GASTRONOMÍA VIRREINAL POBLANA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El estado de Puebla constituye uno de los estados nucleares del México Central y, en muchos sentidos, es quizás el que cuenta con mayor riqueza gastronómica, tanto por su experiencia histórica, como por la variedad de sus entornos particulares. A pesar de que en su territorio es posible encontrar asentamientos humanos antiquísimos de origen mesoamericano, los elementos que han conformado la gastronomía poblana, tal como la conocemos en la actualidad, han sido producto fundamentalmente de la experiencia virreinal.

Desde el siglo XVI, los habitantes del territorio que hoy conocemos como poblano, fueron creando una nueva sociedad, con nuevas concepciones y formas de ver el mundo, una sociedad diferente a la prehispánica, pero diferente también a la española; resultado de la fusión de estas dos culturas y, como consecuencia directa, produjeron una serie de características culturales únicas.

Puebla se ha desarrollado de manera importante gracias a su ubicación geográfica: siendo un punto crucial entre Veracruz y la Ciudad de México, ha sido puerta oriental del Altiplano y la principal salida hacia la Vertiente del Golfo. Gracias a esto, y gracias a la Nao de China, llegaron a territorio poblano ingredientes y productos procedentes de Europa y de Asia, los cuales poco a poco se fusionaron con los nativos, dando como resultado un sinfín de creaciones culinarias inigualables.

En este sentido, el territorio poblano contó con una serie de relaciones humanas sumamente compleja, debido a su población mestiza, racial y culturalmente, aunque con fuertes ascendientes indígenas, sobre todo en la Sierra Norte, la Sierra Nororiental y la Sierra Negra. La diversidad geográfica y cultural de Puebla se vio reflejada también en su tradición gastronómica, producto del mestizaje de elementos indígenas, españoles y asiáticos. Por ello se dice en la actualidad que Puebla es dueña de una de las cocinas más vastas y originales del país, ya que la gastronomía poblana es tan diversa como su geografía y tan rica como su remota herencia prehispánica.

Sin embargo, la gastronomía de cada una de las regiones poblanas cuenta con características particulares dependiendo de los recursos e ingredientes disponibles. Es decir, la cocina poblana en su conjunto está formada a la vez por una serie de cocinas regionales que deben enmarcarse tanto cultural como históricamente para poder apreciarlas en toda su magnitud, más allá de los meros aspectos alimenticios y culinarios.

En este contexto, debemos considerar que la relevancia otorgada al rubro de la gastronomía corresponde al hecho de que las costumbres y tradiciones culinarias de Puebla han sido un factor fundamental de cohesión social desde el Virreinato, testimonio de continuidad histórica y forman parte importante de la cultura e identidad de los poblanos. Es posible entender entonces a la cocina como lenguaje, pues aunque ciertamente el hecho de alimentarse es una necesidad, la selección que hacemos de nuestro alimento está cargada de un alto simbolismo cultural, por ello se ha dicho que: “comer es un acto de sobrevivencia y cocinar es un acto cultural”.

En el caso de la cocina poblana, esta ha creado y recreado una serie de tradiciones a lo largo de la historia y, como la cultura mexicana misma, las tradiciones culinarias poblanas han tenido en el maíz su axis mundi o eje central, planta sagrada por excelencia. Además, Puebla es conocida como “la cuna del maíz”, pues los restos más antiguos de esta gramínea -hasta ahora encontrados- se hallaron precisamente en tierras poblanas y se dice que no hay rasgo de nuestra cultura que no tenga un vínculo, directo o indirecto, con este ingrediente de origen prehispánico.


El uso del maíz como alimento básico, no sólo en Puebla, sino en todo México, ha sido una herencia en la que se han conjugado varios factores que aún definen al pueblo mexicano, pero sobre todo, se ha relacionado con la aparición del ser humano en la tierra, la identidad que este tiene con ella y el amor que tiene al cultivarla.

Es por ello que todos los productos elaborados a partir del maíz merecen una especial mención y, a partir del Virreinato, este se combinó con nuevos ingredientes de origen extranjero, como el ajo, la cebolla y la manteca de cerdo, creando a lo largo del territorio poblano una cantidad infinita de preparaciones culinarias, desde la tortilla, hasta los tlacoyos o tayoyos, quesadillas, enchiladas, garnachas, chalupas, memelas, flautas, chileatoles, pinole, pozole, esquites, gorditas, elotes tatemados, atoles, tacos y tamales, como los zacahuiles y los pixtamales.

No obstante, es importante señalar que aunque la tortilla de maíz fue base de alimentación de la mayor parte de la población novohispana poblana, entre los españoles y criollos tuvo poca aceptación, pues para ellos el pan de Castilla resultó siempre fundamental. Los españoles introdujeron el cultivo del trigo el mismo año en que se consumó la conquista y diversas son las versiones en torno a cómo se llevó a cabo esta introducción en tierras americanas, aunque casi todas coinciden en que fue el mismo Cortés quien llevó a cabo tal tarea, siendo el negro Joan Garrido el primero en sembrarlo en toda la Nueva España.[1]Asimismo, los huertos de los conventos fueron los centros de investigación agrícola de este tiempo y, para finales del s. XVI, junto con el Valle de México y el Bajío, Puebla compartiría el primer lugar como zona triguera en la Nueva España.

Los españoles pronto van a introducir los cultivos y animales que les permitieran reproducir sus costumbres y formas de alimentación en el Nuevo Mundo así, además del trigo y del maíz, en las cocinas poblanas mestizas se integraron una infinita variedad de productos, tanto locales como importados, tales como frijol, chile, calabaza, jitomate, nopal, quelites, jícama, ejote, arroz, caña de azúcar, guajolote, conejo, cerdo, carnero, paloma, res, pollo, chivo, bacalao, cacao, haba, guaje, vainilla, miel, cacahuate, rábano, col, lechuga, ajo, cebolla, espárrago, chícharo, acelga, vino, aguardiente, vinagre, aceite de oliva, aceituna, lenteja, higo, canela, pimienta, clavo, comino, almendra, nuez, piñón, manzana, durazno, naranja, melón, sandía, granada, limón y pera, por mencionar sólo algunos, los cuales se combinaron y dieron como resultado una variedad infinita de platillos.

La introducción del ganado vacuno, porcino y caprino, así como las aves de corral, proporcionó a los habitantes de las nuevas tierras no sólo la carne de estos animales, sino también el sebo, los huevos, los cueros y la leche, por lo que se incorporaron a su dieta subproductos nuevos para ellos como la mantequilla, los quesos y la crema.

Con la llegada de nuevos ingredientes y técnicas culinarias, las cocinas se transformaron también: a pesar de que el fogón de piedras o tlecuitl nunca se sustituyó del todo, este dejó de estar a ras de suelo y se construyeron los primeros hornos de leña, así como el horno abovedado conocido después como “calabacero y las despensas. Los pisos de las cocinas fueron usualmente de petatillo de barro, con paredes encaladas, cubiertas con azulejos y se introdujeron mesas, sillas, manteles y vajillas. De igual manera, comenzaron a emplearse instrumentos de metal, madera, porcelana, cerámica, cobre y vidrio, además de la piedra y el barro, surgiendo así una de las cocinas más ricas en utensilios: metates, molcajetes, comales, cuchillos, hachas, palas y cucharas de madera, molinillos, tamaleras, braseros, cazos, jarras, cazuelas (de dos y cuatro asas, conocidas como “torteras”) y ollas de barro.


Es así como en las cocinas de las casas acomodadas y en los conventos se fusionaron durante el Virreinato dos mesas y dos culturas, preparaciones culinarias indígenas con españolas, surgiendo pronto el dicho: “todo lo que corre y vuela, a la cazuela”, y creando de este modo platillos tales como los moles, tlemoles o clemoles, cacahuatados, caldos de olla, enchilados, chilates, manchamanteles, pozoles, adobos, entomatados, envueltos, chilpozontes, huaxmoles, pepianes o pipianes, estofados, pucheros, ollas o cocidos, empanadas y pasteles rellenos de carnes condimentadas con especias, chiles rellenos, jamones, tocinos y quesos, entre muchos más.


Se debe comprender entonces que la cocina poblana en el Virreinato fundamentalmente fue producto del mestizaje, es decir, del encuentro fecundo entre diversas culturas. Ya en sí misma, la cocina indígena era resultado de la mezcla de infinidad de ingredientes y técnicas culinarias, sumemos a eso la cocina española, resultado a su vez del concurso de muchas otras tradiciones, tanto regionales como extranjeras, sobre todo de origen árabe.

En las cocinas poblanas se logró utilizar con especial sabiduría y discernimiento los productos que la región ofrecía y aquellos que recibió tras largos siglos de régimen virreinal e influencias extranjeras. Este mestizaje propició en Puebla una lenta, pero perfecta fusión de la comida nativa con los productos y las formas de cocinar de los llegados a estas tierras. Es indudable entonces que a partir del siglo XVI, Puebla conquistó fama en el arte culinario y poco a poco su gastronomía fue reconocida en toda la Nueva España por contar con una personalidad única y una vitalidad inigualable.

La tradición gastronómica novohispana poblana ofreció así una enorme variedad de platillos asociados a cada una de sus regiones, grupos étnicos y áreas culturales: La Sierra Norte y la Sierra Nororiental, con influencia nahua, tepehua, totonaca, huasteca, otomí y mestiza; la Sierra Negra y la Mixteca, con influencia popoloca, nahua, mazateca, mixteca y mestiza; y el Centro, con influencia nahua, aunque mayoritariamente con población mestiza.

El rico complejo culinario del territorio poblano se vio reflejado no sólo en las comidas y las bebidas de la vida cotidiana, sino también en aquellas que se relacionaban con los ritos de paso, el ciclo de vida y el ciclo agrícola. Asimismo, se ubicaron diversas comidas y bebidas tradicionales del ciclo anual festivo católico, tales como: la Cuaresma, la Semana Santa, la fiesta de Todos Santos, la Navidad, el Año Nuevo y las fiestas patronales en las diversas comunidades poblanas.

Y a pesar de que un viejo dicho popular del Virreinato rezaba que “cuatro cosas come el poblano: puerco, cochino, cerdo y marrano”, en realidad, existió una infinita variedad de platillos. Se trataba entonces de una cocina barroca por excelencia que bien agasajaba y ofrecía un espectáculo fascinante a propios y extraños:[2]

[…] El testero de esta sala ocupaban cuatro fuentes ocultas con ingenio y arte, haciendo fachada repartimiento de diversas flores, que más parecía muestra de los primores de la primavera que cuidado del aseo. Eran las fuentes, una de agua de olor, otra de vino precioso, otra de leche, otra de miel y todas corrieron sobre bateas grandes, vestidas de flores; y al lado de ellas, se descubrió un risco, de dos varas y media de alto en proporción, todo fabricado de todo género de dulces, que parecía un epílogo de todo el regalo dulce de Valencia y Castilla. Estuvo este risco cubierto con un rico pabellón de China, hasta que entró Su Excelencia y, con ingenio oculto, se soltaron las fuentes y se descubrió aquella montaña de dulzura. La despensa y mesa fué tal y tan abundante, que a todas las tropas que pasaron del Marqués mi Señor, con lo lucido de la nobleza de este Reino que le seguía, se le sirvió con 24 platos, uno mejor que otro, viéndose junto en aquel lugar sólo, todo el regalo de carne y de pescado que está repartido en todos lo lugares de este Reino, quedando tanto sobrado que pudo ser regalo cumplido para el resto del camino […] Y allí [Puebla de los Ángeles], con mucha estima, afabilidad, cortesías y favores despidió Su Excelencia su acompañamiento y fue festejado de los religiosos [Frailes Descalzos del Convento de San Antonio] y regalado de Su Ilustrísima con tantos dulces, que se pudiera hacer otro risco como el que dijimos de Perote […]

Puebla de los Ángeles, debido a las características especiales de su fundación y a las influencias extranjeras que recibió, contaba ya con la tocinería y con el parián o mercado, el cual recibiría los productos procedentes del Galeón de Manila. La ciudad se distinguió además durante el Virreinato por la producción de loza y vidrio blanco, verde y azul de los barrios de la Luz y Analco, además de la producción de harina de trigo, cueros para chicharrón, embutidos, cebo y manteca de cerdo.

El comercio poblano contaba con mucha vitalidad y dentro del parián era posible encontrar también jerez, vino, chinguirito y diversos tipos de aguardientes, así como infusiones a base de futas que sustituían al brandy como el famoso «tejocote», que era una bebida elaborada con alcohol, aguardiente de caña y tejocotes deshidratados.

Es por ello que la ciudad contó desde el Virreinato con una serie de exquisitos platillos, sólo por mencionar algunos tenemos: chalupas, molotes, pambazos, cemitas, hongos rellenos de chicharrón, chiles chipotles a la poblana, rajas en leche, huevos en rabo de mestiza, frijoles de San Jerónimo, ensalada de aromas, crepas, corona de frijol, sopa a la reina, pescado en salsa de ajonjolí y nuez, pollo con aceitunas y tomillo, filete al chorizo, tinga poblana, corona de puerco con salsa de tomate y chile pasilla, bacalao a la vizcaína, lomo de puerco en salsa de guayaba y ciruela, ayocotes, pipián verde, verdolagas, agua de limón con cáscara, pasitas, rompope y sidra.

En realidad, la base de la dieta poblana desde épocas virreinales no ha cambiado, así como no han cambiado los utensilios de cocina básicos y las técnicas de preparación culinarias.

Además, la ciudad de Puebla fue cuna de dos de los más grandes y sofisticados representantes de la gastronomía mexicana: el tradicional mole y el chile en nogada. Es indudable el aporte, no sólo de los conventos, sino de las mujeres en general, en la creación de esta nueva cocina mestiza. Precisamente, son platillos como estos, los que se dieron a conocer en los conventos de Santa Rosa, Santa Mónica, Santa Clara y Santa Teresa, correspondientes a las órdenes dominica, agustina, franciscana y carmelita, respectivamente.

Fue en el convento de las dominicas de Santa Rosa, donde según la leyenda, Sor Andrea de la Asunción creó el mole poblano. Sin embargo, es importante que tomemos en cuenta que las leyendas son narraciones de hechos naturales y sobrenaturales -o una mezcla de ellos-, que tienen alguna parte de verdad y de realidad histórica, y que se han transmitido de generación en generación, ya sea de forma oral o de manera escrita, pero en donde generalmente se sitúan de manera imprecisa los hechos verídicos con los irreales. Es decir, estas leyendas cuentan con cierto grado de verosimilitud o credibilidad, pero de ningún modo debemos considerarlas hechos históricos porque cuentan con un mundo lleno de variantes y detalles alrededor de ellas de acuerdo al emisor de la narración.

En este contexto, vale la pena mencionar la leyenda de la creación del mole poblano recogida por Carlos de Gante en 1889 y narrada a su vez por Don Artemio de Valle-Arizpe con su peculiar forma de expresar los elementos que la conforman, leyenda que a su vez fue compilada por Enrique Cordero y Torres en sus “Leyendas de Puebla”.[3]En general, la leyenda cuenta las intenciones de elaborar un guiso exquisito digno de un virrey que sería atendido por el obispo poblano Don Manuel Fernández de Santa Cruz. De acuerdo a la narración, el mole poblano surgió cuando:


La tarde anterior al Domingo de Quincuagésima, Sor Andrea había mandado matar un guajolote que engordaron en el convento con nueces, avellanas y castañas que destinaban para guisárselo al señor obispo. Inspirada Sor Andrea, cogió de un pode vidriado, chile ancho; de otro, chile mulato, de una caja michoacana negra y rameada, tomó chile chipotle y de otra hizo una selección de rabioso chile pasilla. Secos y arrugados estaban todos esos chiles y crujían en sus manos como si estrujasen las hojas de un viejo infolio. En una casuela echó manteca, y cuando empezó a chirriar los tostó revueltos, y en un comal tostó también ajonjolí, revolviéndolo unciosamente con una cuchara. Cada granito subía su esencia olorosa por el aire y todos juntos se unieron para tenderla en el convento por encima del perfume de las rosas del jardín y de la sutil fragancia que emanaba de la capilla doméstica y de la que fluía de las chiquillas celdas. De las orcitas talaveranas del limpio bazar fue sacando Sor Andrea, clavos, pimientos, cacahuates, canela, almendras y anís y de un tarro empezó a moler todo esto mezclándolo en un almirez que, con los acelerados golpes de la mano de cobre, cantaba festivo. Del tibor chino azul y blanco, en el que se guardaba el chocolate monjil, tomó dos tablillas y las juntó a los ingredientes que acababa de moler, y el almirez volvió, alegre, a tintinear persistentemente, con un claro repique de campana jubilosa. En otro almirez, también de voz límpida, machacó jitomates, cebollas, ajos asados, recogiéndose melindrosamente la manga del hábito para que no se quedara en ella ningún amilanado rastro cebollero. Luego todas las especies las juntó con ese ajo, cebollas y jitomate y a su vez mezcló todo con los chiles y con tortillas duras que sacó de lo que había quedado, y enseguida ¡válgame! con qué santidad, con qué unción fervorosa se arrodilló ante el negro metate; parecía que iba a comulgar o a pedir merced a la Virgen. Empezó a moler todas aquellas cosas. Subía y bajaba suave y rítmicamente el tono de la monja. Ya para caer la masa en espesa onda bermeja sobre la artesana, con el filo de la mano recogía rápida, subiéndosela con ágil movimiento a la palma para ponerla enseguida encima del metate y seguir triturándola más finamente. Las monjas la veían con estupor, con sonriente admiración la madre sacristana, juntando las manos le dijo: ¡Ay madre mía, y qué bien mole su reverencia! Un cándido alborozo de risa tintineó lozano en las bocas de las otras Sores por la equivocación de la dulce sacristana… ¡Madre, muele, muele, no mole; madre por Dios!, repitieron todas a coro. La Hermana Sor Martha, con su gracioso lapsus linguae, que ha levantado tanto regocijo en nuestras hermanas le ha dado vuestra reverencia nombre a este guiso que compongo con el favor divino.


Mole se ha de llamar, aunque también sé que la palabra mole significa en náhuatl o mexicano, salsa o guisado. Enseguida, en una cazuela de barro en la que se había derretido bastante manteca al calor del fuego, en el que previamente se quemó romero y tomillo para alejar a los malos espíritus, echó Sor Andrea aquella mixtura bermeja que hizo chirriar, reír largamente a la manteca con atropellada y amplia risa de ventura. Todo el convento estaba tiernamente embalsamado de una fragancia nueva, que salía a la calle en ondas adorables, y la gente que pasaba, adivinando en ellas un gran bien, las sorbía con ansioso deleite, envolvía en ellas complacida, como en una indulgencia plenaria.


De la olla en que con papada de puerco se coció el guajolote, sacó Sor Andrea varias jícaras de caldo espeso y destelló en él la magnífica salsa que se estaba friendo entre las voces suculentas de la manteca, y cuando hirvió bien con ronroneo suave, adusto, puso en un plato de esa salsa fragantísima y fue dando a probar a cada una de las monjas. Una monja dio un largo ¡Oh! de admiración; otra se quedó inmóvil, con los ojos vueltos hacia el cielo; otra dijo en un suspiro: “¡Bendito sea Dios!”, y siguió por largo rato con los brazos abiertos, saboreándose lentamente; otra no pudo más: se apoyó en el muro y allí quedóse, transverberada de delicia: otra, dando un grito, dijo: “¡Ay, miren qué cosa!”, y entró en un éxtasis, reclinando la cabeza sobre el hombro como una ploma herida; otra, encogiéndose, se entredurmió de bienestar, sin ninguna palabra.


Aquel guisado tenía más espíritu que todos los libros que había en su biblioteca y, desde luego, más, mucho más que los largos sermones que les predicaba su capellán, don Antonio de la Peña y Fañe. Sor Andrea, después de repartir sonriente, estas leves probadas, echó en aquel encendido salvamento las piezas del guajolote, gordas, sonrosadas y tiernas, y tras de otro hervor para que se embebieran de aquella salsa gloriosa, las acomodó en una rameada fuente de talavera, poniendo en su borde tiernas y frescas hojas de lechuga, y entre cada hoja colocó con pulido melindre, un rábano picado en forma de flor extraña y una rodaja de zanahoria […] Todavía la pulida mano de la monja sabia revoloteó sobre la fuente, espolvoreando ajonjolí con mucho atildamiento por el rojo dorado de aquel manjar insigne, en el que quedaron los granillos como amarillas gotas de luz.


El Virrey y todos sus comensales, llegaron con facilidad al arrobamiento con aquel guisado estupendo, jamás la boca de Su Excelencia había probado nada tan singular y magnífico, fuera de uno que otro labio de mujer. El picor que le enlardecía la lengua lo empujaba con avidez a que tomara más y más con tortillas calientes, esponjadas, suavecitas, que echaban un tenue vapor. Ese día y otro día, y todos los días que estuvo en la levítica Puebla de los Ángeles, pidió que le enviasen del convento de Santa Rosa esa vianda eminente, el castizo mole de guajolote, que le bañó en enormes deleites el corazón, y que agradecía y le contentaba más que Sí Su Majestad le hubiese enviado una encomienda. ¿Por qué Sor Andrea de la Asunción no estará aún en los altares de la cristiandad? ¡Ay, Señor, qué gran injusticia!

Por supuesto, el relato está narrado con tal imaginación y de tal manera que busca llamar la atención del lector, pero más allá de los detalles y expresiones curiosas, lo que debemos tomar en cuenta es que este mole representó un parteaguas en la culinaria prehispánica y colonial debido a que se trataba de un mole que no era significativamente picante, aunque no por ello perdió su esencia.

Era este platillo novohispano el inicio de una gran fusión gastronómica en Puebla que resultaría en preparaciones culinarias criollas y barrocas, llenas de contraste en sus sabores, olores y colores. Precisamente en este platillo se unían las herencias de la tradición gastronómica indígena, de la ocupación árabe en la Península Ibérica y de la misma España. Y, aunque no contamos con la receta original de Sor Andrea, sí es posible ubicar la de un compendio de cocina poblana del siglo XVIII.[4]

Otro de los platillos virreinales poblanos que, en su caso, saltó a la fama hacia la consumación de la Independencia es, sin lugar a dudas, lo que hoy en día conocemos como el «chile en nogada». Como en el caso del mole, muchas son las historias, mitos y leyendas alrededor de la creación de este platillo, pero de acuerdo a la más difundida, dicho manjar fue invención de las madres contemplativas agustinas del Convento de Santa Mónica, preparación culinaria que elaboraran para halagar a Don Agustín de Iturbide en la visita que hiciera a la capital poblana el 2 de agosto de 1821.[5]



En la actualidad sabemos que lo más probable fue que para la visita a Puebla del caudillo Agustín de Iturbide, el obispo Antonio Joaquín Pérez Martínez, junto con el Ayuntamiento, ordenó recibirlo en la ciudad con una ceremonia en la catedral y un banquete en su casa, para lo cual manda elaborar aproximadamente 14 platillos diferentes a distintos conventos femeninos poblanos, pidiendo explícitamente a las monjas agustinas recoletas del Convento de Santa Mónica que prepararan el platillo ya conocido en ese entonces como “chiles rellenos bañados en salsa de nuez”, platillo que se conocía desde principios del siglo XVIII y que ya había dado fama a dichas religiosas, las cuales muy probablemente lo consumían como postre para ese momento, pues no contaba con algún tipo de carne entre sus ingredientes.

Por otro lado, también merece una especial mención el «mole de caderas», un platillo tradicional de la zona de Tehuacán con fuertes reminiscencias de rituales prehispánicos, relacionados a festividades religiosas donde se consumían ciertos alimentos llamados “festivos” que se preparaban a honra de los dioses y sólo en ocasiones especiales. Se trataba de alimentos, generalmente carnes, que eran cocidas al vapor, en caldos o guisados, por ejemplo, en el caso del Tlacaxipehualixtli, en honor del dios Totec, Xipec o Señor Desollado, quien representaba el símbolo de la renovación de la naturaleza, el comienzo o el principio, fiesta en la que se desollaban muchos esclavos y cautivos de guerra. Fray Bernardino de Sahagún menciona que:

…después de desollados, los viejos que llamaban quaquacuiltin llevaban los cuerpos al calpulco, donde el dueño del cautivo había hecho su voto o procedimiento; allí le dividían y enviaban a Motecuzoma un muslo para que comiese, y lo demás lo repartían por los otros principales o parientes; íbanlo a comer a la casa del que cautivó al muerto. Cocían aquella carne con maíz y daban a cada uno un pedazo de aquella carne en una cudilla o cajete, con su caldo y su maíz cocido, y llamaban aquella comida tlacatlaolli; después de haber comido andaba la borrachería.[6]


Ese platillo era el potzolli o lo que hoy llamamos pozole y era muy valorado, sin embargo, no lo podía consumir cualquier persona, pues se reservaba para festividades religiosas. Otro platillo de este tipo era el chilmolli, que básicamente era un caldo de chile o mole con masa de maíz para espesarlo y algún tipo de carne, alimento festivo y de lujo que también se consumía solamente en festividades, y que era ofrendado a los dioses al igual que el tlacatlaolli.

Actualmente, el mole de caderas se sigue preparando tradicionalmente cada año a finales del mes de octubre, que corresponde más o menos al Quecholli mesoamericano, durante el cual se realizaban rituales en honor al dios de la caza Mixcoatl-Camaxtli y en el que se preparaban también comidas festivas como la tlacatlaolli que menciona Sahagún, tales alimentos eran ofrecidos a los dioses y luego consumidos por los habitantes.[7]

Los rituales y los platillos elaborados durante esta festividad son los que parecen tener cierto tipo de influencia con la matanza anual de chivos que se lleva a cabo actualmente en Tehuacán con animales que han estado en ceba durante cuatro meses en los montes de la Mixteca de Oaxaca y Guerrero.

Por otro lado, quizás uno de los prodigios más sobresalientes del mestizaje fue la introducción del azúcar, la cual fascinó al pueblo mexicano, así como las frutas nativas americanas enamoraron a los europeos. Resulta entonces imposible hablar de la gastronomía virreinal de Puebla sin mencionar a los tradicionales camotes que han dado fama mundial a la dulcería poblana.

Muchas son las leyendas que se cuentan en torno a su creación y a su modo de elaboración, siempre relacionado con el Convento de Santa Clara, sin embargo, es nuevamente el profesor Cordero y Torres,[8]quien nos relata con su particular manera de contar las leyendas poblanas cómo es que surgió este famoso dulce en la capital poblana:


Nos dice la tradición que en un pueblito cercano a la ciudad de Puebla había un convento de monjas, en los albores del siglo XVIII. En los terrenos aledaños al claustro se cultivaba en abundancia el camotli. Un día una colegiala traviesa quiso divertirse a costa de la monja que había puesto en un fogón o anafre un caso u olla vacía, echando en ella un camote que encontró cerca, añadió azúcar y lo batió con el objeto de hacer una pasta que “fastidiase” a la religiosa al lavar el trasto o utensilio. Llegó la monja olvidadiza, probó la pasta pegajosa, la “maldad” que le había hecho la colegiala, le gustó; lo demás se sobreentiende o adivina.


La quejas contra María de los Ángeles, mozuela de casi trece años a quien sus padres, por su precoz inteligencia y su asombrosa emotividad habían enclaustrado como novicia, con la fe y la esperanza de que llegara a profesar y fuera una santa monjita; decíamos las quejas, no se hacían esperar contra esa Angelina, como le llamaban, porque todo lo enreda, en todas partes mete bulla y es guerras como nadie. La superiora demostraba por Angelina un gran cariño y comprensión; tenía muy en cuenta su corta edad, tolerándole sus travesuras. En cada queja fruncía el seño, ponía severa pero siempre terminaba acariciándola y recomendándole rezar al Santo Padre Santo Domingo diez Padresnuestros con sus dos Aves Marías, para que te hagas juiciosa.


Pero llegó el día en que todas las monjitas y novicias clamaron contra Angelina. A esta última queja la madre abadesa, en pro de la tranquilidad y disciplina del convento, tomó la resolución de mandarla, por algunos días, al claustro del convento, también dominicano, de las madres de Santa Rosa de Lima. Fue muy recomendada a la madre superiora con el antecedente de “inaguantable”, no de maldad sino de inquietud física, cultural e intelectual, todo esto muy comprobado en el anterior convento. ¡Bien! -le dijo la madre superiora a Angelina al recibirla –como vienes de castigo te designo como lugar la cocina con sus labores inherentes: barrer, lavar el piso de ladrillo, el bracero, los trastos, etc. –¡Está bien, madre!, le dijo humildemente Angelina.


Habían transcurrido tres semanas y, ya fuera porque quería demostrar el cambio en su modo de ser, para que la regresaran al convento de Santa Inés, o porque le embargaba gran tristeza estar postergada, o porque extrañaba el cariño y apapachos de la superiora de la otra casa, o porque entraba a la adolescencia, lo cierto es que ya era otra muchacha; tuvo un cambio sorprendente para estas monjas y novicias, quienes le empezaron a considerar en los bajos quehaceres a que estaba sometida. Todo lo que tenía encomendado lo hacía muy bien, con santa resignación, por lo que la madre cocinera pidió a la superiora que le cambiara de empleo.


Advirtiendo cualidades en economía doméstica le encargaron la despensa. Ésta era surtida, variada y abundante por las donaciones que recibía el convento de casas particulares, comercios -de todas clases, desde pulperías hasta verduras, combustible de carbón y leña-, pero resaltaba por la frecuencia y cantidad el camote que de distintos pueblos de la Mixteca les traían. Por esa circunstancia toda la comunidad consumía este tubérculo en el desayuno, en las comidas, ya asado, ya hervido, “a pasto”, y como alimento completo: pero a todas las tenía el camote “hasta el copete”. Se le ocurrió a la madre superiora en solemne ocasión que visitaría el convento el Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Obispo Don Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún, obsequiarle alguna golosina pero que fuera exquisita y desconocida para el prelado.


Llamó a la madre cocinera y le transmitió su deseo, ésta afligidísima porque no tenía idea alguna para complacer a la abadesa llamó a las otras madres de la cocina, las ayudantes; nadie sugería nada. Ante tal conflicto y penas, Angelina acudió diciéndoles: “no se agiten sus mercedes por tan poca cosa, el problema está resuelto y fácil, daremos a su Ilustrísima camote!” Unánimemente las monjitas lanzaron un grito de desesperación y en coro prorrumpieron… ¿camote, camote al señor Obispo! ¿Estás loca o eres una necia? Si ya nadie aquí lo desea y hasta su olor nos marea. Mas Angelina insistió: sí, sí, camote al señor Obispo, camote y hasta se chupará los dedos al saborearlo porque será un “bocato di cardinale”.


Afanosamente sacó una buena ración de camote y se puso a elaborar su golosina: hirvió en agua los tubérculos, los mondó y echó en un caso “con lumbre lenta”. Estuvo por dos horas moviendo la pasta hasta que se había hecho, a la que agregó una buena ración de piña y la necesaria cantidad de azúcar y estando a punto de cajeta sacó el cazo, dejando enfriar el contenido, con el que empezó a hacer pequeñas porciones dándoles formas de bollos; después los decoró con pinturas vegetales. En este trajín de Angelina toda la comunidad estuvo presente y dio fe del prodigioso invento y del exquisito sabor de la golosina, aprobándolo para que se obsequiara al jerarca eclesiástico.


Llegó este como lo había anunciado y al término de su visita se le dio el ¡camote! Qué exquisito dulce, manifestó, pidiendo más y asegurando que había sido una “dulce sorpresa”, además solicitó que se le pusieran algunas piezas en una cajita para regocijarse en los subsecuentes días. Añade la leyenda que Angelina ya no regresó al convento de Santa Inés de donde la enviaron de castigo al de Santa Rosa, porque desde ese día fue considerada, distinguida y mimada, pero tampoco se quedó en él porque no tenía vocación para monja contemplativa.


Hizo una vida completa de seglar, matrimoniándose, formando un hogar feliz con su esposo a quien dio muchos, muchos hijos, trabajando todos en un pequeño obrador de dulces que expedían en un también pequeño establecimiento junto al Convento de Santa Clara, siendo el producto predilecto y más vendible el camote de su invento que en cajitas de cartón ostentaba una etiqueta con la leyenda “Camotes de Santa Clara”.


No obstante, los camotes no fueron los únicos representantes de la tradición dulcera poblana, ya que Puebla contó con una diversidad de dulces inigualable durante el Virreinato.

En este rubro, la ciudad angelopolitana dio importantes aportes, fundamentalmente por ser sede de varios conventos femeninos, lugares donde se acunaron un sinnúmero de delicias dulces y, al ser ciudad de españoles, Puebla de los Ángeles recibió aquella herencia gastronómica árabe que, a su vez, habían recibido los peninsulares ibéricos. Esta dulcería tendría como ingredientes base, además del azúcar, la miel de abeja, los huevos, la leche, la nuez, la almendra, la canela, la vainilla, el cacao, la pepita de calabaza, el cacahuate y diversas frutas, tanto nativas como extranjeras.

La fusión de ingredientes y técnicas culinarias, dieron como resultado creaciones dulces como la filigrana de alfeñique, el alfajor o alajú de fruta y los mazapanes, así como la capirotada, las yemas reales, los antes, las figuritas de pasta de almendra, los jamoncillos, las jericallas, el turrón amarillo, las natillas, la marina de nuez, la marina de moca, el bocado de coco y piña, la leche de mamey, el arroz con leche, el mostachón de pepita con canela y de leche con canela, los besitos de almendra y nuez, el manjar blanco, las torrejas, los melindres, las regañadas, los susamieles, las cocadas, los huevitos de faltriquera, las pepitorias, los caballitos de panela, las palanquetas, los polvorones sevillanos, los muéganos, los guisados de pasas, las cosquillas de almendra, las trompadas, las aleluyas, la carne o ate de membrillo y las famosísimas tortitas de Santa Clara.


Las frutas nativas, el cacao y la vainilla, fueron combinadas con el azúcar, la leche de vaca o de cabra y la canela, productos recién llegados a tierras americanas, surgiendo así las cajetas, frutas cristalizadas, las conservas y el almíbar de tejocotes, capulines, piñas, xoconostles, guayabas, ciruelas, higos, duraznos, membrillos, mameyes, zapotes, guayabas, limones y naranjas. De igual manera, se confitaban frutas y semillas secas como almendras, nueces, avellanas, cacahuates y pepitas de calabaza, creando así un maridaje cultural y gastronómico incomparable.

Ya para el siglo XVI la fabricación de dulces estaba ligada también a los trapiches o ingenios, a pequeños productores o maestros de mesa, aunque las monjas poblanas fueron realmente las que sobresalieron en la producción dulcera, pues como se ha mencionado, fue en los conventos donde se moldearon y crearon una variedad exquisita de dulces. Estos dulces conventuales fueron un modo de intercambio con el mundo exterior para las monjas, ya que eran obsequiados o vendidos por ellas a cambio de ayuda y favores de la corte virreinal y de las autoridades eclesiásticas.

Otra de las delicias culinarias poblanas son las semitas o cemitas que, de acuerdo a la tradición, surgieron en las panaderías establecidas en el barrio de San Francisco, el cual era reconocido porque en él existían varios mesones y hospederías para albergar a los viajeros que pasaban por Puebla en su camino de Veracruz a la ciudad de México. Es precisamente en los amasijos de estas panaderías donde se elaboraban diversos tipos de panes de diferente calidad, pero había un tipo especial de pan que se preparaba con los restos, migajas o residuos de los demás panes y que era un pan hecho para los cargadores.

Debido a que a este pan se le agregaba sémola o harina de la más baja calidad y la más barata, pronto la gente comenzó a llamarlo pan de semita.[9]A pesar de este relato, parece ser que es más cercano el hecho de que se le llamara así por su relación con el pan sin levadura de origen judío o semita producido en España por la población sefardita, quien preparaba un pan parecido, crujiente por fuera y suave por dentro.

Sea cual sea el origen de la cemita, el hecho es que Puebla es el único lugar donde se ha elaborado este tipo de pan tanto dulce como salado,[10]y lo tradicional ha sido preparar la cemita con milanesa de res, carne de pollo o de cerdo, chile relleno, pata de puerco o de res en vinagre, jamón, carne enchilada, carnitas o chicharrón, acompañado de queso de cabra, queso de vaca o quesillo deshebrado, aguacate, cebolla, papaloquelite, aceite de olivo y rajas o chipotles.

Y ahora que estamos hablando de la cemita, no podemos dejar de mencionar otro de los panes más tradicionales de Puebla desde tiempos virreinales: la «hojaldra». Como en todo México, en Puebla se ha mantenido la costumbre de celebrar la fiesta de Todos los Santos y Fieles Difuntos, tradición que ha tenido gran arraigo en la población porque está fuertemente vinculado con nuestro remoto pasado prehispánico en el que la costumbre ha sido ofrecer un banquete a los amigos y familiares muertos, instalando para ello un altar sobre el que son montados diversos platillos que el muerto gustaba comer en vida, tales como mole, pipián, frijoles, panes y tamales, junto con una serie de elementos decorativos y de uso ritual como imágenes religiosas, veladoras, flores, manteles y papel picado, copal e incienso, sal y agua.

La hojaldra o pan de muerto es un pan que se ha preparado año con año durante los últimos días del mes de octubre y principios de noviembre; se trata básicamente de la representación artística de un muerto, por eso es que las “canillitas” o tiras en forma de lágrima representan los huesos y la esfera del centro es una manifestación de la cabeza de la persona fallecida. El ajonjolí que es esparcido sobre la hojaldra, así como el color del pan, representan el tradicional mole.[11]


Por otro lado, de todos los ingredientes que conoció el español en tierras americanas, el cacao fue sin duda el que tuvo una aceptación casi de inmediato y pronto el consumo del chocolate en la Puebla Virreinal se convirtió en una costumbre extendida, bebida que se consumía tanto fría como caliente “en el susto, el gusto y el disgusto”, es decir, en cualquier ocasión resultaba ideal y, a diferencia de tiempos mesoamericanos, la bebida, ahora endulzada con azúcar, podía ser consumida por cualquier persona sin distinción de clase social.

El chocolate fue verdaderamente un delirio y una pasión en la Nueva España, su consumo fue una práctica cotidiana de las religiosas enclaustradas poblanas, empleado como infusión medicinal para las monjas enfermas e incluso contaba con un espacio definido en los conventos, pues el momento de tomar el chocolate significaba un tiempo de convivencia y recreación para las monjas.[12]Es por ello que esta práctica estuvo restringida en los «días de guardar» o días santos como los de la Semana Mayor dentro de los conventos, y su falta de consumo fue usado como penitencia o medio para la expiación de los pecados.

La bebida era usualmente acompañada por alguno de los suculentos bizcochos o panes tradicionales, tales como: conchas, chimistlanes, ojos de pancha, mantecadas, rehiletes, panes de elote, ladrillos, moños, piedras, huesos, panqués, almohadas, trenzas, novias, almejas, chilindrinas, orejas, campechanas, besos, ojos de buey, panochas, rehiletes, corbatas, empanadas, palomas, roscas de reyes, panes de muerto, buñuelos y hojaldras, por mencionar sólo algunos.

La cocina virreinal poblana fue un mosaico de sabores y colores, barroca por excelencia, con un fuerte simbolismo cultural, resultado de una serie de mezclas y fusiones ancestrales de cocinas prehispánicas con lo mejor de las cocinas europeas y asiáticas. A partir del encuentro del siglo XVI entre europeos y americanos, los hábitos alimenticios de ambos grupos se modificaron completamente, surgiendo así una culinaria nueva con una personalidad única. Se trató de un proceso de aculturación riquísimo, en el que resultaron beneficiados tanto unos como otros, ya que las influencias fueron recíprocas.

Al mismo tiempo, las reverendas madres de las distintas órdenes religiosas, lograron unir todas estas tradiciones culinarias para dar paso a una amalgama de expresiones culinarias que hoy en día han convertido a la gastronomía de Puebla en « patrimonio cultural intangible» de todos los poblanos, razón por la cual merece que la conozcamos, valoremos, resguardemos y preservemos.


NOTAS

  1. García, 2003, p. 267-268
  2. Gutiérrez, 1947, p. 56-57, 64
  3. 1965, p. 41-43; 1972, p. 192-195
  4. 1968, p. 7-8
  5. Cordero y Torres, 1996, p. 5-6
  6. Bernardino de Sahagún 1981, p. 143
  7. Mazzetto, 2013
  8. 1996, p. 7-8
  9. Cordero, 1996, p. 8-9
  10. Buenrostro y Barros, 2012
  11. Cordero 1996, p.9
  12. Loreto, 2003, pág. 485-486

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PAOLA JEANNETE VERA BÁEZ