Diferencia entre revisiones de «PERÚ; Religiosidad popular en el siglo XVI»
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CÓRDOBA SALINAS, Fr. Diego de: ''Teatro de la Santa Iglesia Metropolitana de los Reyes'', Lima, 1650. | CÓRDOBA SALINAS, Fr. Diego de: ''Teatro de la Santa Iglesia Metropolitana de los Reyes'', Lima, 1650. | ||
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IRABURU, José María, ''Hechos de los apóstoles de América'', Cuadernos Gratis Date 5 (Perú), Pamplona, 1992 | IRABURU, José María, ''Hechos de los apóstoles de América'', Cuadernos Gratis Date 5 (Perú), Pamplona, 1992 | ||
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Revisión del 05:21 16 nov 2018
Sumario
INTRODUCCIÓN
A la hora de sumergirse en el mar de la religiosidad peruana en la segunda mitad del siglo XVI, correspondiente al reinado de Felipe II, se debe tener en cuenta el documento vaticano Directorio sobre la piedad popular y la liturgia.[1]Su detallado índice temático nos habla de cinco rubros que se podrían aplicar a una presentación temática también en el caso del Perú en los comienzos de la evangelización: Año litúrgico y piedad popular, veneración a la Virgen María, devoción a los santos y beatos, los sufragios por los difuntos y santuarios y peregrinaciones.
En su obra “Tierra encantada” el P. Manuel Marzal S.J.,[2]se refiere a la religiosidad popular con el término « sincretismo»; en metáfora deportiva le lleva a concluir con cinco posibilidades acerca de quién ganó el partido. La primera sería de fusión, y hay un cierto empate; la segunda, de la victoria de las religiones indias, la tercera del triunfo del catolicismo español, la cuarta de la importancia del proceso político sobre el cultural, y la quinta la complejidad y creatividad del resultado, la que mejor explica el fenómeno fruto de un proceso que "entraña una creativa y muy selectiva recombinación de formas y significados simbólicos".[3]
En ella están siempre presentes ocho elementos: el santo, el devoto, la procesión o peregrinación, la promesa, el castigo, el milagro, la bendición y la fiesta; podíamos añadir el sermón o propaganda, y la preparación mediante el triduo o la novena. Todos ellos se manifiestan de modo clarividente en el culto, con cuyo esplendor “se trataba de cautivar superficialmente a los indígenas, como medio, para luego elevarlos a una religiosidad espiritual superior, con el auxilio de métodos más aptos: catequesis, sacramentos, etc.”[4]Se prodigan las procesiones con música y canto que cautivan a los indios por recordarles la tradición de sus haravicus,[5]haillis y yaravíes, y a quienes sorprendían por la novedad de los órganos, chirimías, arpas, flautas, vihuelas, bajones, orlos, trompetas, guitarras, tambores, acompañados de danzas.
El tema de la religiosidad popular en los comienzos de la evangelización en Perú toca muchas variables del inabarcable campo de la religiosidad popular: el mundo religioso peruano que encuentran los evangelizadores, los protagonistas de la misión tanto religiosos, sacerdotes como laicos, la organización política y religiosa en torno al patronato real configurado especialmente con los virreyes y obispos, las asambleas conciliares y sinodales, las crónicas civiles y religiosas de la vida cotidiana, algunas manifestaciones de religiosidad popular y específicamente las procesiones.
LA RELIGIOSIDAD POPULAR LATINOAMERICANA:
La religiosidad popular cotidiana es el resultado de la síntesis de las creencias y las prácticas ordinarias de la sociedad que se plasman en la cultura de un pueblo. Como el Papa Benedicto XVI señalase en la apertura del V CELAM, en Aparecida, el 13 de mayo del 2007 “la sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros les ofrecían”, marcando en primer lugar en el alma de los pueblos latinoamericanos. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos… Todo ello forma el gran mosaico de la religiosidad popular que es el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario purificar.[6]
Benedicto XVI presentó esta religiosidad como “el precioso tesoro de la iglesia católica en América Latina”. Esta manera de expresar la fe está presente de diversas formas en todos los sectores sociales, en una multitud que merece nuestro respeto, porque la piedad “refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer”. La religión del pueblo latinoamericano es expresión de su fe católica. Es un catolicismo popular, profundamente inculturado, que contiene la dimensión más valiosa de la cultura latinoamericana y que se manifiesta en claros perfiles:
- “El amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión, del perdón y de la reconciliación; el Dios que nos ha amado hasta entregarse por nosotros;
- El amor al Señor presente en la Eucaristía, el Dios encarnado, muerto y resucitado para ser Pan de Vida;
- El Dios cercano a los pobres y a los que sufren;
- La profunda devoción a la Santísima Virgen de Guadalupe, de Aparecida o de las diversas advocaciones nacionales y locales. Cuando la Virgen de Guadalupe se apareció al indio San Juan Diego le dijo estas significativas palabras: « ¿No estoy yo aquí que soy tu madre?, ¿no estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿no soy yo la fuente de tu alegría?, ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?».[7]
Esta religiosidad se expresa también en la devoción a los santos con sus fiestas patronales, en el amor al Papa y a los demás Pastores, en el amor a la Iglesia universal como gran familia de Dios que nunca puede ni debe dejar solos o en la miseria a sus propios hijos. Todo ello forma el gran mosaico de la religiosidad popular que es el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también purificar”.[8]
EL MUNDO RELIGIOSO DEL TAHUANTINSUYO:
La religiosidad popular católica no brota de fuentes desconocidas; uno de los surtidores lo proporciona la religiosidad precristiana andina. Para adentrarnos en la religiosidad popular es indispensable conocer las originales creencias andinas y amazónicas del territorio peruano sembrado por la fe cristiana. El mundo religioso antes de llegar los españoles y primeros cristianos era múltiple y con jerarquías nada claras, variables entre sí de región a región.
El antiguo imperio de los incas representaba una realidad geográfica amplísima, el Tahuantinsuyo, mucho más allá del Perú actual, hasta los ríos Ancasmayo (Colombia) al norte y Maule (Chile) al sur, unos 3.000.000 km2 y una población de 9.000.000 de habitantes. Esta unidad geopolítica estaba formada por un mosaico de etnias (contenido al norte por los Chibchas y al sur por los araucanos) y culturas que, aunque se vieron sometidas por el control incaico, mantuvieron vivas sus propias tradiciones. Sobre dos pilares fundamentales se basa el Incario: el religioso y el estatal. La base del primero lo constituía el «ayllu» o grupo con sus divinidades propias o totems, sobre los que los incas imponen los suyos. Sobre este politeísmo animista prevalecía en la Sierra el culto a Viracocha y en la Costa a Pachacamac.
Los incas aceptaron este dualismo convergente y, considerándose hijos del sol, sobrepusieron a ambos el culto del sol (Apu Inti o Punchao). En otro nivel inferior se daba culto al rayo (Illapa), a la luna (Quilla), a las siete cabrillas (Orcoy y Choque Chinchay), al mar (Mamacocha), a la tierra (Pachamama), a las piedras (Pururaucas), a los dobles o momias del Inca (Huanques), a los cerros (Apus) y a las Huacas, adoratorios diversos de cosas insólitas. Hubo dioses de culto restringido como Tunupa entre los aimaras, Pariacaca entre los yauyos, Atagujo en Huamachucho, Huari en los nevados centrales, Rímac en Lima.[9]
En la conciencia popular, la cosmovisión del indio se nutría esencialmente del animismo de la naturaleza y adoraba fuentes, ríos, cerros y toda realidad extraordinaria en «huacas». Elemento esencial es la «huaca»: adoratorio, objeto sagrado, sobre todo en el pueblo; hay que añadir además los seres sagrados como las conopas o madres de los alimentos, y las pacarinas o lugares de donde saldrían los hombres; los apus o espíritus de los cerros; los malquis, antepasados momificados, adorados. El culto era atendido por el Inca y los curacas; rituales con diversos elementos como la chicha, la cumbi (ropa fina), la hoja de coca y el mullu (spondilus).
Como se ve, se adoraba a diversas wakas o huacas, tanto como cuerpos celestes –sol o inti en el Cuzco, luna o quilla, rayo o illapu o libiac en el sur o norte, las estrellas, los luceros, las constelaciones-; o como fenómenos orográficos -las montañas, lagos, puquios, el océano-, muchos de ellos considerados además pakarinas o lugares de origen de sus etnias. También rendían homenaje y culto a héroes diversos como Equequ o Taparaku en el mundo aimara, Cachi, en el área cuzqueña, Cuniraya en Huarochirí, Huari en el callejón de Huaylas, o Guamansuri en las sierras de La Libertad, que nos llegan de manera fragmentaria, a través de algunos relatos míticos recogidos posteriormente como el de Wiracocha, inka o héroe, que como otros, existían en el imaginario de los pobladores surandinos.
Este Wiracocha o dios creador, el Pachayachachiq, término usado por los evangelizadores para designar su carácter en términos andinos, según las investigaciones de Pierre Duviols y César Itier.[10]El agregado Contiti o Conditi Wiracocha no sería sino el uso del término latino Conditor, muy usado por la patrística y los himnos cristianos para designar al Dios Creador (Conditor Deus). La idea de que los indígenas ya creían sin saberlo en el Dios Único y Creador, podría provenir tanto de las necesidades pastorales como de la creencia de los Santos Padres en que los pueblos con cierto grado cultural, debían haber alcanzado el conocimiento sobre la existencia de un Ser Supremo, distinto a los dioses por ellos idolatrados.
Tal es el parecer de cronistas como Polo de Ondegardo (1561), el sacerdote Molina el Cuzqueño (1575), el mercedario Martín de Mura (1590), o los indios cristianos como Santa Cruz Pachacuti Yamqui o Guamán Poma de Ayala. Además había también un fuerte ingrediente de humanismo cristiano allí, pues al haber llegado con este razonamiento de la existencia de un Dios Único, habían recorrido la primera parte del esfuerzo evangelizador. Recordemos para esto la importancia de los dominicos, y los cronistas seguidores de Las Casas, como Betanzos o Cieza de León.
Así asentado por la catequética el Dios Creador y Único y Trinitario, será más fácil luego ordenar el diverso panteón andino pre-hispánico. Cieza dirá en su crónica que a Wiracocha (1551) “en la provincia del Collao le llaman Tuapaca y en otros lugares Harnavan”, mostrando con ello ya el interés evangelizador por asimilar la existencia de otros héroes culturales de regiones distintas al surandino al trabajo que se efectuaba con el relato de Wiracocha. El P. José de Acosta (1590) dirá que a este Supremo Señor y Hacedor de Todo le llaman Wiracocha, pero también en otros lugares Pachacamac o Usapu. Mientras Santa Cruz Pachacuti (1613) asimilará el Tuapaca o Taparaku, héroe cultural aimara a Wiracocha, fusionándolo: Dios Creador se le llama Tonapa Viracochampa Cachan. En el siglo XVII, el doctrinero y extirpador de idolatrías, Francisco de Ávila, recogerá de la tradición oral la existencia del héroe Cuniraya-Viracocha, como en la actual región de Ancash se hablaría de un Huari-Viracocha en los testimonios recogidos a indígenas del siglo XVII.
Luego o al mismo tiempo, se iría afirmando la presencia de la Virgen y la devoción a los santos, siempre evitando las posibles tergiversaciones doctrinales. Por ejemplo, cuando los agustinos llegaron a Huamachuco en 1551 y recogieron las tradiciones existentes, recogieron versiones a todas luces del trabajo pastoral existente anteriormente en la zona. Uno hablaba de Ataguju, “creador de todas las cosas” que tenía otros dos “y que tos estos tres tenían una voluntad y un parecer”, en una perfecta asunción del dogma trinitario.
Claro que no todos estaban de acuerdo con estas formas de evangelización. Hay distintos testimonios sobre los escasos logros de la evangelización, como Pedro de Quiroga, un sacerdote sevillano que, de regreso a su tierra, escribe un libro,[11]donde afirma que los indios estaban bautizados, pero no evangelizados, o el jesuita mestizo Blas Valera,[12]quien sostuvo que la evangelización sólo se realizó a fines del siglo XVI, particularmente con la llegada de su orden. Ciertamente que hay distintos modos de actuar, como diferentes son los carismas y métodos.
En ese sentido, vale la pena recordar de nuevo al agustino Ramos Gavilán en Copacabana, hablando de que al apóstol Santo Tomás en el mundo aimara, los indígenas lo quisieron convertir en el demonio (Taparaku), pero era Tunupa, el santo varón, en una división de bien y mal, y lucha contra la idolatría, que lo tienen también presentes los agustinos de Huamachuco, que aseveraban que los relatos que recogían eran obra del demonio.
Con la decadencia del imperio incaico, la religión, que se identificaba con el mismo Estado y que estaba vinculada con la magia y la idolatría, deriva hacia un culto demoníaco donde los augurios, maleficios y sortilegios, inculcan al indio una mentalidad fatalista; se puede hablar que eran religiones muertas o en ruinas, aun antes de que llegasen los europeos. Pese al alto grado de desarrollo técnico agropecuario, los diversos pueblos pretendían continuamente su independencia y florecían los levantamientos y las sublevaciones por todos sus rincones. Si no prosperaban era debido al poder centralista y autocrático que velaba por regular las relaciones interétnicas de unos grupos con otros, cortando así todo tipo de alianzas.
Ahora, había surgido una crisis social como consecuencia del desarrollo de las élites regionales frente a la prepotencia de la incaica. La espoleta la marcará la muerte de Huayna Cápac, a finales de 1529, que enfrentará en lucha a sus sucesores Huáscar y Atahualpa. De todas maneras el proceso evangelizador avanzaba, a nivel de la introducción de los dogmas fundamentales, y aunque era difícil todavía hablar de cristianos plenos, el esfuerzo recibirá un sincero empuje en la siguiente etapa.[13]
CONTEXTO POLÍTICO-SOCIAL Y EL UNIVERSO MENTAL DE LA POBLACIÓN.
Hacia 1524, los españoles iniciaban la exploración del territorio, para comenzar la conquista en 1532. Su mundo intelectual, sus creencias, su práctica religiosa, tanto la de los laicos como la de los religiosos se fusionará con la del mundo indígena. Nos interesa conocer al menos algunas líneas generales del aporte occidental, conquistadores, religiosos.
Enseguida, Pizarro y Almagro se dan cuenta de la crisis que deciden aprovechar. Pasan por Puná, Túmbez y fundan el primer poblado en San Miguel de Tangarara como puente entre Quito y la costa, dando legitimidad a la nueva gobernación española en las Indias con el nombre de Nueva Castilla. De aquí pasan a Cajamarca donde capturan al Inca; Pizarro nombra inca a su hermano Manco Segundo; pasa a Cuzco, luego se fundarán Lima y Trujillo en 1535.
El nombrado inca se sublevará poniendo en peligro la seguridad de los españoles. Almagro inicia la conquista de Chile que continúa Valdivia. Se desarrolla un doloroso período de guerras civiles entre españoles, cuyos lances más expresivos serán la Batalla de las Salinas (1538, nacimiento de Toribio) en la que es ejecutado Almagro, el asesinato de Francisco Pizarro en 1541, la Guerra de Chupas controlada por el nuevo gobernador, el leonés Vaca de Castro, y que termina con las muertes de Almagro el Mozo, Batalla de Añaquito de la que sale vencedor Gonzalo Pizarro en 1546, y del primer virrey Núñez de Vela (Batalla de Jaquijaguana) en la que se instaura la frágil paz en 1548 por don Pedro Lagasca. Le sigue una floreciente etapa de exploraciones y fundaciones.
Como subraya José María Irabururu, aquellos soldados, gente sencilla y ruda, brutales a veces ya sea por crueldad o sea por miedo, pero eran sinceramente cristianos. En ocasiones, simples soldados eran testigos explícitos del Evangelio, como aquel Alonso de Molina, uno de los «Trece de la Fama», que estando en el Perú se quedó en Túmbez cuando pasaron por allí con Pizarro. De este Molina nos cuenta el soldado Diego de Trujillo, en su «Relación», una conmovedora anécdota: Va Trujillo, acompañando a Pizarro en la isla de Puna, al pueblecito El Estero, y cuenta:
“Hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y una campanilla colgada: túvose por milagro [pues no tenían idea de que hasta allí hubiera llegado cristiano alguno]. Y luego salieron de la casa más de treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina... Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina y el otro Ginés, a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto, porque miró a una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Túmbez, y un mes antes que nosotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando; sintiéronlo mucho los de la Puna su muerte”.[14]En poco tiempo, el soldado Molina, abandonado y solo, ya había hecho en aquella isla su iglesia, con cruz y campana, y había organizado una catequesis de treinta muchachos.[15]
Lo mismo podríamos decir de los encomenderos que tenían como misión más importante “la de encargarse de velar por la evangelización de sus indígenas, ya que precisamente la tarea misional estaba en las bases de la justificación española de América”.[16]Así lo avala la abundante legislación que llegó en virreyes como Toledo, a presionar a los encomenderos para que sostuviesen económicamente a los sacerdotes en su labor evangelizadora, sin exigir ningún tributo adicional a los indios en el caso que en algún repartimiento la doctrina lo necesitase para pagar la tasa debida.
El estudio de los testamentos dejados por los encomenderos, manifiesta en qué medida estaba viva en ellos la conciencia de sus responsabilidades cristianas hacia los indios. Francisco de Chaves, por ejemplo, español de Trujillo, que fue regidor de Arequipa, donde murió en 1568, funda una misa en su testamento «por los indios cristianos naturales de los reinos del Perú a los que yo soy en cargo, vivos y difuntos; quiero el Señor sea servido de los perdonar, a los vivos alumbre el entendimiento y los atraiga al verdadero conocimiento de la santa fe católica».
Hernán Rodríguez, cordobés de Belalcázar, que tuvo una encomienda en Popayán, reconociendo que estaba obligado a instruir a los indios «en las cosas de nuestra santa fe católica y no lo hizo», encarga en el testamento al obispo que restituya tomando de sus bienes, «para que mi ánima no pene por ello». Otro cordobés, Juan de Baena, en su testamento de 1570 manda celebrar diez misas del Espíritu Santo para que «se infunda y arraigue su santísima fe en los naturales de esta gobernación [de Venezuela] convertidos».
La frecuencia de estas mandas en los testamentos permite deducir que había en los encomenderos una conciencia generalizada, mejor o peor cumplida, del deber de procurar la formación cristiana de los indios. Uno de los «Trece de la fama», Nicolás de Ribera el Viejo, en 1556 funda un hospital para indios en Ica, Perú, pues aunque ha obrado de buena fe haciendo guerra justa a los indios y teniéndolos en encomienda, quiere reparar lo que pesa en su conciencia por haberlos maltratado alguna vez, o por haberles exigido más tributos de los que «sin mucho trabajo ni fatiga de sus personas me podían y debían tributar... o por no les haber dado tan bastante y cumplida doctrina como debía»
Un caso relatado por Cieza de León nos ilustra el estilo de aquel apostolado indio inicial. Este soldado y cronista extremeño quedó tan impresionado cuando supo de ello, que al sacerdote que se lo contó le rogó que se lo pusiera por escrito. Después, en su «Crónica del Perú», transcribió la nota tal como la guardaba:
“Marcos Otazo, clérigo, vecino de Valladolid, estando en el pueblo de Lampaz adoctrinando indios a nuestra santa fe cristiana, año de 1547..vino a mí un muchacho mío que en la iglesia dormía, muy espantado, rogando me levantase y fuese a bautizar a un cacique que en la iglesia estaba hincado de rodillas ante las imágenes, muy temeroso y espantado; el cual estando la noche pasada, que fue miércoles de Tinieblas, metido en una guaca, que es donde ellos adoran [el ídolo], decía haber visto un hombre vestido de blanco, el cual le dijo que qué hacía allí con aquella estatua de piedra. Que se fuese luego, y viniese para mí a se volver cristiano». Don Marcos se lo tomó con calma, y no fue al momento. «Y cuando fue de día yo me levanté y recé mis Horas, y no creyendo que era así, me llegué a la iglesia para decir misa, y lo hallé de la misma manera, hincado de rodillas [la infinita capacidad india para esperar humildemente, como Juan Diego, el vidente de Guadalupe, en el obispado esperando al obispo electo Zumárraga]. Y como me vio se echó a mis pies, rogándome mucho le volviese cristiano, a lo cual le respondí que sí haría, y dije misa, la cual oyeron algunos cristianos que allí estaban; y dicha, le bauticé, y salió con mucha alegría, dando voces, diciendo que él ya era cristiano, y no malo, como los indios; y sin decir nada a persona ninguna, fue adonde tenía su casa y la quemó, y sus mujeres y ganados repartió por sus hermanos y parientes, y se vino a la iglesia, donde estuvo siempre predicando a los indios lo que les convenía para su salvación, amonestándoles se apartasen de sus pecados y vicios; lo cual hacía con gran hervor, como aquel que está alumbrado por el Espíritu Santo, y a la continua estaba en la iglesia o junto a una cruz. Muchos indios se volvieron cristianos por las persuasiones deste nuevo convertido”.[17]
LA JUNTA MAGNA DE 1568 Y EL VIRREY TOLEDO
Difícilmente se entiende la compleja y múltiple gama de la vida socio-religiosa peruana sin valorar el papel representado por la Corona Española como suprema rectora de su organización, a través del Real Patronato o Vicariato Regio. A través del organismo del Consejo de Indias o de funcionarios indianos interviene en todos los aspectos y protagonistas de la vida eclesiástica, excepto los sacerdotales: selección y envío de misioneros, distribución, alimentación, construcción de iglesias.
Tras la conquista sigue un período sangriento centrado en la aplicación de las Leyes Nuevas y las guerras civiles. Tal inestabilidad asestó un duro golpe a la evangelización. La era de paz inaugurada por Lagasca, dio comienzo a una etapa ordenadora protagonizada por la prudente labor de los virreyes. Tras el malogrado Blasco Núñez de Vela, sólo uno de los virreyes –el veterano Antonio de Mendoza- corresponde al reinado de Carlos I (V como emperador del Sacro Romano Imperio); el resto de los mencionados gobiernan en el periodo de Felipe II.
Repasemos brevemente los virreyes peruanos en tiempos de Felipe II. El primero Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete (1556-61), se caracterizó por su política de fundación de ciudades, la mejora de las comunicaciones, la creación del Gran Hospital de Lima, la Casa de recogimiento de mujeres y mestizos; potencia el desarrollo minero y acomete una política indigenista admitiendo los alcaldes de indios y potenciando los tambos (almacenes de víveres y paradores). Los 4 años de gestión de Diego López de Zúñiga, conde de Nieva 1561-1564) terminan en el juicio de residencia negativa en el que descubren desfalcos e irregularidades. Lope García de Castro (1564-1569) es enviado como juez residente y gobernador suplente con el fin de sanear la Hacienda.
Llega por fin don Francisco de Toledo (1569-1581) que fue decisivo en el nuevo mundo que se va a organizar en el Perú. El 12 de julio de 1564, el Rey Felipe II había recibido el Concilio de Trento como ley de Estado, y ordenó el cumplimiento de sus decretos en todos sus dominios. Entre las medidas reformistas figuraba la convocatoria y celebración de concilios provinciales, justamente para poner en vigor las disposiciones. Así tuvo lugar en Lima, en 1567.
Uno de los asuntos más discutidos fue el del asiento y perpetuidad de las encomiendas. De hecho, los peruleros habían ofrecido a la Corona hasta nueve millones de pesos a cambio de que hicieran perpetuos el repartimiento y el vasallaje de los indios y sus tierras. Las disposiciones en materia religiosa se materializan en las «Instrucciones» tituladas «Doctrina y gobierno eclesiástico en 28 de diciembre de 1568», que el Monarca entregó al Virrey tres meses antes de que zarpara para el Perú.
Cuando comenzó a reinar Felipe II, medio siglo después del Descubrimiento, había en Indias 3 arzobispados y 21 obispados organizados en cabildos y parroquias. Con el Papa San Pío V, el 21 de abril de 1568 se comunicó al Nuncio en Madrid, Castagna, el deseo de enviar un nuncio a América y la constitución de una Congregación permanente para la conversión de los indios. Se necesitaba un virrey de primera magnitud que aplicase Trento en el marco de la nada sencilla organización indiana.
El elegido –Toledo- estará en la Junta bien consciente de su decisiva misión de organizador del virreinato peruano, conforme la nueva política de Felipe II. Enriquecido por las decisivas y programáticas conclusiones de la Junta Magna reunida durante cinco meses -desde el 27 de julio de 1568- y las Instrucciones recibidas de Felipe II, luchará decididamente en aplicarlas y reorganizar el virreinato por completo, en lo político administrativo, económico, social y religioso.
Las «Instrucciones» se articulan en tres partes: la primera (1-11), que trata de la organización general netamente centralista, con la propuesta de un patriarca de Indias en Madrid- de las iglesias, diócesis, provisión de obispados, facultades de los obispos, visitas pastorales, celebración de concilios provinciales, erección y provisión de parroquias, presentación real, jurisdicción de los párrocos; la segunda (12-24), versa directamente sobre la evangelización y sus protagonistas (religiosos y agentes de pastoral), ordenando la reducción de los indios para formar poblaciones con vida política, y poner en cada poblado un doctrinero; la tercera (25-36), regula el problema económico de los diezmos.
Para lograr formar los nuevos pueblos se ordena que no se reconozcan a los caciques derechos si no viven en poblados, que se entreguen a los indios que se reduzcan a la comunidad, pastores y sementeras así como ayuda en las artes y oficios; que se favorezcan y apoyen las fiestas y honestas diversiones en los pueblos y que se prohíban en despoblados, dificultando los continuos cambios y lugar y población a lo que estaban acostumbrados los indios. El trato recomendado para con los indios es fuertemente paternal; así en el número 24 se manda al virrey que impida “el mucho trabajo y vejación de los indios”, que a veces les hacían los mismos religiosos al construir sus iglesias con exceso y desorden, “labrándolas con más magnificencia y suntuosidad de lo que convenía según el sitio y lugar donde se hacen”.
En la Cédula Real nº 2 que se añade al despacho secreto, se deja “al buen juicio del virrey” el hecho de visitar o no personalmente el territorio debido a la “mucha carga y daño” que puede causar a los indios por donde pasase. Se fija en la misión de los religiosos; se advierte que no entrometan asuntos políticos y de gobierno; se ordena que se sujeten a los obispos tal como se dispone para la Iglesia universal. El Rey haría en Roma las gestiones para obtener todos los permisos de sus superiores generales y el virrey por su parte, haría todo lo posible para que no se perjudicara el bien de las almas, sin esperar a que llegaran de Roma los documentos o bulas.
Aunque se le advierte de que debe enfrentar la oposición de los religiosos ante la implantación de los diezmos, se les reconoce “que han sido de gran efecto para la conversión, instrucción y doctrina de los indios, y que su ministerio es muy necesario-, es nuestra voluntad que sean favorecidos y se les dé en cuanto para su ministerio y adoperación y conversión de los indios en la doctrina sea necesario, todo favor y ayuda y se les haga muy buen tratamiento y acogida; y vos tendréis de ello particular cuidado guardando ellos asimismo de su parte lo que deben y de nuevo se les ordena”.[18]
El número 13 limita las órdenes a los dominicos, franciscanos, agustinos y mercedarios y jesuitas. El resto de números regulan lo necesario para el estudio, la construcción de monasterios y normas para que los religiosos se dedicaran a la predicación, “por lo mucho que importa que en aquellas provincias haya número de religiosos bastante y que aquellos sean de ejemplo y vida y suficiencia que se requiere para tan santo ministerio y tan importante como allí han de hacer, lo cual depende de la selección y nombramiento que acá se hace de los frailes que allá han de ir y se envían”.[19]
En cuanto al envío, se ordenará que cada Orden tenga un procurador general con el fin de enviar a los religiosos necesarios de su orden. Se prescribe que en Lima hubiese un monasterio numeroso y bien montado como seminario, lugar de formación y plataforma de misioneros, donde se recogerían los llegados de España y antes de ir a los puestos misionales se instruyesen acerca de la lengua y necesidades de los indios: “de allí se pudiesen proveer y enviar a las otras partes donde han de estar con menos compañía y que tuviesen más noticias de la condición y natura de los indios y más instrucción de lo que habían de hacer”. Se les permite tener rentas. Además se insiste no se apropiasen de oro ni riquezas.
Acerca de los pequeños monasterios diseminados por los distritos se instaba a que aumentase el número de religiosos, enviándolos de España y fundasen en los parajes estériles y menos cómodos, pues “resulta haber gran falta de doctrina e instrucción y conversión de los indios” (n.16) El n.19 habla de que los religiosos tengan parroquias y cura de almas, para que se pueda llegar en la instrucción a más gente y ahondar más en la fe de los indios convertidos, quedando sujetos en esa jurisdicción a los obispos como los demás sacerdotes. Como medio formativo se destaca la creación de escuelas, colegios, seminarios, universidades.
El virrey Toledo, caballero de Alcántara, y participante en la «Junta de 1568» en la que Felipe II reorganiza políticamente las Indias y la actuación del Patronato regio, llega al Perú cuando ya la autoridad de la Corona se había afirmado sobre levantamientos y banderías. Cuatro años de visita le dieron un cabal conocimiento del virreinato, y él fue sin duda quien dio al Perú y el sur de América su organización política, social y económica. Pero también su gobierno tuvo gran influjo en lo religioso, pues promovió con gran celo la reducción de los indios a poblados, y por tanto la erección de doctrinas; e impulsó desde el Patronato real, de acuerdo con el arzobispo Loaysa, la celebración de asambleas eclesiásticas. Por último, hizo cuanto pudo para facilitar la celebración del Concilio III de Lima, y para ello esperó «con muchos apuntamientos» al nuevo arzobispo, pero hubo de partir de Lima días antes de la llegada de Santo Toribio.
Le sucede otro gran virrey: Martín Enríquez de Almansa (1581-83), quien crea el primer Colegio Mayor con los Jesuitas, donde se forman las personalidades más relevantes de Perú; colabora con Santo Toribio de Mogrovejo en la promoción del indio; fija el servicio del Correo y Transportes, evitando el abuso de los indios. Mostró también un gran celo misional, y con su gobierno conciliador calmó los ánimos de aquellos que se habían sentido turbados por la impetuosidad de Toledo. Fernando de Torres y Portugal, Conde de Villar Don Pardo (1585-89) pretende aumentar los recursos por la reforma fiscal y el desarrollo minero; refuerza la flota de barcos para defenderse de los ataques piráticos.
García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, (1589-96) visita el territorio, ayuda a Chile, acomete la reforma fiscal con nuevos medios de tributación, como la composición de tierras (legitimación de tierras mediante pago de una tasa al tesoro). Mantendrá a lo largo de su vida una actitud hostil y de recelo hacia el santo arzobispo. Luis de Velasco, marqués de Salinas, (1596-1604), hace frente a las incursiones de piratas, promulga 44 leyes sobre la actividad de los corregidores de indios, una cédula para reprimir los abusos de los servicios personales de los naturales y mejorar el trabajo de los indios mitayos, aprueba la Universidad de San Marcos de Lima.
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JOSÉ ANTONIO BENITO RODRÍGUEZ