FLOR Y CANTO DEL NACIMIENTO DEL NUEVO MÉXICO
México es una tierra insólita por su configuración geográfica y climatológica. No se encuentran las vastas llanuras e inmensos ríos del norte o del sur del continente, pero fue en las titánicas montañas de sus altiplanicies donde los indios americanos, y en particular los mexicanos, prefirieron asentar sus grandiosas ciudades, o bien en los pantanos del sur, o en los eriales calcáreos del sureste. La posición geográfica es también peculiar: un país surcado por el Trópico de Cáncer, pero en el cual están juntos o cercanos lo más inconcebible desde el punto de vista geográfico: grandes selvas y desiertos, hielo y fuego, calor y nieve.
En este Nuevo Mundo mesoamericano, además se situaciones y aspectos a veces chocantes, de una etapa a primera vista “primitiva” desde el punto de vista de la evolución de pueblos y culturas, conviven etapas que podrán calificarse de “primitivas” o de edad de piedra; mas en arte, astronomía, matemáticas y lo que hoy sería ingeniería genética mediante la cual crearon alimentos como el maíz, superan a sus contemporáneos. Ya lo observaba el misionero dominico Fr. Diego Durán en su "Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme" cuando escribe "si en los ritos e idolatrías mostraron ceguedad y engaño diabólico, al menos en las cosas de gobierno y policía, sujeción y reverencia, grandeza y autoridad, ánimo y fuerzas, no hallo quien los sobrepuje...". La conquista española misma hay que encuadrarla y entenderla en un contexto cultural peculiar. Más que una pura “conquista” militar fue una “conquista” llevada a cabo dentro de una guerra india o entre los diversos pueblos o reinos indios de Mesoamérica del gran valle del Anáhuac, aprovechada por los recién llegados conquistadores españoles, que difícilmente hubieran podido realizarla por sí solos.
Unos estados o reinos indios habían formado un fuerte imperio sojuzgando o intentando sojuzgar a sus vecinos. El reducido grupo de conquistadores españoles con oportunas alianzas con los pueblos o reinos enemigos del entonces estado más fuerte de Tenochtitlan o azteca, que pretendía dominarlos, consiguió la victoria. Como resultado de la misma se consuma la conquista y luego el nacimiento lento de lo que habría de ser el nuevo México mestizo. Lo recuerda el mismo Durán cuando escribe: "Caso, cierto de notar, que, desembarcando el Marqués del Valle en esta tierra con sólo trescientos hombres, [...], se atreviesen a acometer a millones de indios que en la tierra había, [...] y que todos aquellos millones de gentes tuviesen un corazón tan asombrado y cobarde que huyesen de los trescientos."[1]. Dentro de una lógica histórica ya sucedida en otros lugares, los habitantes indígenas de esta Mesoamérica y los recién llegados españoles se fueron fusionando, poco a poco y casi desde los comienzos, para formar una población o nación mestiza.
Y si bien hubo duras tensiones y atropellos como las ha habido a lo largo de la historia de conquistas e invasiones, incluso en los tiempos mismos en que se efectuó el proceso de la conquista ibérica del Nuevo Mundo, no se dieron aquellos exterminios, genocidios y marginación de los sometidos, como sucedió en tantas otras partes con otras conquistas y con otras colonizaciones, incluso más o menos contemporáneas o inmediatamente posteriores al siglo XVI, como en el caso de las colonias anglosajonas en América del Norte o en otras colonias de matriz europea o asiática. En esta América Latina nació un pueblo mestizo hasta en la proporción numérica, pues su nacer cobró la vida de la mayoría de sus protagonistas, tanto indios como españoles, (los primeros, desde luego, en mucho mayor número, pero más o menos en igual proporción), de modo que no es presunción sino rigor histórico, proclamar que ese nacimiento es obra de la mentalidad del catolicismo que traían consigo los conquistadores, y que animaba sus raíces culturales más profundas a pesar de todos sus muchos límites.
El fenómeno queda evidenciado luego en el llamado Acontecimiento guadalupano, cimiento de la fe y de la cultura (católica) americana. Desde un punto de vista militar y cultural, la empresa de la conquista aparecía quimérica y abocada a un fracaso total. Ya los primeros misioneros y conquistadores se preguntaron continuamente sobre el cariz de aquella empresa, sobre el temperamento humano y cultural de los indígenas indios, y sobre lo que veían que estaba sucediendo ante sus ojos, con frecuencia sin encontrar respuestas fáciles y aplicando hipótesis y lecturas con frecuencia de carácter religioso a lo que de otra manera no se capacitaban para explicar. Así es elocuente lo que comenta Fray Bernardino de Sahagún en su Prólogo a la "Historia General de las Cosas de la Nueva España": "Aprovechará mucho toda esta obra para conocer el quilate de esta gente mexicana, el cual aún no se ha conocido, porque vino sobre ellos aquella maldición que Jeremías de parte de Dios fulminó contra Judea y Jerusalem, diciendo, en el Cap. 5°: yo haré que venga sobre vosotros, yo traeré contra vosotros una gente muy de lejos, gente muy robusta y esforzada, gente muy antigua y diestra en el pelear, gente cuyo lenguaje no entenderéis ni jamás oísteis su manera de hablar; toda gente fuerte y animosa, codiciosísima de matar. Esta gente os destruirá a vosotros y a vuestras mujeres e hijos, y todo cuanto poseéis, y destruirá todos vuestros pueblos y edificios. Esto a la letra ha acontecido a estos indios con los españoles: fueron tan atropellados y destruidos ellos y todas sus cosas, que ninguna apariencia les quedó de lo que eran antes. Así están tenidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate -como según verdad, en las cosas de policía echan el pie delante a muchos otras naciones, que tienen gran presunción de políticos, sacando algunas tiranías que su manera de regir contenía-. En esto poco que con gran trabajo se ha rebuscado parece mucho la ventaja que hicieran si todo se pudiera haber"[2].
Hay que recordar como los españoles emplearon largo tiempo en la conquista de muchas regiones del actual México, Centro América y parte de los actuales EE.UU. meridionales. Fue arduo el poder controlar a los chichimecas, las tribus del norte, muchas de las cuales habrían después de pasar luego a la historia con el nombre de "Pieles Rojas". Los protagonistas estuvieron plenamente conscientes de esto: No sólo Cortés, Bernal Díaz y todos los demás repiten unánimes que cuanto pudieron hacer fue obra de Dios, sino también observadores como el P. Joseph de Acosta, un jesuita de la primera hora que comenta textualmente: "Sucedieron en esta conquista de México muchas cosas maravillosas, y no tengo por mentira ni por encarecimiento, lo que dicen los que escriben, que favoreció Dios el negocio de los españoles con muchos milagros, y sin el favor del cielo era imposible vencerse tantas dificultades y allanarse toda la tierra al mando de tan pocos hombres"[3].
Y, un poco más adelante, especifica: "Quien estima en poco a los indios, y juzga que con la ventaja que tienen los españoles de sus personas y caballos, y armas ofensivas y defensivas, podrán conquistar cualquier tierra y nación de indios, mucho se engaña. Allí está Chile, o por mejor decir, Arauco y Tucapel, que son dos valles que ha más de veinte y cinco años, que con pelear cada año y hacer todo su posible, no les han podido ganar nuestros españoles casi un pie de tierra, porque perdido una vez el miedo a los caballos y arcabuces, y sabiendo que el español cae también con la pedrada y con la flecha, atrévense los bárbaros y entran por las picas, y hacen su hecho. ¿Cuántos años ha que en la Nueva España se hace gente y va contra los chichimecos, que son unos pocos indios desnudos, con sus arcos y flechas, y hasta el día de hoy no están vencidos, antes cada día más atrevidos y desvengonzados? [...] No piense nadie que diciendo indios, ha de entenderse hombres de tronchos; y si no, llegue y pruebe. Atribúyase la gloria a quien se debe, que es principalmente a Dios y a su admirable disposición, que si Moctezuma en México y el Inga en el Perú, se pusieran a resistir a los españoles la entrada, poca parte fuera Cortés, ni Pizarro, aunque fueron excelentes capitanes, para hacer pie en la tierra"[4].
Fray Jerónimo de Mendieta, otro historiador franciscano de la época, traslada a México lo que Acosta aduce de Chile: "Y aun los españoles en días pasados les tuvieron harto miedo [a los chichimecas...] pelean desnudos [...] es cosa increíble con qué espantable ferocidad menosprecian el resto de los que se les ponen delante, aunque sean hombres armados y caballos encubertados [...] son tan alentados, ligeros y sueltos en el correr, que por maravilla los alcanzan los caballos. Muchos ejemplos se podían contar del estrago que han hecho en los españoles, pero basta uno solo que acaeció cerca de un paso que llaman la Entrada de las Bocas, adelante de Zacatecas, donde no muchos de los chichimecas desnudos, con sus solas flechas de caña, dejaron muertos a una capitanía de más de cincuenta soldados, armados ellos y sus caballos a uso de guerra, con arcabuces y lanzas, sin escapárseles uno solo que llevase la nueva"[5]. Si eso hicieron los chichimecas, calculemos que habrían podido hacer unos estados de varios miles de habitantes en el ápice de apogeo militar, como los aztecas y sus vecinos del valle del Anáhuac.
Un antiguo historiador mexicano como Francisco Javier Clavijero calculaba en unos 30 millones los habitantes del antiguo México[6], el cálculo, según los estudiosos modernos es muy exagerado, pues eran alrededor de cuatro millones. Aún así, unos cuantos españoles jamás habrían podido sencillamente someterlos, aunque eran gentes convencidas de su misión, limitada también por una consigna fielmente mantenida que casi siempre respetaron: nunca atacar sin ser atacados. Para entender, pues, algo tan insólito como es la historia de la conquista, del nacimiento de pueblos mestizos como México y el resultado de la fusión mestiza, hay que ver más de cerca a sus protagonistas y a los factores fundamentales que han intervenido en tal fusión de pueblos y razas, única en su género en nuestra edad moderna.
Sumario
Los Mexicas
Los Mexicas, Tenochcas o Aztecas, era una de tantas tribus, pobre y débil cuando llegó, la última de todas y después de un peregrinar de 208 años, al Valle de México, ya del todo ocupado por otras, pero a la que la singularizaba una convicción interna indeleble, la creencia de ser el "Pueblo del Sol", lo que les daba una fuerza casi mítica en su peregrinar hasta asentarse en el corazón del gran Valle. Y es también cosa exactamente igual a lo que habría de pasar a la llegada de los españoles, que también se creían enviados de Dios. Con esa fuerza tan indomable, los aztecas llegaron a convertirse en dueños del Anáhuac en apenas siglo y medio, pero que sería la misma que habría de paralizarlos ante los españoles. Esa fuerza y esa debilidad, esa grandeza y esa miseria, fueron siempre la absoluta entrega con que vivieron su religión, sin la cual no se les puede entender. Esta era una mezcla, aun no muy homogénea, de la agrícola de los pueblos sedentarios con los que se mezclaron a su llegada, y de la suya propia típica de los pueblos nómadas cazadores, de cuño astral[7]. Su religiosidad era profunda, tocando todos los aspectos de la vida: "Puédase afirmar por verdad infalible -asegura Mendieta- que en el mundo no se ha descubierto nación o generación de gente más dispuesta y aparejada para salvar sus ánimas (siendo ayudados para ello), que los indios de esta Nueva España"[8].
Y Sahagún subraya: "En lo que toca a religión y cultura de sus dioses no creo que ha habido en el mundo idólatras tan reverenciadores de sus dioses, ni tan a su costa, como estos de esta Nueva España; ni los judíos, ni ninguna otra nación tuvo yugo tan pesado y de tantas ceremonias como le han tomado estos naturales por espacio de muchos años"[9]. Nunca se preocuparon por formularse una sistematización teológica coherente, y tanto menos en que pudiera parecerlo a ojos españoles u occidentales cristianos: "diferentemente relataban diversos desatinos, fábulas y ficciones"[10], pero todos sus mitos coincidían en asignar al hombre un lugar nobilísimo en cuanto a su origen y a su situación ante sus dioses, ya que había nacido por su interés y de su sacrificio, y era su colaborador en el sustento el orden cósmico, tarea a la que se entregaron con arrolladora totalidad, pero que vino a resultarles espada de dos filos, pues, mientras se desenvolvió en un contexto cultural propicio, les confirió una fuerza notable, misma que se metamorfoseó en paralizante maleficio cuando hubo de enfrentarse a otra: la de los españoles, no menos religiosa ni menos totalizante, pero que veía al mundo a su completo revés.
“Huesos preciosos” y “sangre divina”
Simplificando mucho tradiciones, muy variadas y complejas, podríamos decir que, según las creencias de los pueblos que los habían precedido y que ellos adoptaron, todo el Anáhuac pertenecía a Quetzalcóatl, un rey mítico divinizado a quien ellos referían todo lo bueno de su cultura. El había inaugurado una edad de oro, hasta que un dios rival, Tezcatlipoca, había conseguido embriagarlo y hacerlo pecar. Lleno de vergüenza, se había arrojado a una hoguera para purificarse, pero, no contento con eso, se había autoexiliado después, aunque prometiendo volver a reasumir la soberanía de sus tierras cuando lo considerase oportuno. Su retirada, pues, había creado un "vacío de poder" que aprovecharon los mexicas, medio identificando a su dios tribal Huitzilipochtli con Tezcatlipoca, para justificar así instalarse ellos como dueños, si bien con la amarga certeza de que tendrían que ceder ese dominio tan pronto como regresase su indiscutido titular legítimo: Quetzalcóatl.
También, para ellos, este mundo no era el primero, sino el quinto, luego de otros cuatro anteriores terminados en desastre por incuria de sus habitantes. Este quinto comenzó a existir cuando el Sol, ayudado y comisionado por los demás dioses, había creado a los hombres, lo que no le había sido nada fácil, pues para ello hubo de sustraerle "huesos preciosos" al Señor del Inframundo: Mictlantecutli, mismo que hizo polvo y amasó con su propia sangre. El, a su vez, había nacido hijo virginal de la Tierra: Coatlícue, quien ya había tenido antes muchos otros con su esposo el Cielo: Ilhuícatl, que eran la Luna: Coyolxauhqui, y las Estrellas: Tzenzontlatoa. Estos se habían indignado tanto al notar el embarazo de su madre, que, queriendo vengar la afrenta infringida a su padre, planearon matarla antes de que pariese a su medio hermano, pero, al intentarlo, nació éste, y con sus rayos: serpientes de fuego, había acabado con todos ellos. Ya sin competidores reinó entonces glorioso, llenando con su luz cielos y tierra, y todo parecía que iba permanecer siempre así, cuando sus medio hermanos se repusieron y lo destrozaron a él. Caído en los abismos del mundo subterráneo -allí donde antes había robado los huesos preciosos- fue devorado por los monstruos y nunca hubiera salido de no ser porque sus hijos, los hombres, le brindaron entonces la sangre que él les había compartido, permitiéndole así reponerse, volver a atacar y volver a vencer a sus contrincantes, originándose así el mundo que conocemos, de conflicto cósmico perenne y cíclico, en el que, gracias a la sangre humana, el Sol, la Luna y las Estrellas, matan, mueren y renacen sin cesar.
Ni qué decirse tiene que este orden es profundamente inestable, y sólo subsiste gracias a esa "agua preciosa": la sangre humana, y que, en el momento en que ésta faltase, moriría el " Quinto Sol". La sangre, pues, era elemento esencial del orden cósmico, y deber ineludible del "Pueblo del Sol" el procurársela, tanto por razón de "nobleza obliga", como escribe Mendieta[11]. Según tal mentalidad, no hacían sino retornarle lo que él les había donado antes, porque sin día y sin noche no podrían ellos vivir. La forma de atender a ese cometido era la guerra, la cosecha de corazones; pero, precisamente por eso, la guerra no era para estos mexicas el aniquilamiento de los enemigos, sino sólo su sometimiento al orden que equilibraba a todos. Ante esta cosmovisión con sus dimensiones antropológicas hay que preguntarse: ¿Tenían estos pueblos y culturas la idea de creación en el sentido bíblico? La respuesta es negativa. Ante todo, tomemos en cuenta que la idea india de “creación” (término que no se puede usar en el sentido bíblico según la mentalidad de estas culturas) no era en absoluto como la de la tradición bíblica o hebreo - cristiana, la del Ser, Poder absoluto, que con su solo "fiat" manda que se hagan las cosas, y éstas quedan hechas de la nada..., sino era "Macehualiztli" = "La acción de merecer, de ganar con total esfuerzo, entrega".
El ser humano para ellos era el "Macehualli" por antonomasia, es decir: el "Merecido" con la sangre y el sacrificio divinos, y por eso los arduos trabajos, las duras campañas, los actos de sacrificio físico, a veces espantosamente duros, no los veían como carga o castigo o dolor, sino como una forma de asimilarse a Dios. También por eso, la máxima oración era el canto y la danza, pues en ella se entregaba todo el ser. Nos refiere fray Toribio de Benavente Motolinía: ".. la danza se llama maceualiztli, que propiamente quiere decir merecimiento [...] ansí como decimos merecer uno en las obras de caridad, de penitencia y en las otras virtudes hechas por buen fin. [...]. En estas no sólo llamaban e honraban e alababan a sus dioses con cantares de la boca, más también con el corazón y con los sentidos del cuerpo [...] , por lo cual aquel trabajoso cuidado de levantar sus corazones y sentidos a sus demonios, y de servirlos con todos los talantes del cuerpo...", es decir: sentían que, alabándolo "con el corazón y con los sentidos del cuerpo, con aquel trabajoso cuidado de levantar sus corazones y sentidos con todos los talantes del cuerpo", en alguna forma se equiparaban a El y se asimilaban con El.
Para el indio el "téquitl", (literalmente "corte", del verbo "tequi" = "cortar"), era simultáneamente trabajo y gloria, dolor y exaltación. "Tetequi" = "cortar persona" era "Sacrificarse al ydolo, sacando sangre de las orejas o de la lengua, y de los otros miembros"[12]. También, por eso, una dura tarea, prolongada incluso durante generaciones, pero sustentada por la convicción de que era un asimilarse a Dios, (como había sido su peregrinar hasta llegar a México), la veían como noble, lógica, deseable. Fueron en eso tan coherentes, que su entrega y aprecio de lo que los misioneros consideraron "penitencia", los hacía a ellos, misioneros cristianos, sentirse hasta avergonzados: "... siendo cristianos no nos disponemos a hacer por Jesucristo siquiera la centésima parte de lo que éstos hacían por nuestro común enemigo el demonio; la vergüenza que los cristianos deberíamos tener..."[13]. Esto es de suma importancia para entender cómo pudieron ellos entender entonces a la predicación cristiana de los misioneros, y en el caso de México el acontecimiento o apariciones de la Virgen de Guadalupe y su significado.
Religión, metafísica y política
Lo hasta aquí expuesto de la religión mexica podría dar pie a la idea de que se trataba de una concepción del universo primitiva, de tipo animista; pero no era así. Los indios captaron el problema metafísico de la inestabilidad de todo lo que vemos, y su respuesta filosófica fue cabal. León Portilla incluso pretende compararlos con los hebreos y los escolásticos medievales[14]. Su solución al problema ontológico de la dualidad-unidad de este mundo, como luz-tinieblas, masculino-femenino, vida-muerte, la expresaron explicando que, en la más honda esencia del ser, en el Ser Supremo, no existe sino unidad y armonía, (Es "Acto Puro", diría la filosofía tomista), y que este único Ser, armónico y perfecto, es lo único perfectamente verdadero, la Verdad misma. El hombre, sin embargo, no es ese Ser y él y su mundo están muy lejos de su unidad y armonía: en su mundo, el Tlaltípac, que está a 13 cielos de distancia del mundo de Dios, el Omeyocan: Donde está la Dualidad, el Lugar de la Armonía, todo ya se ve y es confusión y antagonismos. El nombre que asignaban a ese Ser Supremo era Ometeotl, es decir: "Dios del Dos", "Dios de la Dualidad", el que unifica y domina en sí lo dual, el que es perfección y unidad absolutas.
Tenía otros muchos nombres, que eran formas de comprimir en feliz síntesis aspectos de su naturaleza, tal como la concebían los tlamatinime, los sabios nahuas. Por ejemplo: Chalchiutlatonac = "El que hace brillar las cosas como jade", (el que crea el verdor, la vida); Citlallatonac-Citlaninicue = "El astro que hace brillar las cosas - la Falda de Estrellas", (el que es dueño del día y de la noche); pero nos importa más fijarnos en los cuatro que menciona la Señora del Tepeyac: "In tloque in Nahuaque", "Ipalnemohuani", "Moyocoyani Teyocoyani" y "Tocecuiyo in Ilhuicahua in Tlaltipaque in Mictlane". León Portilla escribe al respecto: "Comenzando por el difrasismo “«in tloque in nahuaque» diremos que es una substantivación de las dos formas adverbiales «tloc» y «nahuac». La primera (tloc) significa «cerca»... El segundo término «nahuac», quiere decir literalmente «en el circuito de», o, si se prefiere, «en el anillo»... Sobre la base de estos elementos, añadiremos ahora el sufijo posesivo personal «e», que se agrega a ambas formas adverbiales «tloqu(e)» y «nahuaqu(e)», da a ambos términos la connotación de que el estar cerca, así como el «circuito» son «de él»”.
Podría, pues, traducirse “in tloque in nahuaque” como “el dueño de lo que está cerca y de lo que está en el anillo o circuito”. Fray Alonso de Molina en su diccionario vierte este difrasismo, que es auténtica “ flor y canto” en la siguiente forma: “cabe quien está el ser de todas las cosas, conservandolas y sustentándolas”. Clavijero, por su parte, al tratar en su Historia, de la idea que tenían los antiguos mexicanos acerca del Ser Supremo, traduce Tloque Nahuaque como “Aquel Que Tiene Todo En Sí”. Y Garibay, a su vez, poniendo el pensamiento náhuatl en términos cercanos a nuestra mentalidad, traduce: “El que está junto a todo, y junto al cual está todo”[15]. Así como In Tloque In Nahuaque apunta a la soberanía y a la acción sustentadora de Ometeotl, así Ipalnemohuani se refiere a lo que se llamaría su función vivificante, de “principio vital”. El análisis de los varios elementos de este título del dios dual pondrá de manifiesto su significado. Ipalnemohuani es, desde el punto de vista de las gramáticas indoeuropeas, una forma participial de un verbo impersonal nemohua (o nemoa), “se vive”, “todos viven”. A dicha forma se antepone un prefijo que connota causa Ipal, “por él”, “mediante él”. Finalmente al verbo nemohua (“se vive”) se le añade el sufijo participial «ni», con lo que el compuesto resultante Ipal-Nemohua-Ni significa literalmente “Aquel Por Quien Se Vive”. Garibay, dando un sesgo poético a esa palabra, la suele traducir en sus versiones de los Cantares como “Dador de la Vida”, idea que concuerda en todo con la de “Aquel por Quien se Vive”.
Penetrando ahora -hasta donde la evidencia de los textos lo permite- en el sentido más hondo de ese término, puede afirmarse que está atribuyendo el origen de todo cuanto significa el verbo nemi: moverse, vivir, a Ometeotl. Completa, por consiguiente, el pensamiento apuntado por el difrasismo In Tloque In Nahuaque. Allí se significaba que Ometeotl es cimiento del universo, que todo está en Él. Aquí se añade ahora que por su virtud (ipal) hay movimiento y vida (nemoa). Una vez más aparece la función generadora de Ometeotl que, concibiendo en sí mismo el universo, lo sustenta y produce en él la vida[16]. "Moyocoyani Teyocoyani" son también participios de presente, como ipalnemohuani, ambos del mismo verbo: yucuya o yocoya = "idear", "forjar con el pensamiento". El primero, con el prefijo reflexico “mo” = "se", "a sí mismo", y el segundo con el prefijo transitivo “te”- que indica "persona", "ser racional". Su traducción, pues, sería "El que, pensando, se da la vida a sí mismo y a todos los demás". El último: "Totecuiyo in Ilhuicahua, in Tlaltipaque in Mictlane" se parece a cuanto San Pablo escribe en su Carta a los filipenses ( 2, 10), pues significa "Nuestro Señor, Dueño del Cielo, de la Tierra y del Mundo de los Muertos", que, en este caso, no es lirismo poético, sino expresión sólidamente ontológica de totalidad, dueño y razón de cuanto existe.
Dioses y políticos – Políticos y dioses
¿Qué papel tenían, entonces, los demás "dioses" si éste era el único? Según los mexicas, todos eran el mismo y solo Ometéotl, simples aspectos del único verdadero, productos de la falaz percepción humana. Ometéotl, por ejemplo, ciertamente comprendía en su unidad toda la riqueza masculina y femenina, pero el hombre sólo podía entender eso concibiéndolo como si fuera lo que conoce él: la pareja de hombre y mujer: "In Tonantzin in Totatzin" = "Nuestro Madre y Nuestro Padre", como "Ometecutli Omecíhuatl" = "Señor del Dos Señora del Dos", a quienes, a su vez, concebía como padre de cuatro hijos, abuelos de ocho nietos, y así hasta la treceava potencia de distorsión en que se hallaba el mundo humano, el Tlaltípac, a cuyo nivel las dualidades ya constituían auténticos antagonismos tan feroces como los del Sol, Luna y Estrellas, pero todos esos "dioses", por más opuestos y enemigos entre sí que pudieran aparecer al observador humano, "eran tan sólo otras tantas manifestaciones de lo Uno". Para Hermann Beyer eran "Waren nur ebensoviele Manifestationen des Einen"[17].
Sin embargo, estos antagonismos, que en nada afectaban la armonía de Ometéotl, para el hombre era básico que se mantuvieran tal como estaban, pues cualquier reajuste produciría el fin de su " Quinto Sol". Esto en nada afectaría a Ometéotl, pero para el humano sería su inmediato fin. Esta idea de identidad básica y antagonismos complementarios no era sólo la base de su religión, sino también de su política. El "Imperio Mexica" concebido como una unidad política totalitaria, jamás existió: eran ciertamente conquistadores, pero según algunos antropólogos no fueron imperialistas en el sentido socio-político que modernamente se ha venido dando a esa palabra, pues en política interior y exterior eran pluralistas o tolerantes[18]. La tribu estaba dividida en "calpullis", que eran grupos tanto territoriales cuanto clánicos y relativamente autónomos, cada cual con su propio templo, colegios, tribunales y control comunal de la tierra. Cada uno elegía a un jefe, llamado "Tlatoani" = "El que habla". El conjunto de todos los tlatoanis, junto con representantes de los sacerdotes y del ejército, constituía el tlatocan, que era el cuerpo colegiado que efectivamente gobernaba el imperio o estado mexica y por lo tanto también el azteca.
Ellos designaban a cuatro ejecutivos: El Cihuacóatl = "Serpiente Mujer", (nombre de la diosa madre), general en jefe del ejército; el Huey Calpizqui = "Gran Mayordomo", que atendía a todo lo interno a la tribu; el jefe del culto, que era un cargo doble, cuyos titulares llevaban el nombre de Quetzalcóatl Tlaloc Tlamacazqui = "Serpiente emplumada sacerdote de Tláloc" y " Quetzalcóatl Totec Tlamacazqui" = "Serpiente emplumada sacerdote de nuestro Señor". Estos nombres, por sí solos, nos hablan tanto de la visión religiosa aun no homogéneamente asimilada de los primeros pobladores y de los ulteriores mexicas, como de la importancia de Quetzalcóatl. Y, finalmente, el Huey Tlatoani = "Gran Hablante", quien, en la práctica, era el más poderoso, pues se considera "imagen" de Huitzilopochtli y de él dependía la guerra o la paz, pero que no era un "emperador" en el sentido occidental del concepto, como de hecho creyeron los españoles a su llegada.
Esto es lo que era Motecuhzoma a la llegada de los españoles. Hay que señalar cómo el idioma náhuatl es muy rico y expresivo. Hablarlo con propiedad era todo un apreciado arte, tanto que existían dos idiomas: el vulgar: "macehuatolli" y el refinado: "tecpillatolli", por ello identificaban la autoridad máxima con la mejor manera de hablar. Esos cargos eran electivos e indefinidos en su duración, no necesariamente vitalicios. Los nombrados podían ser removidos, depuestos y aún ejecutados, si no cumplían a satisfacción del Tlatocan. Así Tízoc, quinto Huey Tlatoani, muy probablemente fue ejecutado, y Motecuhzoma II fue depuesto. En su política exterior, lo que buscaban prioritariamente eran alianzas que implicaban "nunca ser contrarios al imperio, dejar entrar y salir, tratar y contratar a los mercaderes y gente de él, enviando cierto presente de oro, pedrería, plumas y mantas, requiriéndoles que recibiesen a sus dioses mexicanos y los tuviesen en su templo y adorasen y reverenciasen [...] los pueblos que ansí venían de su voluntad, sin haber precedido guerra, tributaban como amigos y no como vasallos, y servían trayendo presentes y estando obedientes"[19].
Ese comercio podía resultar muy ventajoso para ambos. En México- Tenochtitlán florecía por ello el comercio, y un cierto estilo de manufactura o "industria" en su economía: pequeño territorio superpoblado, importaba metales, plumas, fibras, madera, cuero, piedras y demás materias primas, para recolocarlas luego ya elaboradas a cambio de alimentos y nuevos materiales. Disponía, además, de la sal del lago -mercancía inapreciable en el altiplano, con centenares de consumidores lejos del mar- y de pedernal y obsidiana, insustituibles para armas e instrumentos en un mundo neolítico, aun sin metales de uso práctico. El trato, sin embargo, no era exactamente igualitario, pues se partía del principio de que el dios tribal de los mexicas era superior y debía detentar la preeminencia -sin desplazar a los de las otra tribus, porque todos eran partes del equilibrio global - así que se exigía poner a Huitizilopochtli en el templo local, junto con el dios de la tribu, pero éste no recibía el mismo trato de reciprocidad, sino que era colocado en el templo de Tenochtitlan por debajo de su titular. La divinidad mexica principal ocupaba por ello el lugar preeminente y las demás divinidades le estaban en cierto sentido sometidas; ello era en verdad algo patente, pues aunque el monto y entrega de tal “vasallaje”, quedaban al criterio de los interesados y era correspondido con munificencia, implicaba un claro vasallaje moral que no todos estaban dispuestos a aceptar, porque también pensaban que eso iría contra el equilibrio general, de cuya necesidad estaban igualmente convencidos.
La guerra increíble
Si rehusaban aceptar el trato, les concedían tres meses para reflexionar, reiterándoles cada mes la petición, y, si perseveraban en su negativa, se les declaraba la guerra con largas y complicadas ceremonias. Pero era una guerra definitivamente extraña del punto de vista de las guerras que la historia conoce en otras latitudes, pues lo que se pretendía en esta singular cultura era re actuar en la tierra el conflicto y el equilibrio del cielo, nunca destruir a los contrarios. No había, por ejemplo, la menor prisa para iniciarla: hubo quien pidió, obteniéndolo, 10 años para prepararse antes de empezar las hostilidades. "Era ley entre ellos que antes de la batalla se avisaban algunos años atrás, para que de una y otra parte estuvieran avisados y prevenidos [...] lo cual se guardó hasta el tiempo que vinieron los españoles en esta tierra"[20]. La batalla misma no podía ser más absurda del punto de vista de la táctica de las guerras que se conocen en la historia militar, pues tenía objetivos radicalmente distintos: no se trataba de herir y matar al enemigo, sino de convencerlo de su error al no aceptar la supremacía mexica, y resultaba por ello más ceremonia “litúrgica” o “religiosa” que choque militar, regulada como estaba por estrictas leyes caballeresco-religiosas.
En primer lugar, no se debía matar ni herir al contrario, sino desarmarlo y tomarlo prisionero. Como prisionero era "hijo" de su captor, consideraba incluso un honor su estado y ni por ello trataba liberarse; más aún, si se escapaba y volvía con los suyos, éstos lo condenaban a una muerte afrentosa por haberlos así deshonrado. Quien llegaba a morir resultaba personalmente victorioso, y, quien lo mataba, quedaba avergonzado por su torpeza. Esto quedaba sólidamente reforzado por su convicción de que la vida ultra-terrena no dependía de la conducta que se hubiese observado en este mundo, sino del género de muerte con que los dioses hubiesen concedido salir de él, y quien moría en batalla o en sacrifico, o mujeres en el parto, eran los verdaderamente afortunados, pues se hacían compañeros del Sol, peleando siempre con él en su lucha victoriosa contra la Luna y las Estrellas. No se impedía la reunión de dispersos ni se perseguía a los desbandados. La batalla terminaba tan luego como lo solicitaban los vencidos, o estimaban los vencedores que ya era abusivo prolongarla.
Había que someter al enemigo, pero destruirlo era impensable, pues su misma oposición era parte del orden que se pretendía mantener[21].Una vez sometidos, seguía una áspera discusión respecto al monto del tributo que en adelante deberían pagar, tributo que era bastante moderado a juicio de Alonso de Zurita (jurista español de la época): "... era poco lo que cada uno pagaba, y como la gente era mucha, venía a ser mucho lo que se juntaba [...] y cierto es que ahora, [en la época española], paga más un tributario que entonces seis..."[22]. El templo local era quemado, pero la ciudad no. Concertados los tributos, los mexicas se retiraban con sus prisioneros, sin preocuparse usualmente en poner guarnición alguna, sin interferir directamente en la política local y dejándoles libres de hacer lo que quisiesen, con tal de que no faltara el tributo a su debido tiempo, y que no se levantaran en armas contra ellos.
Notas
- ↑ DURAN: "Historia de las Indias...", tomo II, cap. 1, no. 10, p. 15
- ↑ SAHAGUN,"Historia General de las Cosas de la Nueva España
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FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ