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Voz de los que no tienen voz, fueron entonces los misioneros. Una doble dimensión de la Palabra - «en el principio era el Verbo», dice San Juan - se estableció en esa dinámica de la re-creación de un mundo nuevo. | Voz de los que no tienen voz, fueron entonces los misioneros. Una doble dimensión de la Palabra - «en el principio era el Verbo», dice San Juan - se estableció en esa dinámica de la re-creación de un mundo nuevo. | ||
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La estructura de los «Catecismos» es la entrada a la expresión de aquel deslumbramiento. En ello habían trabajado los cristianos desde las épocas primitivas, siguiendo el esquema planteado por Pablo en la Epístola a los Hebreos y enriquecido luego por el símbolo de los apóstoles y la Didaché. Los ecos del «De Catechizandis Rudibus» de San Agustín y el «De Parvulis Trahendis ad Christum» de Gerson; y aun el texto que Fray Luis de Granada escribiera bajo el título de «Breve tratado en que se declara de la manera que se podrá proponer la doctrina de nuestra santa fe y religión a los nuevos fieles», muestran el despertar consciente de una palabra hasta entonces contenida. | La estructura de los «Catecismos» es la entrada a la expresión de aquel deslumbramiento. En ello habían trabajado los cristianos desde las épocas primitivas, siguiendo el esquema planteado por Pablo en la Epístola a los Hebreos y enriquecido luego por el símbolo de los apóstoles y la Didaché. Los ecos del «De Catechizandis Rudibus» de San Agustín y el «De Parvulis Trahendis ad Christum» de Gerson; y aun el texto que Fray Luis de Granada escribiera bajo el título de «Breve tratado en que se declara de la manera que se podrá proponer la doctrina de nuestra santa fe y religión a los nuevos fieles», muestran el despertar consciente de una palabra hasta entonces contenida. | ||
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Revisión actual del 10:12 16 feb 2020
Sumario
Los rostros del Creador
Cuando el grito del gaviero, mezcla de esperanza y desesperación, anunció la tie¬rra deseada, el mundo se amplió en redondo y los ecos navegantes llegaron a oídos nuevos. No era América tierra vacía, ni tierra de nadie: era tierra habitada y pertenencia de quienes en ella moraban, nuestros antepasados, los aborígenes.
El alma de América estaba, allí, en el estado elemental resplandeciente de un Tenochtitlán azteca de éxtasis, de un Tikal maya de maravilla, tanto como de un Machu Pichu y un Tahuantinsuyo incaico, y como el pequeño cercado donde el núcleo miraba a las alturas y forjaba los sueños que explicaban la creación. Dios Padre estaba entonces en la tierra, en el agua, en la estrella y en el cóndor, en el sol y en la luna. Dios estaba en todas partes y era buscado dondequiera con nostalgia por el indígena. Los rostros del Creador se expandían y acrecentaban el asombro reverencial por afecto, que lo diferencia del pragmático griego con su altar premonitorio al Dios desconocido, lo hacía suponer al Creador en los seres distantes de su mismidad, como en Chichicastenango o en Sugamuxi.
Las Bulas de Cruzada
Es cierto que en las carabelas arribaron realidades que estremecen las páginas de la historia, como estremecieron entonces la parsimonia del nativo y le abrieron los portalones del deslumbramiento y de la muerte; pero también es cierto que tales realidades no eran del todo ajenas en las confrontaciones domésticas entre los pobladores de América. Más aún, las primeras alianzas que recogen las crónicas son las de la violencia agresiva para someter con ella la violencia defensiva, como consta en las « Cartas de Relación» de Hernán Cortés.
Lo diferente absoluto que llega en las naves es la buena nueva, el Evangelio. Nadie tenía más derecho a hacerse a la mar océana que él, si se tiene en cuenta que las naos de Colón fueron posibles, como su viaje, por aquellos dineros de las Bulas de Cruzada en la diócesis de Badajoz, que por 1.140.000 maravedís fueron puestos e1 5 de mayo de 1492, por mandamiento de Fray Hernando de Talavera, Obispo de Ávila, en manos del escribano de ración de los Reyes Católicos, Luis de Santángel; y que saldaron el anticipo entregado a Don Cristóbal. Aquellas Bulas de Cruzada adquiridas por gentes del común a dos y a cuatro reales cada una, generaron los recursos de esta empresa que abriría la Iglesia al indígena y el indígena a la Iglesia.
Son innumerables los sentimientos que evoca aquel acontecimiento, considerado el mayor de la historia de la humanidad por el escritor peruano Mario Vargas Llosa. A fuerza de racionalidad se han presentado explicaciones; a fuerza de pasión se han levantado resentimientos: queda la sospecha de una media verdad tan comprometida que no despierta la metáfora serena de la certeza.
La primera dimensión
Hay una estratificación de la voz que campea dondequiera: se supone a las gentes humildes condenadas al mutismo, que en el código de la dominación significa acatamiento, impotencia o sumisión. Estos patrones prevalecieron en parte en la conquista de América: en las crónicas y relaciones de viaje son pocas las palabras que brotan de labios aborígenes, dejando que tales documentos sean monólogo de la hispanidad en una tierra no buscada pero encontrada, contrapuesta al sueño de Europa a través del destino del Gran Almirante Cristóbal Colón.
Voz de los que no tienen voz, fueron entonces los misioneros. Una doble dimensión de la Palabra - «en el principio era el Verbo», dice San Juan - se estableció en esa dinámica de la re-creación de un mundo nuevo.
La primera dimensión es aquella del catecismo de las «Cartillas Doctrineras»: Pedro de Gante, Juan de Tecto, Juan de Aora y Martín de Valencia son insignias de una multitud de buscadores del alma, para quienes como Dios está presente en todo lo creado, de consiguiente lo estaba en cada uno de los indígenas: los naturales que buscaban a Dios fuera de sí mismos, empiezan a encontrarlo dentro de sí, como ya lo hiciera Agustín de Hipona, más adentro de lo que cada quien supone.
Los Catecismos
Es en la doctrina en donde crece, lenta pero estable, la palabra del indio; en donde su simbología anterior se enriquece con el sentido de lo esencial, produciéndose no un abandono del ayer sino su recuperación en el presente interminable que llega hasta hoy en las manifestaciones de la religiosidad popular. Esto hará que en el paso de los años y con el advenimiento del mestizaje, sean pocos los expedientes del racionalismo religioso en América, sin que se mantenga la espiritualidad de la razón, en la fe forjada que requiere de Dios y lo busca en la experiencia cotidiana.
La estructura de los «Catecismos» es la entrada a la expresión de aquel deslumbramiento. En ello habían trabajado los cristianos desde las épocas primitivas, siguiendo el esquema planteado por Pablo en la Epístola a los Hebreos y enriquecido luego por el símbolo de los apóstoles y la Didaché. Los ecos del «De Catechizandis Rudibus» de San Agustín y el «De Parvulis Trahendis ad Christum» de Gerson; y aun el texto que Fray Luis de Granada escribiera bajo el título de «Breve tratado en que se declara de la manera que se podrá proponer la doctrina de nuestra santa fe y religión a los nuevos fieles», muestran el despertar consciente de una palabra hasta entonces contenida.
Fray Dionisio de Sanctis (1574) entrega la joya didáctica de la pregunta, la respuesta y la conclusión: «Pregunta: ¿qué sois hermano?
Respuesta: ¡soy hombre que nací de mis padres!
Pregunta: ¿qué cosa es hombre?
Respuesta: una criatura que tiene cuerpo que ha de morir, y ánima que no ha de morir por ser criada a la imagen de Dios.
Conclusión: bien habéis dicho que para Dios fuísteis criado, y por eso ninguna cosa os da entero contenido ni os sujeta el deseo de veros con Él».
El alma adulta
Catecismo y alfabetización eran inseparables hacia el objetivo del despertar del habla y la lectura del Evangelio. Y se alcanzó el objetivo. Comenzó así un proceso de participación que llega hasta nuestros días, y que se expresa en la voz surgida desde dentro para reclamar lo que corresponde a la dignidad del ser humano y los derechos a que haya de aspirar.
Las voces de hoy son eco temporalizado del ayer en que nació una palabra que aleja de sí las sombras del silencio. En el pobre del presente se reconoce al indígena de ayer, necesitado de su dignidad sin precio, y que reclama el cierre de una brecha económica situada en la razón del ser y del existir.
El alfabeto y el catecismo hacen aparecer el alma adulta de América, esa que reconoce, en el Paraguay, Roque González de Santacruz en el Cacique Arapizandu, quien a nombre de los guaraníes pide sacerdotes que le lleguen al alma; o aquel otro que, Paraná arriba -aún sin ingresar a la doctrina-, defiende el símbolo de la cruz, brújula de una nueva dimensión de su destino. Es la misma «alma» que reconoce y alienta María Ignacia de Azlor y Echeverz -hija y nieta de conquistadores- cuando establece en América la primera escuela formal para mujeres, sin distinción de edad y de raza porque son todas ellas iguales ante Dios y han de serlo también ante los ojos de los hombres.
La segunda dimensión
Pero hemos dicho de una segunda dimensión de la palabra portada por la Iglesia en misión. Esa palabra se convierte en justicia. En ella está la primera protesta articulada que hace camino de regreso a España en 1511, con el énfasis de Montesinos; quien comentando el «Ego sum vox clamantis in deserto», se reconoce como «voz de Cristo en el desierto desta Isla». Y afirma, ante el escándalo de cristianos de apariencia, el «tened por cierto que, en el estado en que estáis, no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo». Sin duda la dureza de corazón no es sólo de hoy: Las Casas afirma que nadie de entre los jefes rectificó, más aún protestaron no pocos fieles y exigieron otra predicación en la que Montesinos expresara arrepentimiento de su escueto denuncio y de su inquietante anuncio. Lo hizo, es cierto, pero para dejar de nuevo el mensaje de la justicia y la certeza de que el alma de América desde entonces estaría inclaudicable al servicio de la verdad. El escritor dominicano Don Pedro Henríquez Ureña marca en la fecha de estos dos discursos memorables, el inicio del humanismo americano.
Las dos dimensiones del alma primigenia -alma de creación, alma de justicia-, habrían de convertirse en alma de libertad. Las Casas en su «Apologética historia de las Indias» lo presiente; Gaspar de Recarte lo reconoce; Fray Bernardino de Sahagún lo constata. El Santo Obispo Don Juan de Zumárraga convierte a los indígenas en sus doctos maestros de vida espiritual; y frente a los que afirmaban que los naturales hedían, afirma: «a mí me huelen a cielo, y me consuelan y dan salud, pues me ense¬ñan la aspereza de la vida y la penitencia que tengo que hacer si me he de salvar».
El retorno al futuro
«Al occidente van encaminadas las naves inventoras de naciones», decía en la Nueva Granada, en octavas reales, Don Juan de Castellanos. De ello han transcurrido 500 años. Bolívar, San Martín, O'Higgins, Morazán, José Martí, y muchos más hacedores de la historia nuestra, fueron herederos mestizos de esas dimensiones del alma americana, la bebieron allí donde lo habían hecho el indígena y el negro. Y aprendieron, como ellos, las tareas del entendimiento; dimensionaron la verdad de la memoria y dieron ímpetu a la voluntad que entregó la consolidación de las naciones presentidas por el cura y literato de la monástica Tunja en el virreinato colonial.
Es esa alma la que hoy incita no a sentir tristeza del ayer, sino a la creadora nos¬talgia del porvenir; aquello que alguien ha intuido al decir que América está convocada a iniciar el retorno al futuro. Nuestra alma cristiana de hoy está sedienta de colocar en ese propósito toda la reserva de humanidad alentada por el pasado-presente de la primera evangelización. Y debe afirmarse en el presente-futuro de la segunda evangelización a la que convocó S.S. Juan Pablo II.
En América sabemos que en el diseño de nuestro destino, lo que nos jugamos es el alma. La recuperación de principios orientadores es imperativo urgente, porque se ha venido adelgazando la fibra cristiana de nuestros mayores y es hora de fortalecer las fundaciones. La lucha de las ideologías desvió la esencialidad. Hubo migrantes de los principios cristianos, así como los hay en una forma sorda de capitalismo, que ha terminado por devorar los principios orientadores del alma y sus manifestaciones de creatividad, justicia y libertad.
Encuentro y descubrimiento
El hoy tiene semejanzas con el ayer que conmemoramos y frente al cual la acción de la Iglesia se hizo palabra; palabra que se hace carne, es decir testimonio y compromiso. El mundo de ayer estaba sediento de oro; y también insaciable de oro es el mundo de hoy. La concentración del poder identifica ambas épocas, pese a la distancia cronológica que las separa. Ayer un mundo nuevo surgió de la niebla; ahora el espacio sideral revela a diario sus secretos. Y hoy como ayer el hombre olvidó a quien es próximo, al hermano; y busca nuevos dioses en las lejanías de sí mismo.
Pablo VI señalaba la urgencia de «devolver al hombre de hoy el gusto por lo espiritual». Igual mensaje resplandece en la Encíclica «Dorninum et vivificantem», en donde esa urgencia se hace consigna reclamada por Juan Pablo II y se reitera en «Centesimus Annus», cuando se proclama la necesidad de salvaguardar las condicio¬nes morales de una auténtica ecología humana, ya que «el hombre recibe de Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de trascender todo ordenamiento de la so¬ciedad hacia la verdad y el bien».
Hace medio milenio tuvo lugar el descubrimiento: hoy es urgente descubrirnos a nosotros mismos. Se dice que lo que se cumplió entonces fue un encuentro: hoy lo imprescindible es encontrarnos a nosotros mismos. Y ese encuentro y descubrimiento sólo se producen en la interioridad del alma, que es donde habitan las convicciones. Ayer llegaron a América misioneros evangelizadores; hoy todos estamos convocados a evangelizar bajo el soplo del Espíritu, memoria que es fuente propicia de esa tarea, ya que es el Espíritu el que guía hacia la verdad.
El alma de los pueblos de América sigue buscando su luz en la cruz primera proclamada en Santo Domingo. Es urgente que el alma de los seres que habitan los territorios nuestros sea su afirmación. Quienes vivimos estas transformaciones por la gracia de Dios, tenemos la pesadumbre de que el diseño de un nuevo orden mundial esté pletórico de formas, pero carezca del viento vivificador que hace que cada ser humano se identifique trascendentemente con los otros seres.
El diálogo creativo
Era el año de 1523 cuando, en Sevilla, se hizo a la mar Peter Van Der Moere, quien luego se establecería en Texcoco, junto a los indígenas, y se transformaría en Fray Pedro de Gante: aquel que, lleno de paz, reclamó con energía por el sacrificio de Cuauhtemoc, y es símbolo hoy de justicia clamante; el que adivinó que era necesario disipar en el indígena el miedo y la servilidad para que accediera a la alegría y la creación; el que descubrió el depósito de inteligencia que la fe podía dimensionar en los naturales para dar sustento a la libertad; el que comprendió que la fe que porta la evangelización, es generadora de la verdadera paz; y que, como hermano lego, sólo con la dignidad de su convicción de ser hijo de Dios, entendió que son el compromiso propio y el ejemplo los que convocan a una nueva cultura y a una nueva civilización; el que valoró el trabajo como expresión de la dignidad del ser humano y dio curso a los talleres de capacitación para los oficios, enseñando que el bienestar requiere esfuerzos propios; quien de cada invento del ingenio humano que signa el progreso, hizo ocasión de eternidad con aquel vademécum inolvidable al que dio por título «cartilla para enseñar a leer, nuevamente enmendada y quitadas las abreviaturas que antes tenía»; y, sobre todo, el forjador de ese puente que hizo encontrar a Dios con el indígena, luego con el mestizo y después con el negro, para darle esencia enriquecida y nueva al alma de América.
La fe de aquella alma cristiana ha de vincularse a la segunda evangelización en esa verdad que enseña que el camino único y verdadero es la dignidad del ser humano. El nuevo presente, como el de hace medio milenio, es un desafío, es decir un interrogante que pone a prueba nuestra fe, de la que sólo podemos responder nosotros mismos en el diálogo creativo con las realidades que aspiramos a forjar.
BELISARIO BETANCUR