hablando en general, sin referirse precisamente a los negros, Soto y Covarrubias habían dicho que era lícito que huyeran, con tal de que lo hiciesen para salir del territorio de soberanía del príncipe correspondiente. Una vez fuera, quedaban en libertad. Pero, mientras no saliesen del territorio, seguían siendo esclavos. Por tanto, si se quedaban en él, tenían obligación de regresar a servir a sus dueños.

Lo mismo alegaría Rebello en 1608: el esclavo hecho en guerra justa podía huir, aunque sólo cuando entraba en el territorio de los suyos quedaba en libertad. Molina, en cambio, se inclinaba por la opinión más dura: un siervo hecho en guerra inequívocamente justa, tenía obligación, bajo pecado mortal, de servir a su amo.

Por su parte, Fagúndez (1640) se limitaba a exponer el planteamiento de Molina, sin resolver la duda sobre la fuga de los siervos hechos en guerra justa. Pero añadía un elemento de notable interés: el de la prescripción de la libertad, fuera lícita o no la huida. Bien entendido que se limitaba también a exponer lo dicho por otros, sin resolverlo. Si el siervo había huido de buena fe, la libertad prescribía a los diez años; si de mala fe, a los treinta.

LOS NEGREROS Y SUS PROBLEMAS DE CONCIENCIA

Los primeros europeos que tenían que ver con el proceso maligno de la Trata eran los negreros. Rebello recordaba en 1608 que el obispo de Cabo Verde don Pedro Brandano había asegurado que, de los tres mil mercaderes de esclavos que había en esas islas, sólo doscientos se confesaban por cuaresma. Lo cual era señal de que era mala gente. Sin embargo el jesuita Alonso de Sandoval dejó constancia de cuán inquieta traían la conciencia muchos de ellos, aunque no por eso se corregían.

En su Libro,[4]publicado en 1647, menciona varios casos que se le habían propuesto durante los treinta y ocho años que llevaba dedicados a cristianar a los negros llevados del África a Cartagena de Indias:

“Uno me dijo en toda puridad que no sabía cómo sosegar, porque tenía la conciencia inquieta cerca del modo como traía aquellos negros, por parecerle la había en Guinea encargado en la manera que había tenido en adquirirlos. Otro que trajo al pie de trescientas piezas [de personas esclavizadas], me dijo otra vez casi lo mismo, y añadió que tenía por cierto no habría entre los negros la mitad de las guerras que había, si supiesen no habían de ir los españoles a recatarles negros. En cierta ocasión se llegaron dos armadores de negros de los puertos de Angola a consultarme un caso, queriendo saber de mí si era lícito el modo cómo traían cautivos sus negros y si la razón que daban era fuerte: porque ellos entre sí estaban desconformes [sic], y querían asegurarse con mi parecer. Oíles y respondíles.

El caso propuesto fue: «–Padre, yo voy por negros (pongo caso) a Angola, paso en el camino grandes trabajos, gastos y muchos peligros: al fin salgo con mi armazón, séanse los negros bien habidos, séanse mal. Pregunto [¿] satisfago yo a la justificación desde cautiverio con el trabajo, expensas y peligro que tuve en ir y venir, hasta llegar a poderlas vender en tierra de cristianos, donde lo quedan siendo, que allá quedan gentiles toda su vida?»

Díjeles: «–Vayan vuesas mercedes desde aquí a San Francisco, que está algo lejos, y en llegando corren el cordel de la lámpara, y llévensela a su casa, y si cuando la justicia les prendiera por ladrones y los quisieren ahorcar, como poco ha ahorcó a otro que hurtó la de Santo Domingo, les dejaren por decirle que no hurtaron la lámpara, sino que la habían tomado para satisfacer con ella el trabajo que habían pasado en ir de aquí allá por ella: si por esta razón, como digo, la justicia aprobare la justificación de su trabajo y no les castigare, diré traen con buena fe sus negros, y que la razón en que se fundan es buena. Y, si no, díganme si cuando llegan a este puerto les saliese Pie de palo[5]al encuentro con una escuadra de sus urcas, y les cogiese como suele los negros, y preguntándole que con qué conciencia les quitan sus negros, le respondiese que con muy buena, supuesto que los gastos y costos que él había traído en su alcance eran mucho mayores que cuanto valían los negros: [¿] qué le responderían [?,] [¿] qué fuerza le haría su escusa [sic] y razón?, que esa respuesta que le dieran a Pie de palo pueden aplicarla para sí, que tan satisfecho quedo yo con su escusa [sic] como lo quedarán vuesas mercedes con la deste pirata.»

A esto se volvió a él su compañero y le dijo con despecho: «-Ahora, vive Dios, que sois estraño [sic], [¿] no os dije yo que no preguntásedes nada a estos padres? Catad aquí ahora cuál quedamos en nuestros pensamientos y corazones».[6]

“Otra vez me envió a llamar otro destos armadores, que traía algunos negros, estando enfermo, para que le resolviese cierto caso de conciencia, y ya resuelto, le pregunté qué sentía del modo del cautiverio de los negros que venían de Guinea (venía él della), respondióme dando juntamente gracias a Dios, porque él no traía sino pocos, y a su entender con buena conciencia. Pero que no podía dejar de sentir mal delo que había visto pasaba en algunos navíos, y era el ver que salían algunas veces de las naos por cautivos aquellos que entraban libres: y otras veces veía que aguardaba el capitán a entregarse de algunos negros que compraba a menos precio de otros negros a media noche y a escondidas.

Otro vino a mí muy ufano y me dijo si gustaría de oír el modo como había hecho en Guinea toda aquella armazón que traía, y sería de trescientas piezas [esclavos], y mostrando recibir mucho gusto del ofrecimiento, porque lo deseaba: dijo que luego que llegó a Guinea dieron aviso al rey, el cual le envió a llamar y se informó de cuántas y cuáles piezas quería, y para qué tiempo, y que habiéndole dado razón de todo, le había dicho que volviese de allí a tantas lunas y llevase el rescate que concertaron le había de dar por ellas, porque él se las tendría a punto.

Con esto me dijo se había despedido el rey, y vuelto con la paga al tiempo señalado, en el cual le había entregado las piezas que allí vía, las cuales el rey había habido para dárselas de la manera que diría. Y dijo que, así como era costumbre de aquellos reyes tener muchas mujeres, así también lo era que el que le cometiese adulterio con cualquiera dellas, fuese cautivo con toda su generación; valióse el rey desta ley para hacer su negocio, dando licencia a muchas dellas, para se fuesen a convidar a cuantos las quisiesen, señalándoles tiempo limitado, el cual pasado las mandó recoger e hizo exacta pesquisa de los que las habían habido, y después de averiguado, a ellos y a sus parientes y deudos prendió, castigó, mató y cautivó, y que de aquéllos eran los que le había vendido.

Admiréme mucho de su relación, y mucho más del gusto con que me la refería: y no sirvió mi respuesta sino de admirarse él mucho más de mi sentimiento. Que fue que aunque la compra destas piezas pudo no ser culpable, respecto de los malhechores: pues ya aquéllos cometieron delito grave de adulterio, por el cual sabían y debían saber que se sujetaban a la pena de la ley. Pero la venta en el rey fue muy culpable, por haber usado de una tramoya, maraña y malicia tan grande, con que se manifiesta la que esta gente tiene y usa en sus tratos y contratos, y el cuidado que es bien se tenga cuando con ellos se contrata, porque no padezcan injustamente los inocentes.”[7]

En cierta ocasión –aseguraba Sandoval (lo que sabemos, de otra parte, por otras fuentes), el armador que llegó con negros de Guinea a Cartagena de Indias era un clérigo; fue a verle Sandoval, hablaron de la justificación de la trata, de lo que decía el teólogo jesuita Luis de Molina sobre la injusticia de las guerras con que se hacían los esclavos, y el clérigo se cerró en el argumento de que, en aquellos Reinos del África, no había ningún negro libre, sino que todos eran esclavos del rey:

“que así como acá tienen un señor, para su granjería, grandes hatos de vacas y crías de otros animales y otras cosas de regalo, así allá en Guinea tenían los reyes, para su renta y mayor grandeza, aquellos negros, los que vendían a quienes querían, con imperio y mando absoluto. Reíme mucho de oír tan gran quimera, que fue la respuesta que le di, y la que merecía: pero después acá he visto que corre esto allá en Guinea, por una información que ha llegado a mis manos, contra un negro que vino de aquellas partes y pretendía su libertad ante la justicia: la cual bien ponderada, aunque el intento della era probar su esclavitud, creo no se hallará mejor probanza para su libertad”.[8]

EL PROBLEMA DE AVERIGUAR LA LICITUD DE LA ESCLAVITUD DE CADA UNO

Por todo esto concluía fray Tomás de Mercado en 1571 aquello de que “era y había sido siempre pública voz y fama que de dos partes de los negros esclavos que salían de África, la una era engañada o tiránicamente cautiva o forzada.” Unos años antes, fray Bartolomé de Las Casas había hecho otro cálculo semejante: de cien mil no se creía que había diez que hubieran sido hechos esclavos legítimamente.[9]

Todos los hombres eran libres por naturaleza, explicaba Moirans en 1682. La libertad que procedía del derecho natural no podía ser abolida por derecho humano y exigía que no pudiera realizarse nada en perjuicio de ella. Ciertamente, por usar mal de su libertad, Adán la perdió: por el pecado, no sólo se introdujo la muerte temporal, sino también la muerte civil, que era la esclavitud. Pero, así como nadie era condenado a muerte por los hombres sino por el pecado, nadie podía ser condenado a la esclavitud sino por el pecado. Solamente por el pecado se hacían siervos y –añadía– con autorización de los poderes públicos.

No bastaba que el esclavo hubiera pecado, sino que hacía falta que lo hubiesen declarado el príncipe o el juez competente. Ahora bien, siendo así que, en Cabo Verde y en Guinea, no había reyes (así lo creía él), sino que cada uno vivía a sus anchas, nadie podía ser esclavo con justo motivo.[10]

Si se sabía o se consideraba probable que los esclavos lo fuesen porque se hubieran vendido a sí mismos o porque habían sido capturados en guerra justa, y sólo en ese caso, era lícito comprarlos, había advertido Martín de Azpilcueta.[11]Pero ¿cómo cabía suponer una cosa así cuando todos aseguraban que lo normal era lo contrario? Había de tener la desfachatez de decir que no era así lo que todos decían que así era.

Por raro que parezca a estas alturas, eso es lo que hicieron los del Consejo de Indias en 1685 al asegurar al rey Carlos II –conociendo todo lo que habían contado Molina, Sánchez, Solórzano, Rebello, Palau, Fragoso, Fagúndez y Avendaño sobre tal argumento– que, “examinando los mercaderes que iban a esta negociación que los que compraban estaban sujetos a la servidumbre por cual- quiera de estos títulos que ya conocemos (guerra justa y demás), la tenían por lícita.”[12]

Puestos a justificar la compra de esclavo, era más serio hacer caso omiso de toda esa cuestión del origen de cada uno. Es lo que había hecho el dominico Francisco de Vitoria cuando fray Bernardino de Vique le preguntó sobre esa cuestión: si los esclavos habían sido hechos tales en guerra entre negros, no había inconveniente en adquirirlos, sin entrar en si la guerra había sido o no justa; “... los portugueses no son obligados a averiguar la justicia de las guerras entre los bárbaros. Basta que éste es esclavo, sea de hecho o de derecho, y yo le compro llanamente”.

Como argüiría fray Francisco García (1583), la duda afectaba a todos los esclavos negros en general, pero no necesariamente al esclavo particular y concreto que se adquiría y, en este caso, consecuentemente, no existía problema moral. En realidad, dejar de sospechar de uno cuando se sospechaba de todos era harto improbable y, de facto, los más de estos teólogos y juristas de quienes hablamos sentenciaban que había que asegurarse de que cada esclavo concreto lo era justamente.

En donde había divergencia era en la cuestión de quién tenía que asegurarlo. Los mercaderes aducían que los negros vendedores (porque eran negros los que vendían a sus hermanos de raza) se negaban a dar razón de la legitimidad de la servidumbre de aquellos que ofrecían en venta. Y no había manera de averiguarlo. Esto era al menos lo que aseguraba Molina en 1593 que alegaban los mercaderes portugueses: los vendedores negros respondían de mala gana a las preguntas que se les hacían; cosa, por lo demás, natural en todos los vendedores de todos los tiempos y lugares, apostillaba el jesuita. Así que –concluyó algún teólogo– no se podía exigir lo imposible a los mercaderes y, por tanto, el tráfico era lícito si la compra se hacía de buena fe.

RESPONSABILIDAD DE REYES, OBISPOS Y ECLESIASTICOS

Quienes tenían que hacer la averiguación de algún modo eran el rey de Portugal –por medio de sus delegados– y los obispos, priores y confesores de Cabo Verde y la Guinea. Pero esto último ya lo había rechazado el maestro Francisco de Vitoria cuando se lo preguntó fray Bernardino de Vique: “Verdad es que, si alguna cosa de inconveniente o injusticia se afirmase por muchos por cosa cierta, no me osaría a tener universalmente a esta excusa: que el rey lo sabe y los de su Consejo. Los reyes piensan a las veces del pie a la mano, y más los del Consejo”; aunque, como había dicho al principio de la carta donde manifestaba esta opinión, no le parecía verosímil que sucediera eso, o sea, que el rey de Portugal actuara mal.

Ciertamente, no todos pensaban esto último. De la responsabilidad de Enrique el Navegante, concretamente, no tenía duda fray Bartolomé de Las Casas a mediados del siglo XVI, cuando recordaba cómo había empezado el tráfico, en la primera mitad del XV: “… que él tuviese culpa y fuese reo de todo ello, está claro, porque él les enviaba y mandaba [a los navegantes de Portugal] y, llevando parte de la ganancia y haciendo mercedes a los que traían las semejantes cabalgadas, todo lo aprobaba, y no cumplía con decir que no hiciesen daño, porque esto era escarnio”.[13]

Lo mismo pensaba fray Francisco José de Jaca (1681) del rey, los jueces, los gobernadores y demás «conservadores de la república»: eran tiranos y culpables civil y teológicamente de la esclavitud injusta.[14]Y no había autoridad religiosa –ni aun pontificia– que pudiera decir otra cosa.[15]Había, en suma, entera responsabilidad en las autoridades eclesiásticas y civiles.

Lo había dicho ya el jesuita Molina en 1593 al llamar la atención sobre el hecho de que ni el obispo de Cabo Verde ni el de la isla de Santo Tomé, ni los sacerdotes que residían aquí o allí habían expresado ningún escrúpulo porque nadie se confesara de esas cosas. Rebello (1608), suscribiendo lo que decía Molina, añadía que no obraban mal quienes adquirían esclavos cuya legitimidad hubiera sido examinada y comprobada por mandato del rey, que era quien tenía que hacerlo. Esta conclusión –apostillaba el jesuita portugués– era admitida por todos los maestros de esta Provincia de la Compañía y debía ser aceptada por todos.

Lo cual permitiría a los del Consejo de Indias, en la consulta de 1685, ampliar la responsabilidad hasta al propio papa: la trata se llevaba a cabo “a vista y paciencia de todos los eclesiásticos y de Su Santidad, que en tan dilatado tiempo no había podido ignorar esta negociación.”

Sólo que la existencia del tráfico negrero equivalía a culpar gravemente a las autoridades hasta el límite incluso al que llegaba el capuchino Moirans en 1682, cuando decía aquello de que los reyes y los príncipes cristianos que tenían autoridad sobre los Consejos Reales, el Comercio sevillano, la Sociedad parisiense, el Comercio de los ingleses, el de los portugueses principalmente y el de los holandeses, todos los comerciantes, los que transportaban y compraban y vendían esclavos, todos los señores que los poseían, eran dignos de muerte.[16]

Moirans no le hacía ascos a criticar a los monarcas, como cuando apuntaba contra el «sistema de asientos» que regía en el tráfico negrero: le extrañaba grandemente “que llegase a tanto la malicia de la ceguera de los españoles, que se atrevieran a efectuar tal disparate,” como era el contrato con holandeses y británicos. Hablaba de los «españoles», pero es obvio que no excluía al rey.

Los tildaba de “ciegos de malicia, no de pasión; porque el beneficio no era para provecho de los españoles, ni para beneficio económico del rey y de los individuos que efectuaban tales contratos, puesto que los ingleses y holandeses se llevaban la plata y el oro traído de Esparta, cambiándolo por conchas de mar, con las cuales compraban los negros. Eso, para no hablar de que este comercio resultaba entregar armas a los enemigos de la fe y entregar la Monarquía a rebeldes al darles tantos millones por los esclavos. De donde resultaba contra el derecho y el bien político de toda la Monarquía.” Adquiriendo los negros, esclavizados dolosamente, “los españoles se hacían reos de todos los crímenes de los holandeses y de los ingleses y les daban ocasión para efectuar estas iniquidades al comprarles los esclavos, que no eran tales con título 1egítimo.”[17]

RESPONSABILIDAD DE LOS MERCADERES

Era la primera posibilidad: que toda la responsabilidad recayera en los reyes y autoridades eclesiásticas. La segunda la defendían otros más: que, si las autoridades civiles o eclesiásticas no daban solución, eran los mercaderes quienes tenían que encontrarla.

Era lo que concluía Martín de Azpilcueta, el «Doctor Navarro», al afirmar que los mercaderes estaban obligados a manumitir a los negros que compraban, estando como estaban en la presunción de que habían sido sometidos a servidumbre injustamente,[18]y en 1571 fray Tomás de Mercado al condenar el tráfico: vender y comprar negros en Cabo Verde era lícito y justo de suyo, pero pecado mortal de hecho.

Lo ratificaba dos años más tarde don Bartolomé Frías de Albornoz, en relación con los negros de Etiopía y con “los que por su propia autoridad arman para ir a aquellas partes y roban esclavos, que traen, o compran de los otros que han robado. Esto es cosa clara que es contra conciencia, porque es guerra injusta y robo manifiesto, no respecto de que entran en la tierra que es de otro Reino, sino que no tienen autoridad para lo que hacen y es contra todo derecho enojar a quien no les ha enojado, cuánto más privarlos de su libertad y ponerlos en servidumbre, que es igual a muerte”.

Lo mismo concluía Molina en 1593: cuando era voz común, como reconocían los propios mercaderes, que entre los negros era relativamente frecuente que, por el delito de uno, fuesen convertidos en esclavos la esposa, los hijos o los hermanos, aquéllos no podían comprar un siervo sin averiguar antes si era producto de una de esas irregularidades. Y lo mismo cuando se trataba de hijos o esposas de alguien que pudiera haberlos vendido por una causa leve o por mero capricho. En último término, si los mercaderes no querían ponerse a indagar sobre la legitimidad de un esclavo, no podían comprar ninguno en conciencia; cometían pecado al comprarlos y, además, si lo hacían, quedaban obligados a llevar a cabo la indagación o a dar la libertad al comprado.

Este negocio de adquirir y transportar esclavos de infieles –sentenciaba el jesuita para que no cupiera duda– era injusto e inicuo y todos los que lo ejercían pecaban gravemente y estaban en estado de condenación, a no ser que alguno lo hiciera con ignorancia invencible, en la cual se atrevía Molina a afirmar que no se hallaba ningún mercader.

Años después (siempre antes de 1610), el jesuita Tomás Sánchez concluía en lo mismo sin entrar en matices: los mercaderes, portugueses o no, que compraban los negros en África pecaban mortalmente y estaban obligados a manumitirlos, a no ser que, hecha la debida averiguación, hubieran comprobado que la servidumbre de esos negros concretos era lícita.

Aunque pudiera tenerse por lícita la compra de negros que se llevaban luego a Portugal desde las dos Guineas, concluía igualmente Baptista Fragoso en una obra publicada en 1641: “parecía casi cierto que esa negociación era injusta e ilícita, incluso en el caso de que los mercaderes guardaran las normas dadas por el monarca portugués.” Era un problema de probabilidad: podía no ser cosa segura, pero siempre era muy probable que tales negros hubieran sido esclavizados injustamente.

Le parecía tan claro que los mercaderes portugueses pecaban mortalmente con ese infame e ilícito mercado y que quedaban obligados a restituir, que el también portugués Fagúndez suponía en 1640 que quizá era ésa la causa de que Dios castigara a este Reino de Portugal con calamidades y desgracias. Corrían justamente los días de la separación de España. Aunque Fagúndez matizaba enseguida su afirmación y añadía que, si los mercaderes habían adquirido los negros de buena fe y luego habían dudado de su legitimidad, podían retenerlos porque, en este caso, era mejor la condición del poseedor.

¿De buena fe? ¿Pero es que cabía ignorarlo todo? “... la ignorancia que les puede competer no es otra que la de Judas vendedor y de los judíos compradores de Cristo Jesús”, respondía fray Francisco José de Jaca (1681).[19]

LA RESPONSABILIDAD DEL SEGUNDO Y TERCER COMPRADOR

La mayoría de los teólogos y juristas no sólo condenaban la esclavitud de los negros, sino que culpaban moralmente del tráfico a las autoridades o a los mercaderes. Ahora bien, lo que compraban los esclavos a los mercaderes y los compradores sucesivos, o sea, los que se implicaban en una segunda, tercera o posterior transacción, ¿qué veredicto merecían? Esto ya era otra cosa. Y cosa principal; porque, da la manera de resolverlo, dependía el que hubiera o no esclavos en América.

Podía estar muy clara la culpabilidad de los reyes y obispos y de los mercaderes de esclavos. Pero nada se había avanzado para eliminar la esclavitud, si éstos campaban por sus respetos y los que los compraban a los mercaderes no pecaban en cambio.

Al llegar a este punto, los teólogos y juristas de los siglos XVI y XVII volvían a divergir: unos opinaban que los segundos y sucesivos compradores no estaban obligados a comprobar la justicia de la esclavitud de aquel a quien quisieran comprar, y otros, en cambio, sostenían que sí, que se hallaban tan obligados a averiguarlo como pudieran estarlo los compradores primeros (los europeos que adquirían los esclavos de mano de los vendedores negros). Estos últimos moralistas, por tanto, rechazaban la esclavitud de los negros en todos los casos. Pero no fueron escuchados.

La primera aseveración -la de que el segundo y sucesivos compradores no tenían por qué entrar en pesquisas - había sido formulada por el maestro Francisco de Vitoria, con ligereza inusual en él: lo mejor –comenzaba diciendo en la carta a fray Bernardino de Vique que hemos citado, era no planteárselo; “... [a] quien anduviere a examinar las contractaciones de los portugueses [...J no le faltarían achaques en que parar. EI remedio general es que los que les cabe parte de aquello no curen de andar en demandas ni respuestas, sino que cierren los ojos y pasen como los otros”.

Lo mismo concluirían Miguel Palacios,[20](1585) y el jesuita Sandoval (1627). Este último, pese a que remitía a Molina, decía que la prohibición de comprar esclavos a los negros concernía sólo a los mercaderes, no a los que los adquirían de reventa, aunque fuera en los puertos de Cabo Verde e incluso en los de la isla de Santo Tomé y Loanda, en Angola; puesto que los compraban de tercero, cuarto o más poseedor.[21]

Al preparar la segunda edición de su obra, en uno de los ejemplares de la primera que usó para ello, encontró una anotación puesta al margen por alguien donde se argüía lo contrario: que a quien andaba en busca del humo no le faltarían lágrimas en los ojos y amargura en el corazón. Pero Sandoval replicaba diciendo que “doctores tenía [a Iglesia y ya se había referido, a parte de ellos”, a quienes se remitía por tanto.[22]El mismo, como parte de una comunidad jesuítica, reconocía tener esclavos para su servicio sin escrúpulo alguno.[23]

Era consciente Sandoval de que esto implicaba adquirir esclavos que no debían serlo. Pero aquí se imponía el realismo evangelizador otra vez: no eran muchos –se atrevía a asegurar– “y perderse tantas almas por algunos más cautivos, sin saber cuáles eran, podía no ser tanto servicio de Dios por ser pocas, y las que se salvaban ser muchas y bien cautivas”.[24]

Sabía, no obstante, que no todos pensaban así. Si había duda sobre la licitud de mantener como siervo a alguien y no era posible averiguar quién, «omnes liberi dimitti debent», habían sentenciado Solórzano y Rebello y había aceptado Molina, como vimos, recordando que todos los indios de América habían sido declarados libres, entre otras cosas, por la presunción que les favorecía.[25]Pero Alonso de Sandoval se inclinaba por la opinión del padre Luis Brandaon, rector del colegio jesuítico de San Pablo de Loanda, que le había hecho ver en 16I1 una distinción capital: que los indios tenían por sí la presunción de ser libres, en tanto que los negros carecían de e11a.[26]

Es lo mismo que diría mucho tiempo después, en l794, el gobernador de la Capitanía de Bahía que denunció a un capuchino italiano que predicaba contra la esclavitud: no era posible entrar en averiguaciones sobre el origen justo o injusto de la servidumbre del esclavo vendido a un segundo o posterior comprador.[27]

Otra cosa es que constase a ciencia cierta la ilicitud de la esclavitud de unos hombres concretos. En ese caso, no era lícito comprarlos, tampoco en reventa: “... es doctrina tan cierta y averiguada o ley natural ésta de no permitir esclavitud con injusticia, que las mismas leyes civiles, que suelen permitir o disimular algunos abusos que sólo Dios los puede estirpar, no disimulan éste; antes mandan que, cuando constare la violencia o engaño que se les ha hecho, se les restituya perfectamente su libertad”.[28]

La realidad es que Molina (1593) había matizado mucho más según hemos visto y hemos de repetir aquí: todos los que compraban de buena fe un esclavo (que eran a su entender todos los propietarios de esclavos por regla general) lo retenían lícitamente. Claro está que, si llegaban a saber que un esclavo concreto había sido sometido a esclavitud de forma injusta, tenían que ponerlo en libertad, sin que pudieran reclamarle su valor. A quien podían reclamárselo era al vendedor. Ahora bien, si alguien llegaba a saber que la mayoría de los siervos que se traían del África habían sido hechos de forma injusta, no podía en conciencia comprarlos de los mercaderes que los traían, aunque sí de aquellos –segundos o sucesivos compradores– que los poseían de buena fe y aunque quedaban obligados a hacer la averiguación pertinente. Si no podían enterarse de la verdad –como sucedía ordinariamente–, podían lícitamente retener al esclavo.

Los también jesuitas Tomás Sánchez (antes de 1610) y Diego de Avendaño (1668) repitieron lo que decía Molina, pero distinguieron más claramente entre el mercader, el segundo comprador y los sucesivos: el segundo comprador tenía que averiguar si aquél había sido cautivado justamente. En cambio, no tenían que hacerlo los que adquirieran sucesivamente a ese esclavo porque ya era imposible averiguarlo.

Sin hacer este distingo, al afirmar que quien tenía dudas de la legitimidad de su esclavo podía retenerlo mientras no consiguiera averiguar la verdad, advertía Pedro de Ledesma (1598) que, en tanto, no podía deshacerse de él, vendiéndolo a otro o mandándole a tierra lejana. Y Rebello añadía en 1608, tras repetir tácitamente las conclusiones de Molina, que al esclavo a quien, por haberlo sido de modo injusto, había que liberar, era necesario también resarcirle de los daños que se le hubieran causado y restituirle todo aquello en lo que se hubiera enriquecido el dueño con su servicio.[29]

La postura de Rebello (según la cual sólo era lícito comprar esclavos cuya legitimidad asegurasen los delegados regios) tenía consecuencias singulares: si algún mercader, procediendo con dolo, mezclaba esclavos justamente comprados con otros que lo hubieran sido de forma injusta, de tal manera que después era imposible averiguar cuáles eran unos y otros, debía perderlos todos. Pero, si los había mezclado sin culpa, debía decidir por sorteo a quién manumitía.

Fragoso (1641) reducía el alcance de esta afirmación advirtiendo que el sorteo había de hacerse con el consentimiento de todos; de manera que, si lo rechazaban los interesados, el mercader podría venderlos a todos como propios, y esto porque, en tal situación, no estaba obligado a una pérdida tan grande como la que se seguiría de liberarlos a todos.

Mucho más imaginativa e importante sería la propuesta del también portugués Riberiro Rocha (1758): la esclavitud sólo estaba permitida en tres casos: por captura en «guerra pública, justa y verdadera», como castigo por delitos graves o por venta de un hijo por un padre como remedio de una indigencia extrema que amenazara la vida de aquél. Pero ése no era el origen de los esclavos que se adquirían en Guinea, Cafraria y Etiopía, sino el hurto, la piratería, las falsedades, los embustes y semejantes modos a que recurrían unos negros para hacer cautivos entre sus semejantes y venderlos.

Cierto que a los esclavos se les hacía un gran bien, sobre todo al cristianarlos. Pero esto no validaba la posible adquisición ilícita, sino que impulsaba más bien a buscar otra manera de adquirir, visto además que era casi imposible –al segundo y sucesivos compradores– averiguar lo sucedido a cada esclavo concreto.

Así que proponía una fórmula nueva: que, en vez del «dominio» (ius dominii) sobre esas personas, se considerase que lo que se compraba era el derecho de uso de las mismas (ius pignoris), sólo mientras no fuesen éstas capaces de devolver el dinero pagado por ellas. De esa forma, lo que hacían era librarlos de las manos de sus aprehensores y esperar luego a recuperar lo que les había costado esa 1iberación.[30]Era un procedimiento cercano a la «coartación», una fórmula de manumisión por compra de la propia libertad que se extendió en el siglo XVIII por todo el territorio de la monarquía española.

LA CULPABILIDAD UNIVERSAL

El también portugués Fernando Oliveira ya había dicho abiertamente en 1555 que no sólo era ilícito hacer esclavos a los infieles sin más, y venderlos a otros, sino que también lo era comprarlos; que no dejaba de tener culpa quien compraba lo mal vendido. Que, si no hubiera compradores, no habría malos vendedores.

Fray Tomás de Mercado (1571) no entraría en demasiados matices y concluyó en lo mismo: no sólo no era lícito lo que hacían en Cabo Verde los mercaderes portugueses, sino que tampoco lo era adquirir esos negros en la reventa que se hacía en las Indias o en España.[31]Don Bartolomé Frías de Albornoz vaciló más cuando entró en este asunto dos años después, y pese a haber leído a fray Tomás, a quien citó. Pero terminaba en lo mismo, aunque fuera subrayando la subjetividad de su conclusión.

Era lo mismo que, más sucintamente, concluía el portugués Baptista Fragoso en la obra póstuma de 1641 citada al comenzar estas líneas: era casi cierto que la compra de negros infieles hecha por sus compatriotas indistintamente y sin suficiente indagación en ambas Guineas, Angola y la Cafrería, era injusta y contraria a la caridad. Pero también los compradores pecaban mortalmente contra la caridad y la justicia. Sólo si los poseían de buena fe podían retenerlos.

Y lo repetiría fray Francisco José de Jaca al pedir en 1685 a la Congregación Romana de Propaganda Fide que declarase erróneas y prohibidas bajo pena y censura eclesiástica estas proposiciones, entre otras: “que fuera lícito vender o comprar negros o salvajes hechos esclavos con la fuerza y con el engaño, y hacer con ellos cualquier otro contrato; que los compradores no estuviesen obligados a investigar acerca de la legitimidad del título de esclavitud, aunque supieran que muchos de ellos habían sido hechos esclavos injustamente; que, cuando tales negros agarrados injustamente fueran mezclados con otros justamente vendibles, fuese lícito comprar tanto los buenos como los malos; que fuera lícito comprar los negros mediata o inmediatamente a los heréticos (no se olvide que muchos mercaderes eran británicos u holandeses).[32]

Fray Epifanio de Moirans opinaba que, para que alguien fuera esclavo en justicia, no sólo requería que hubiera pecado, sino que lo declarase además la autoridad legítima. Siendo así que, según sus noticias, los negros de Cabo Verde y Guinea carecían de reyes, no había nadie que pudiera hacerlos esclavos. Consecuencia: nadie podía comprarlos, a menos que estuviera seguro de que la esclavitud de aquel que compraba era justa.[33]

Según lo cual, todos los que compraran, vendieran o poseyeran negros del África como esclavos pecaban contra el derecho natural, a no ser que hubieran verificado los títulos de la esclavitud y comprobado que eran justos, sin que, por otra parte, pudiera prevalecer en contrario ninguna costumbre o uso. Todos los que poseían alguno de los esclavos procedentes de África estaban obligados a manumitirlos so pena de condena eterna. Y no podía olvidarse que la ignorancia –que era lo que alegaban algunos– excusaba del hecho, no del derecho.[34]

Fray Francisco José de Jaca aún usaría otro argumento, un tanto inopinado, que era el de que los esclavos eran bautizados al poco de ser aprehendidos. Y, por tanto, eran cristianos, siendo así que no se podía cautivar a nadie que lo fuera. En el cuestionario que envió en 1685 a Propaganda Fide, rechazaba “que fuera lícito bautizar a los negros y otros infieles sin instrucción en los misterios de la fe necesarios para la salvación y dejarlos sin tal noticia después de bautizarlos.” Pero también pedía que se condenara “que fuese lícito tener en servidumbre a los esclavos incluso después del bautismo, hubieran sido o no justamente agarrados.”[35]

De fray Epifanio de Moirans ya sabemos que partía de cinco conclusiones que proponía al principio de su obra (1682) y que llegaban a exigir que el esclavo huyera.[36]No es extraño, así, que, más de cien años después, en 1794, unos capuchinos italianos procedentes de Goa convencieran a un hermano de religión, fray José de Bolonha, italiano también, pero afincado en Bahía desde hacía catorce años, de que la esclavitud era ilegítima y contraria a la religión. Ni es raro que, el día de la fiesta del Espíritu Santo, llegara por eso el de Bolonia a decir a los penitentes, en el confesionario, que tenían que indagar sobre el origen de sus respectivos esclavos y libertar a aquellos que hubieran sido sometidos injustamente.[37]

NOTAS

  1. Sobre las conveniencias que se siguen del Asiento de introducción de negros, que se ha tomado con Domingo Grillo y Ambrosio Lomelin (1662) (Autor anónimo) –Cit. VILAR (1971), p. 298.
  2. ANTONIL (1711), p. 22.
  3. Cit. VILAR (1971), p. 305.
  4. SANDOVAL (1647), Alonso de: De instauranda aethiopum salute: Historia de Aethiopía, naturaleça, policía sagrada y profana, costumbres, ritos y cathecismo evangélico, de todos los aethíopes cô que se restaura la salud de sus almas, 2.ª ed. aum., Madrid,
  5. Se refiere seguramente al corsario francés François le Clerc, que hostigó la isla de Santo Domingo y su entorno desde 1552.
  6. SANDOVAL, Op. Cit, pp. 95-96. En todo este diálogo, no hay puntos y aparte, que introduzco aquí para hacer más fácil la lectura.
  7. Ibídem, p. 96-97.
  8. Ibídem, p. 98.
  9. LAS CASAS (1989), p. 267.
  10. Cfr. LÓPEZ GARCÍA (1982), pp. 199-202.
  11. La intervención del Doctor Navarro no es Segura. SOLÓRZANO (1994), p. 426, remite concretamente al Manuoli, cap. 23, n. 96, de don Martín de Azpilcueta, el Doctor Navarro, como uno de los autores que se planteó estas cosas. Sin embargo, el Navarro no habló en su Manual de confesores y penitentes sobre el problema de la esclavitud; por otra parte, ese Manual fue progresivamente engrosado después de su muerte y es posible que el tema se incluyera en alguna de las ediciones. Lo que sí aportaba el Manual eran los elementos de juicio y los criterios de conducta de carácter general que se podían aplicar aI caso de Ios negros. Es esto, al menos, lo que deduzco después de examinar al propio AZPILCUETA (1554).
  12. Apud SCELLE (1906), I, p. 839.
  13. LAS CASAS (1989), 246.
  14. Apud LÓPEZ GARCÍA (1982), 149.
  15. Cfr. Ibídem, p. 173.
  16. Apud LÓPEZ GARCÍA (1982), 216.
  17. Ibidem, p. 232.
  18. Remitiendo a Azpilcueta, lo dice SÁNCHEZ (1681), t. I lib. I, cap. 1, dub. 4, n. 10, p. 5.
  19. Apud LÓPEZ GARCÍA (1982), 130.
  20. Según SÁNCHEZ (1681), t. I, lib. I, cap. 1, dub. 4, n. 11, p. 6, que remitía a él.
  21. SANDOVAL (1647), p. 99.
  22. Ibídem.
  23. Ibídem, p. 100.
  24. Ibídem, p. 101.
  25. Ibídem.
  26. Ibídem.
  27. En este sentido, vid LARA (2000), cap. 1.
  28. SANDOVAL (1647), p. 103.
  29. Vid. LÓPEZ GARCÍA (1982), p. 160.
  30. Cfr. LARA (2000), cap. 1.
  31. MERCADO (1571), pp. 101v-5.
  32. Cit. LÓPEZ GARCÍA (1982), p. 44.
  33. Cfr. Ibídem, pp. 203.
  34. Cfr. Ibídem, pp. 204-205.
  35. Apud. LÓPEZ GARCÍA (1982), p. 44.
  36. Ibídem, p. 183.
  37. Vid. LARA (2000), cap. 1.

BIBLIOGRAFÍA

  • VILAR (1971), Sylvia: «Los predestinados de Guinea: Quelques raisonnements sur la traite des noirs entre 1662 et 1780»: Mélanges de la Casa de Velázquez, VII, 295-325.
  • ANTONIL (1711), André Joào: Cultura e opulencia do Brasil por suas drogas e minas, Lisboa, Oficina Real Deslandesiana,
  • SANDOVAL (1647), Alonso de: De instauranda aethiopum salute: Historia de Aethiopía, naturaleça, policía sagrada y profana, costumbres, ritos y cathecismo evangélico, de todos los aethíopes cô que se restaura la salud de sus almas, 2.ª ed. aum., Madrid
  • LAS CASAS (1957), Bartolomé de: Obras escogidas, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles (núm. 95 y 96)
  • (1989): Brevísima relación de la destrucción de África, preludio de la destrucción de las Indias: Primera defensa de los guanches y negros contra su esclavización, estudio preliminar, edición y notas de Isacio PÉREZ FERNÁNDEZ, Salamanca y Lima, Editorial San Esteban e Instituto Bartolomé de Las Casas,
  • LÓPEZ GARCÍA (1982), José Tomás: Dos defensores de los esclavos negros en el siglo XVII; Francisco José de Jaca OFM» Cap. y Epifanio de Moiràns OFM» Cap., Caracas, Pontificia Studiorum Universitas a S. Thomas Aq. in Urbe, XV
  • SÁNCHEZ (1681), Tomás: Consilia seu opuscula moralia: duobus tomis contenta: opus posthumum, Editio ultima, a mendis expurgata, Lugduni, Laurentij Arnaud, Petri Borde, Joannis & Petri Arnaud, 2 volúmenes.
  • LARA (2000), Sylvia Hunold: «Legislaçâo sobre escravos africanos na América portuguesa», en José ANDRÉS-GALLEGO: Nuevas aportaciones a la historia jurídica de Iberoaméria, cit. infra.
  • MERCADO (1569), Tomás de: Tratos y contratos de mercaderes y tratantes descididos y determinados, Salamanca, Mathías Gast.
  • 1571): Summa de tratos, y contratos, compuesta por d muy reuerendo padre fray..., de la orden de los Predicadores, maestro en sancta Theología, diuidida en seys libros. Añadidas a la primera edición, muchas nuevas resoluciones. Y dos libros enteros, como parece en la página siguiente, Sevilla, Hernando Díaz.

JOSÉ ANDRÉS-GALLEGO - JESÚS MARÍA GARCÍA AÑOVEROS

©La Iglesia y la Esclavitud de los Negros. EUNSA. 2002