HERNÁN CORTÉS; Su hallazgo espiritual

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El mundo material prehispánico

Cuando Cortés partió de San Lúcar de Barrameda en 1504 rumbo a La Española, habían transcurrido doce años del hallazgo del Nuevo Mundo, durante los cuales la concepción del universo-mundo había cambiado.

En sus descripciones, Colón mostró ensimismado la naturaleza exuberante –casi paradisíaca– de las islas; como hombre del Renacimiento, pintó con morosa delectación la ingenua desnudez de los pueblos hallados y comprobó su igualdad humana. Solo costumbres y formas diferentes de vida, pero la misma esencia racional y espiritual. Colón mismo observó las diferencias culturales de los grupos encontrados, la docilidad y mansedumbre de unos, el carácter belicoso e indómito de otros.

Cuando entraba en los veinte años, pues nació en 1485, Cortés se enfrentó en La Española con la naturaleza y el hombre americano, diversos de las mesetas castellanas y de las vegas de Valencia, y de sus compañeros de estudio y vagancia. No contamos con descripción ninguna de su estancia en las islas, reveladora de sus impresiones del mundo descubierto. Si bien debió haberse aculturado a ciertas formas de vida –alimentación, vivienda, vestido, ritmo de trabajo– se mantuvo unido con formidable cohesión a la cultura de los colonos españoles, sin la cual todos hubieran sido absorbidos por la tierra americana.

La defensa necesaria contra los indios, sus funciones de escribiente mantenedor de las formas jurídicas y del derecho, que inflexiblemente normaba su acción, arraigó en él dos ideas que en su persona representan una constante.

En primer término encontramos la idea de sujetar a los aborígenes, inicialmente con el convencimiento, y si éste fallaba por fuerza. En segundo término, la idea de aplicar el derecho, las normas jurídicas, la organización institucional –aun cuando fuera forzando y aun violando sus principios– para establecer un orden, unas formas institucionales que hicieran posible la convivencia y la constitución de una sociedad organizada, fuerte, compacta, cuya solidez permitiera la asimilación de amplios grupos sociales a un solo organismo superior regido por las normas elevadas de la cultura europea.

Su descripción de mundo americano se inicia sólo en 1519, cuando redactó sus « Cartas de Relación». Como la primera de ellas no la conocemos, es a partir de la segunda –escrita en 1520– y en las posteriores, hasta la última que lleva fecha de 1526, en las que hallamos sus impresiones.

En todas ellas es México el que constituye sujeto y objeto de su interés, y es en esas maravilladas y maravillosas epístolas en las que encontramos –pintados por él mismo– la naturaleza mexicana y el mundo material y espiritual de sus habitantes. Con base en ellas reconstruyamos natura y humanidad del mundo mexicano.[1]

Si bien en sus cartas revela la enorme impresión que hombres y tierras le producen, ese sentimiento lo encubre un tanto e intencionadamente al señalar que lo hallado en México es similar y equiparable a lo existente en la Península, que la misma bondad y grandeza de las tierras españolas se encuentra en las por él sometidas. Su arraigo a la vieja España, la estimación de sus virtudes naturales es tanta que no encuentra nada mejor para calificar a la tierra conquistada, para justificar su deseo de fijarse en ella e incorporarla al imperio del César, que equipararla al viejo reino, calificarla con el mismo nombre, nombrarla como la España nueva, la Nueva España. Por ello escribe al Emperador:

“Por lo que yo he visto y comprendido acerca de la similitud que toda esta tierra tiene con España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace, y en muchas otras cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del mar Océano; y así en nombre de Vuestra Majestad se le puso aqueste nombre. Humildemente suplico a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así”.[2]

Extraigamos de sus «Cartas de Relación», su descripción del mundo que descubrió y sometió, todo aquello que nos permita reconstruirlo, que nos posibilita captar sus formas materiales y las esencias de su espíritu. Veamos primero el mundo material.

A Hernán Cortés no le atrae tanto la naturaleza como a Colón, a Bernal Díaz, ni a Fernández de Oviedo. Sus descripciones de la tierra son precisas y breves, no se deleita en ellas ni prodiga adjetivos, señala lo esencial como hace al mencionar los volcanes que flanquean la ciudad de México, “dos sierras muy altas y muy maravillosas porque en fin de agosto tienen tanta nieve que otra cosa de lo alto dellas sino la nieve se parece; y de la una, que es la más alta, sale muchas veces, así de día como de noche, tan grande bulto de humo como una gran casa, y sube encima de la sierra hasta las nubes tan derecho como una vira.”

De uno de los pueblos lacustres vecinos a Tenuxtitán escribe: “fui a dormir a un pueblo pequeño que está junto a una gran laguna, y casi la mitad del sobre el agua della, e por la parte de la tierra tiene una sierra muy áspera de piedras y peñas donde nos aposentaron muy bien.”

Así de escuetas son las descripciones de las tierras que cruza. El medio exuberante y avasallador de las Hibueras no le provoca mayores comentarios aun cuando en ese trayecto encarece el esfuerzo humano para atravesarlo. Es el hombre, lo que éste transforma, aprovecha, crea, hace y piensa, lo que constituye su centro de interés, lo que le conmueve, el eje fundamental de su preocupación y el elemento primordial de sus descripciones; el hombre dominador del medio, supremo ser que puede, si no someter a la Naturaleza a su arbitrio, sí aprovecharla, utilizar en su beneficio cuanto aquélla le brinda.

El hombre individual le interesa tanto como las multitudes. Distingue y aprecia las diferencias culturales de los grupos que encuentra, sus lenguas, costumbres y formas de vida. Admira las ciudades que cruza, sus edificios, su urbanización en función del hombre, pero no es un gran descriptor ni esteta del arte indígena. En ello le aventaja Bernal. Advierte la habilidad técnica que posibilitó la creación de ciudades y conjuntos religiosos y ceremoniales, pero ajenos a su sensibilidad los siente lejanos y es indiferente a ellos.

Estima el sentido urbanístico de pueblos y ciudades, la habilidad constructiva, el aprovechamiento de los materiales que el medio geográfico otorgó a sus habitantes: piedra, madera, adobe, paja, fibras vegetales, plumas de ave, pieles. Elogia su utilización y más aún la técnica y el arte que emplean para construir templos, palacios, albarradas, puentes; las sencillas casas de los macehuales y los suntuosos palacios de los señores.

Movido por el provecho mencionará de continuo los metales preciosos, el oro y la plata, su abundancia y notable utilización, así como la de piedras preciosas. A través de sus páginas nos enteramos del vasto conocimiento que los pueblos indígenas tenían de los recursos naturales que el reino mineral les brindaba. De los vegetales. Cortés advierte su rica variedad y aprovechamiento. No es un naturalista, sino más bien un agrónomo interesado en los cultivos que enriquezcan la economía del pueblo.

Aprecia el cultivo del maíz y del frijol, base de la alimentación, y la utilización del ají, de los tubérculos, de los frutos tropicales sápidos y abundantes, del cacao, la vainilla y el tabaco, así como las plantas medicinales, pero observa la carencia de otros muy benéficos como el trigo, la cebada, la caña de azúcar, la cual él hace plantar en sus posesiones de los valles cálidos.

Será uno de sus mozos el que primero siembre trigo en la ribera de San Cosme, y Bernal Díaz el primer cultivador de naranjas. De la utilización del algodón habla con encomio y de los colorantes vegetales. Está pendiente de la siembra y cosecha del maíz, y en su expedición a las Hibueras será ese grano básico para sostener la expedición. Rico y variado el mundo vegetal, tenía a su parecer que ser enriquecido con los aportes europeos, capaces de alimentar con mayor eficacia y regularidad a la población.

El mundo animal, ampliamente conocido por los aborígenes, representaba fuerte sostén del pueblo. Desde Yucatán advierte que son el guajolote y los faisanes la base de su alimento. Las gallinas de la tierra, como los llamaron, satisficieron el apetito de la hueste. Patos, gallaretas, chichicuilotes y tórtolas completaban la alimentación y eran atrapados hábilmente con redes y otros sutiles artificios en lo que los indios poseían extrema habilidad.

El venado abundaba en los campos, así como el tepezcuintle, conejos, liebres, armadillos, iguanas, que proporcionaban suficientes proteínas a la población, aun cuando no la suficiente para que pudieran prescindir de ciertas formas de canibalismo. Los conquistadores aportaron piaras de cerdos que pronto se multiplicaron y constituyeron base de la comida criolla. Del mar, de los ríos, lagunas y estanques se extraían peces y mariscos, ranas, ajolotes, charales, acaciles, hueva de mosco, que enriquecía la cocina indígena.

Bien conocido y explotado fue el reino natural en todas sus variedades. Era respetado el sistema ecológico existente; protegido por serias obras de ingeniería, el medio en que se asentaban las ciudades, principalmente la capital de los señores tenochcas, y asegurado el sistema de subsistencia a base del tributo, del trabajo de los pueblos dominados, del sistema comercial en el cual los pochtecas jugaban papel preponderante, utilizando una red extraordinaria de caminos que iban de mar a mar y desde el centro del país hasta Centroamérica, como Cortés de continuo refiere cuando cruza las tierras del sureste, las trágicas Hibueras.

Este sistema comercial y de comunicación –digno de todo encomio– maravilló a los expedicionarios, pues a través de enormes piraguas conducidas por numerosos remeros se realizaba un sistema de cabotaje desde más allá de Honduras hasta México. Este fabuloso sistema estaba ligado en cierto modo con el comercio del cobre y las esmeraldas, que desde el extremo de América del Sur y de Colombia se hacía.

La existencia de una industria metalífera en diversas regiones, en Nueva España se tenía en la zona tarasca, y de una metalurgia que a través de Perú, Ecuador, Panamá, Costa Rica y México mostraba sus prodigiosos adelantos, despertó la ambición de los conquistadores, los cuales, aplicando otros sistemas económicos y técnicos, extinguirán bien pronto esa prodigiosa red de comunicación comercial.

La sustitución de un sistema económico que el mundo prehispánico tenía y el cual había formado a través de siglos de laboriosa experiencia, produjo no sólo el aniquilamiento de la economía de muchos pueblos, sino también el aislamiento de los mismos, la ausencia de relaciones culturales entre ellos y el que muchos quedaran totalmente marginados del desarrollo general, que bajo otros presupuestos políticos, sociales y económicos se realizó durante el largo período de la administración colonial.

Más importante que estos elementos que afloran a la vista, Cortés descubre otros, producto de la observación, la inteligencia, la reflexión, la inquisición científica, como eran los conceptos de tiempo y espacio. El mundo mesoamericano contó con algunos centros en los cuales el cultivo de las matemáticas fue llevado a sus más altas expresiones: la zona maya y la región de los nahuas.

Con el tiempo se operó un largo ciclo de transformación de los primitivos núcleos de cazadores y recolectores a un estadio agrícola, en el cual la observación de las estaciones, el paso y derrotero de los astros y el cómputo del tiempo, hizo posible el descubrimiento de la astronomía y la creación de calendarios agrícolas, astronómicos y rituales. La religión estuvo siempre ligada a todo desarrollo y al igual que la ciencia y la alta tecnología fue detentada por las clases dirigentes.

La concepción del cosmos que los pueblos mesoamericanos tuvieron estaba ligada con las ideas religiosas y astronómicas. Un grupo fuertemente cohesionado mantenía el saber científico y conservaba las concepciones religiosas, las sobreponía y sustituía de acuerdo con influencias ideológicas, políticas y sociales que recibía. El mundo náhuatl y el maya poseían los conceptos del hoy, del ayer y del mañana, del tiempo de los vivos y del de los muertos, del presente gozoso y del futuro que extingue la felicidad humana. También del tiempo que está más allá de los hombres, el de la eternidad. Sus calendarios marcaban esos cambios.

El espacio tenía sus concepciones y representaciones. Existía el espacio cósmico y el espacio real. Este era mensurado y el agrimensor cobraba importancia en la medida que la mensura de la tierra servía a la economía estatal y social. Tiempo y espacio indígenas fueron sustituidos por las concepciones europeas. Los conquistadores calculan por «leguas» y miden extensiones y efectos por «varas».


El mundo espiritual

Reducido a estos límites el mundo material prehispánico, pues de no hacerlo así estaríamos obligados a presentar listas comparativas que forman largos infolios, pasemos a mostrar algunos aspectos del mundo espiritual que encontramos mencionados y son objeto de reflexión por el propio conquistador.

Muy ligado a lo anterior está la admiración que siente por las obras realizadas por los indígenas, por la utilización sabia de los recursos naturales, por la aplicación de técnicas y métodos constructivos, por la existencia de una tecnología superior.

Así lo mismo alaba la muralla levantada por los cempoaltecas para defenderse de sus enemigos y la cual describe como “una gran cerca de piedra seca, tan alta como estado y medio, que atravesaba todo el valle de la una sierra a la otra, y tan ancha como veinte pies, y por toda ella un pretil de pie y medio de ancho, para pelear desde encima, y no más de una entrada tan ancha como diez pasos y en esta entrada doblaba la una cerca sobre la otra a manera de rebelín, tan estrecho como cuarenta pasos. De manera que la entrada fuese a vueltas, y no a derechas,” como elogia el enorme puente hecho para atravesar alguno de los ríos en Tabasco, el cual, construido en cuatro días por los indios, requirió más de mil vigas, “que la menor es casi tan gorda como un cuerpo de hombre y de nueve y de diez brazas de largura, sin otra madera menuda que no tiene cuenta”.

La hechura de este puente recuerda el que César proyectó para cruzar el Rin, construido en diez días. Siente así gran admiración por la inteligencia de los indios, en ningún momento estima carezcan de ella, de capacidad racional y de un impulso espiritual extraordinario.

La idea del hombre que él tiene, como ser dotado de espíritu, de capacidad reflexiva e intelectual, aparece a lo largo de sus escritos y se manifiesta en toda su conducta. Cuando arriba a México, a la Nueva España, Cortés llega con una idea muy clara del hombre americano.

Es la suya una dimensión subordinada al hombre universal, no una idea basada en lo antinatural, en la fantasía, en la imaginación mágica. El mundo que encuentra es un mundo que es dable mensurar y comparar, y con el cual es posible el entendimiento, la conciliación y la convivencia. No es un mundo antinatural, sino un mundo que tiene todas las características humanas.

Advierte de inmediato en ese mundo diferencias culturales muy marcadas: lengua, religión, costumbres y también la jerarquización social, política, económica y cultural. Se da cuenta de la existencia de macehuales, de siervos como esclavos, de labradores; guerreros del común y capitanes; de señores, caciques y una casta sacerdotal amplia; de comerciantes y artesanos, en rigor de una sociedad heterogénea en la que existen rivalidades políticas y culturales muy amplias.

A medida que recorre el territorio y penetra en él, observa la presencia de un poder político superior que sujeta inexorablemente a numerosos pueblos imponiéndoles gravámenes económicos, pesados trabajos y una dolorosa contribución de hombres y mujeres para sacrificarlos. Percibe un rencor escondido en el pecho de los sometidos y un ansia oculta de liberación que él aprovecha inteligentemente para fortalecerse, ampliar su número y enfrentarse a una organización político-militar aguerrida y numerosa.

No encuentra Cortés una nación constituida, una comunidad cultural y de voluntades, sino un mosaico de pueblos que hablan diferentes, divergen en su modo de ser y luchan entre sí; y por sobre todos ellos un Estado militarista implacable, movido por un ideal religioso que subyuga y el cual lleva aparejado un deseo de expansión política y económica irresistible.

De sus primeros contactos con los emisarios del señor Moctezuma deduce que este utiliza tanto una política amistosa que se vuelca en presentes y reverencias, como un sistema de asechanzas, de intimidación, pero no un enfrentamiento directo y total, lo cual sabe aprovechar inteligentemente para caer en forma sorpresiva, no carente de enormes riesgos, sobre el tlatoani en quien radica el supremo poder político, militar y religioso.

En el trayecto de Veracruz a Tenochtitlán medita y valora las consejas en torno de la vuelta de Quetzalcóatl y la aparición de hombres blancos y barbados, la fuerza de los augurios que turban la tranquilidad del gobernante azteca, y apoyado también en una ciega fe religiosa que le hace sentirse protegido y amparado por su Dios, decide, seguro de los indicios de su ánimo, triunfar en la vida sin temer el fracaso de una batalla.

Prefirió, como Alejandro, la gloria y no el reino ni la vida. A partir de su ascenso al altiplano “puso todo su empeño en contrarrestar a la fortuna con la osadía, y al poder con el valor, pues nada le parecía ser inconquistable para los osados, ni fuerte y defendido para los cobardes.” Desgraciadamente en la ciudad tenochca no halló un hombre prudente como Taxiles, a quien encontró Alejandro en la India, sino una fuerza militar temible a la que tuvo que desbaratar rápida e inclementemente.

Al lado de este inmenso poder militar y político, Cortés halla desde el momento en que toca en los primeros días de febrero de 1519 las islas y península de Yucatán, una población celosa de su libertad, del respeto de sus derechos y sus bienes y también desconocida de los extraños y aun belicosa.

Siente que una conducta de atracción pacífica podría resultarle favorable y lo intenta devolviéndoles los bienes que les habían quitado Alvarado y sus hombres, a quienes se impone con severidad, lo cual hará exclamar a Bernal Díaz: “Aquí en esta isla comenzó Cortés a mandar muy de hecho, y Nuestro Señor la daba gracia, que doquiera que ponía la mano se le hacía bien, especial en pacificar los pueblos Y naturales de aquellas partes...”[3]

Al recorrer y encontrar en el litoral multitud de pueblos y de tierras magníficas para poblar y cultivar piensa en su incorporación a la Corona. No estima ya a los naturales, lo que confirmará más adelante, como meros sujetos de rescate, de intercambio de espejuelos y cuentas de colores, ni tampoco como bestias de trabajo que pueden ser llevadas a las islas para servir en las plantaciones. Su concepción de los naturales de México está ligada a la idea de su aprovechamiento para formar parte del Imperio, para integrar una comunidad diferente en cultura a la de la Península, pero capaz de ser transformada.

El mestizaje biológico entre españoles e indias de calidad que se inicia en Tabasco apuntala esta idea, y aun cuando recatadamente cede a Portocarrero a doña Marina, posteriormente la hará suya a más de convertirla en su confidente y auxiliar valiosísima. A partir de ese momento va a prohijar la unión de las sangres y a ennoblecer a sus descendientes. A la caída de México habrá de ligarse con la hija del jefe vencido, con la célebre Tecuichpotzin y engendrar nueva descendencia. De estas uniones las más fueron permanentes, no mera satisfacción del soldado.

En la población india encontró identidad natural, virtudes y valores que le llevaron a estimarla, a tratar de incorporarla a la cultura europea, para lo cual crea instituciones adecuadas: colegios, conventos, hospitales, cuya acción cree definitiva.

Esa consideración hacia los aborígenes, cuyo número le pasma, encuentra su contrapartida en la resistencia que estos oponen. Su gran número, su destreza en las armas, el conocimiento de la tierra y sus recursos, le impele a no desear tener enemigos virtuales, sino solamente aliados amigos e indios sometidos.

Si el llamado a la concordia a darse de paz no resulta efectivo, Cortés actúa como militar y político, y utilizando los medios legales que justificaban la conquista y el dominio, combate a los naturales, los somete con la guerra, los domina, sin que este dominio implique una diferenciación física ni espiritual.

No lo hace por consideración ninguna sobre su capacidad racional, ni los subestima en su naturaleza por razones raciales ni espirituales. Los somete como pena socio-política, como resultado de la sujeción política y jurídica originada por el hecho de su dominación violenta, por el rechazo que ellos hicieron a su ofrecimiento de incorporación pacífica. Cuando permite la esclavitud y aun hace errar a los indios, lo hace basado en la idea común a su cultura de que el estado servil es resultado inexorable de una sujeción política y jurídica.

La jerarquización política y jurídica existente en la sociedad indígena, cuya importancia comprendió Cortés, le llevó también a no destruirla, sino a mantenerla. Por ello una vez pactada la amistad con diversos grupos no destruye su organización, sino que la mantiene y conserva a sus jefes, los cuales están subordinados por él a la Corona.

Fiel a sus raíces europeas, Cortés estima que es la cultura del Viejo Mundo la que ofrece mayores posibilidades para el desarrollo individual y social, que sus esencias civilizadoras, sus formas institucionales, su ideología humanista y profundamente cristiana, su adelanto científico y tecnológico, su secular experiencia y su capacidad de dominio, deben imperar, privar en la sociedad indígena para transformarla, para incorporarla plenamente al más poderoso imperio de la tierra.

Él primero se mueve por este poderoso ideal eurocentrista y su acción entera está dirigida a este fin. Antes que fray Pedro de Gante y que los misioneros humanistas, cree firmemente que sólo una intensa labor cultural podrá transformar a la sociedad indiana. Todos ellos no desestiman su cultura, sus aportes, su capacidad intelectual ni espiritual, pero sí están convencidos de la superioridad de la cultura europea.

En su lucha por lograr esa transformación encuentran un obstáculo insalvable: la religión. Las ideas y prácticas religiosas de los indios se sobreponen en todas sus actividades, en su vida entera. La religión era el eje en torno del cual giraba la vida total prehispánica, ella constituía la explicación de su idea del cosmos, de la vida, del más allá, del arte.

En todos los sectores de la sociedad ejercía su influencia, bien se tratara de aquellos grupos que aún vivían dentro del círculo de la magia, de las prácticas de hechicería, de las explicaciones primarias y simplistas, como en aquellos que poseían una visión cosmogónica amplia y habían creado una filosofía y una teología superiores y muy elaboradas.

Desde el chamán y el brujo en algunos núcleos marginales hasta la casta sacerdotal superior que poseía sus fuentes, sus escrituras, un ritual y una liturgia complicados, todo ello producto de reflexiones, simbolismos y larga experiencia, la religión normaba la existencia de todos los grupos precortesianos, principalmente del llamado «Pueblo del Sol», del grupo tenochca que se volcaba inexorable sobre los demás.

Aun una necesidad, la alimenticia, la indispensable para subsistir, que buscaba fuentes de energía en todos los recursos naturales a su alcance, alimentos proteínicos que le conservaran vitalidad y fuerza, tuvo que ser encubierta y explicada con una razón religiosa. El canibalismo que se advierte a lo largo del desarrollo de numerosos pueblos como una necesidad, no como crueldad degenerativa, se ligó fuertemente a las explicaciones religiosas y se confundió con ellas.

Fuerza superior, esencia suprema de la cultura, la religión de los aborígenes representó el valladar más fuerte para la transformación cultural de la sociedad indígena. Cuatro siglos de intensa labor evangélica no han sido suficientes para desarraigar ancestrales creencias; prácticas que aunque se confunden con algunos principios del cristianismo, están profundamente impregnadas de idea y formas de la religión indígena. Sincretismos, supersticiones muy diversas saltan a la epidermis de la sociedad mexicana, que posee una esencia religiosa indestructible.

El conquistador, también él profundamente religioso, se mueve en buena parte por un impulso de cruzado. Cortés es el tipo del creyente convencido, del hombre poseedor de inmensa fe religiosa, del ser que aúna a su voluntad férrea y a su ansia inmensa de gloria, un aliento vital superior. Posee la fe de San Agustín y actúa con pasión en sus odios y amores. Peca consciente del mal que hace y se hace, pero sabe comprender sus fallas y arrepentirse de ellas.

No actúa hipócritamente, sino que con sinceridad hace el bien, purga el mal hecho y se esfuerza por no recaer. No alardea de sus vicios y si bien mantiene su condición de putañero como lo calificó Gómara, es recatado. No se muestra rencoroso con sus enemigos, aunque es duro para imponer el respeto que como jefe se le debe.

Llega a sentirse predestinado y protegido por la Providencia y actúa en todo momento en forma abierta contra la idolatría. Desde su llegada a Yucatán se esfuerza por imponer el cristianismo. Derrumba los ídolos y levanta cruces aun a riesgo de violentas represalias. Es ferviente mariano, acata las formas religiosas y a los representantes de Cristo. Solicita su apoyo y consejo, pero es riguroso al disentir como hace en su viaje a las Hibueras, en el cual hace ahorcar a uno de los religiosos que lleva consigo.

Ansía para la tierra conquistada una conversión eficiente, honda y sincera. Estima que entre los naturales hay una predisposición para convertirse, un “gran aparejo” (disposición) para adoptar la santa fe católica y ser cristianos. Que para ello se les debe dotar “de personas religiosas de buena vida y ejemplo que los protejan e instruyan.”

Señala que los indios tenían “en sus tiempos, personas religiosas que entendían en sus ritos y ceremonias, y éstos eran tan recogidos, así en su honestidad como en castidad, que si alguna cosa fuera de esto a alguno se le sentía era punido con pena de muerte.” Por ello solicita de continuo al emperador envíe santos y sabios religiosos, para los cuales “construirá casas y monasterios por las provincias que acá nos pareciere que convienen,” y los cuales se sostendrán con el diezmo que se obtenga.[4]

Esta petición de religiosos de probadas virtudes la reitera de continuo y reflexionando sobre la cristiandad que desea se establezca muy diferente a la existente en España: se opone al envío de obispos y prelados, que “siguen la costumbre que, por nuestros pecados hoy tienen, en disponer de los bienes de la Iglesia y en gastarlos en pompas y otros vicios, en dejar mayorazgos a sus hijos o parientes,” lo cual debe ser evitado en las nuevas tierras, pues los indios no deben ver “las cosas de las Iglesia y servicio de Dios en poder de canónigos u otras dignidades ni saber que aquellos eran ministros de Dios y los viesen usar de los vicios y profanidades que ahora en nuestros tiempos en esos reinos usan, pues sería menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de burla; y sería tan gran daño, que no creo aprovecharía ninguna otra predicación que se les hiciese; y pues que tanto en esto va la principal intención de vuestra majestad es y debe ser que estas gentes se conviertan, y los que acá en su real nombre residimos la debemos seguir y como cristianos tener dellos especial cuidado ...”[5]

Y para concluir, debo añadir que una de las más valiosas cualidades que Cortés encontró en la Nueva España, más que sus tesoros, su ciencia, técnicas y arte, valor y capacidad de sufrimiento y heroicidad, fue la bondad y limpieza del alma indígena, su arraigo e inmenso sentido religioso, su aspiración a una vida espiritual intensa y redentora, su aparejo, como él decía, a convertirse al cristianismo, pero a un cristianismo limpio, auténtico, ajeno a toda corrupción humana, semejante al de los apóstoles.

Por ello trata de evitar que representantes de una Iglesia mundana, apegada a los bienes terrenos, exenta de auténtica caridad y amor apostólico, inficione a la indiana sociedad. Advierte Cortés la dificultad de una organización eclesial sin prelados, pero sugiere al monarca una forma posible que supla las dificultades que se puedan levantar, al decir:

“y porque para hacer órdenes y bendecir iglesias y ornamentos y óleo y crisma y otras cosas, no habiendo obispos sería dificultoso ir a buscar el remedio dellas a otras partes, así mismo Vuestra Majestad debe suplicar a Su Santidad que conceda su poder y sean sus subdelegados en estas partes las dos personas principales de religiosos que a estas partes vinieron, uno de la orden de San Francisco y otro de la Orden de Santo Domingo, los cuales tengan los más largos poderes que Vuestra Majestad pudiere; porque por ser estas tierras tan apartadas de la Iglesia romana y los cristianos que en ella residimos y residieren tan lejos de los remedios de nuestras conciencias, y como humanos, tan sujetos a pecado, hay necesidad que en esto Su Santidad con nosotros se extienda en dar a estas personas muy largos poderes; y los tales poderes sucedan en las personas que siempre residan en estas partes, que sea en el general que fuere en estas tierras o en el provincial de cada una destas órdenes.”[6]

Así, excluidos de toda contaminación espiritual, sin recibir elemento ninguno de la corrupción y decadencia de la Iglesia de la vieja Europa, Cortés pensó integrar una comunidad eclesial auténticamente cristiana. Sabía que los naturales a más de ser capaces de mezclarse biológicamente con los europeos, por poseer igual condición humana, podrían comulgar en la misma fe, aspirar a la misma bienaventuranza, a hermanar también sus almas en la misma creencia. El más alto valor, el de la santidad, lo encuentra Hernán Cortés en el mundo indiano, y consciente de las enormes posibilidades que ello implicaba, piensa en la creación de una nueva Iglesia, una nueva Cristiandad.

El conquistador, quien había sujetado con la sangre derramada y el acero a un pueblo aguerrido y numeroso, va a ser conquistado por el espíritu de los dominados, por el ansia de fe de los sojuzgados, por el inmenso anhelo de una armonía de almas movida por ideales superiores. Si él fue el iniciador de una nueva nación a través de la mezcla de razas diferentes, él también sueña en la unidad espiritual de la nueva nación.

Adelantándose a las aspiraciones de seres extraordinariamente dotados, poseedores de cardinales virtudes y cuya acción diversa en la forma deriva de la misma idea, de idéntico amor visceral y ansia salvadora –el dominico Fray Bartolomé de las Casas, el lego franciscano y enorme educador Fray Pedro de Gante, y el licenciado Vasco de Quiroga– Cortés planea la creación de una nueva Cristiandad.

Así, en uno de los últimos párrafos de su «Quinta Carta de Relación», escrita en septiembre de 1526, al mencionar los esfuerzos hechos “para atraer a los naturales al conocimiento de su Creador y plantar en las vastas tierras nuestra santa fe católica, en tal manera,” afirma “que si estorbo no hay de los que mal sienten destas cosas y su celo no es enderezado a este fin, en muy breve tiempo se puede tener que en estas partes por muy cierto, se levantará una nueva iglesia, donde en más que en todas las del mundo Dios nuestro Señor será servido y honrado.”[7]

De esta suerte esa nueva Iglesia que pregonaba Las Casas, la cristiandad a las derechas a que aspirara el obispo Vasco de Quiroga y la comunión de fieles que aconsejara y tratara de realizar Fray Pedro de Gante, era vislumbrada con inmensa claridad por Hernán Cortés.

Así, quien resistió el arrojo y valor de miles de mexicanos y supo librar sus flechas, tocado por un dardo brotado del espíritu, flecha de transverberación, va a ansiar no sólo la unidad biológica entre las dos razas, sino también la espiritual, la auténtica comunión de los santos, que, como afirmaron los apóstoles, debía ser la Iglesia.


NOTAS

  1. De las “Cartas” de Cortés existen numerosas ediciones. El estudio más completo en torno de ellas y de estudios relativos es el del Medina, 1952- El estudio de Guillermo Feliú Cruz en torno de “Bibliógrafos y bibliografía de Hernán Cortés” es muy importante.
  2. Hernán Cortés, Cartas de relación de la conquista de Méjico (Puebla: Editorial José María Cajica, 1952), p. 64.
  3. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Madrid: Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional de México, 1982), passim.
  4. Hernán Cortés, “Cartas de relación”, 296.
  5. Hernán Cortés, “Cartas de relación”, 297.
  6. Hernán Cortés, “Cartas de relación”.
  7. Hernán Cortés, “Cartas de relación”, 394.

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

  • Cortés, Hernán. Cartas de relación de la conquista de Méjico. Puebla: Editorial José María Cajica (publicaciones de la Universidad de Puebla, Biblioteca Popular), 1952. También la edición de Editorial Cambio 16, Madrid, 1992.
  • Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Edición crítica por Carmelo Sáenz de Santa María. Madrid: Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional de México, 1982.
  • Medina, José Toribio. Ensayo bio-bibliográfico sobre Hernán Cortés. Obra póstuma. Introducción de Guillermo Feliú Cruz. Santiago de Chile: Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, 1952.
  • VV.AA. Itinerario de Hernán Cortés. Canal Isabel II Gestión/ SEP-CONACULTA, Madrid, 2015


ERNESTO DE LA TORRE VILLAR

©Missionalia Hispanica. Año XIII - núm. 121 - 1985