SEMINARIOS CONCILIARES HISPANOAMERICANOS

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Siguiendo la tradición de la Iglesia: el Concilio de Trento y los Seminarios

Desde el principio, el mismo Hijo de Dios tomó a su cargo la instrucción y formación de sus apóstoles, a quienes les transmitió sus divinas enseñanzas. Los apóstoles, a su vez, reunieron en torno suyo a los discípulos con más condiciones para instruirlos y formarlos, tarea en la que continuarían los obispos y los sacerdotes más ancianos y más sabios. Tan temprano como en el siglo II, aparecen las primeras escuelas catequísticas, donde se formaban los que iban a ser sacerdotes.

En el siglo IV se introdujo que los aspirantes al sacerdocio se congregasen en casas de los obispos y párrocos rurales para, viviendo en común, recibir una sólida formación. Se puede decir que los primeros seminarios fueron fundados por muy conocidos Padres de la Iglesia: San Agustín (s. IV-V), San Isidoro de Sevilla (s. VI-VII) y Eusebio de Vercelli (s. III-IV).

A lo largo de la historia de la Iglesia los Concilios se ocuparon de los mismos, dictando disposiciones para su buen gobierno con escuelas en las catedrales, razón de los Maestrescuela, miembros de los cabildos eclesiásticos. Debemos recordar que, como las universidades estuvieron originalmente vinculadas a la Iglesia, la de Bolonia, París y Salamanca, después darán cabida a los jóvenes clérigos para instruirse en el Derecho y la Teología, así como en otras disciplinas.

Esta circunstancia trajo la decadencia de las escuelas catedralicias. Este sistema, dentro del que los jóvenes aspirantes al sacerdocio hacían una vida más mundana, la que en muchos casos los desviaba de su vocación primigenia, ya que los educandos no estaban directamente sujetos a la vigilancia de sus obispos, hizo pensar que se debían restablecer las escuelas catedralicias, poniéndolas de acuerdo a los avances culturales de aquel tiempo.

Esfuerzos se hicieron en tal dirección, pero las perturbaciones sufridas por la Iglesia de Roma debidas a la reforma protestante, la obligó a hacer un extraordinario esfuerzo para poder obtener sacerdotes que por su formación religiosa, tanto en lo ético como en lo intelectual, estuvieran a la altura para responder a las nuevas exigencias que planteaba una nueva realidad.

Los siglos XV y XVI fueron testigos de grandes cambios. La aparición de la imprenta en Europa, a la que seguiría el Renacimiento, produjo una honda revolución en el mundo de la cultura europea. Los descubrimientos geográficos de portugueses y españoles dieron a los occidentales un dominio sobre tierras que les eran poco conocidas, gracias a su desarrollo tecnológico, especialmente en cuanto concierne a buques y su armamento.

El señorío de las rutas marítimas al Lejano Oriente y la posesión de América, impulsó la riqueza de los europeos en forma antes desconocida. Todos esos cambios, que marcan el inicio de la hegemonía universal europea, en conjunto fueron positivos para los cristianos occidentales, pero algunos de ellos habrían de producir serios desgarramientos, entre los que no será el menor la escisión de la Cristiandad, que solo en parte quedó fiel a Roma. Esta separación acarreó otros problemas que desolaron a Europa por siglos. La Iglesia de Roma tuvo que tomar medidas correctivas que le permitieron sobrellevar con éxito su renovación, de la que salió fortalecida y rejuvenecida.

El Concilio de Trento, especialmente convocado para tratar de resolver la situación planteada inicialmente por Martín Lutero, al que se unirían otros movimientos heterodoxos, dictó las líneas maestras para la conducción de la Iglesia Católica. Ya antes de ese Concilio tres españoles: San Juan de Ávila, fundador de los primeros seminarios en España y forjador de sacerdotes,[1]San Ignacio de Loyola (1491-1556), fundador de la Compañía de Jesús, y Santo Tomás de Villanueva,[2]dentro de la Orden Agustina, habían hecho importantes y valiosas reformas educativas que dieron óptimos frutos en la formación de nuevos sacerdotes.

Las experiencias pedagógicas de San Juan de Ávila, que manda al Concilio de Trento a través de algunos obispos por él formados ya como sacerdotes, unos memoriales, que estarán en la base de las decisiones conciliares sobre la formación sacerdotal y los seminarios.

Lo mismo debe decirse de los escritos de San Ignacio y de Santo Tomás que servirían también de base a los padres del Concilio Tridentino para normar la creación y vida de los seminarios, en los que se forjarían los nuevos sacerdotes, tanto los regulares, cuya educación se hacía dentro de sus órdenes respectivas, cuanto a los clérigos seculares, cuya preparación se encomendaba a los seminarios, directamente dependientes de los obispos y para los que se establecieron normas muy precisas. Por eso es que los nuevos seminarios se llamaron seminarios «conciliares».

Los padres que participaron en el Concilio de Trento tomaron decisiones trascendentales sobre el dogma, y entre sus acuerdos, nos dice Juan Bautista Weiss: “Son de importancia para la vida de la Iglesia... la creación de los «seminarios clericales», de la celebración de Concilios provinciales ...”. El mismo Weiss nos dice que el Papa, informado de la conclusión del Concilio, al expresar su alegría por las importantes decisiones del mismo, recalcó: “... pues por el prestigio del Concilio de Trento, ha sido restablecida la disciplina que estaba decaída sobre toda medida; pero sobre todo se ha prescrito a los eclesiásticos un nuevo orden de vida...”.[3]

Europa y la Iglesia tras el Descubrimiento de América

El descubrimiento de América conmovió a los europeos; por eso, uno de los primeros cronistas de tal acontecimiento, Francisco López de Gómara (1510-1560), pudo escribir: “La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte de quien lo creó, es el descubrimiento de Indias, y así las llaman Nuevo Mundo”.[4]

En la época del Descubrimiento, no eran los europeos hombres del Medioevo, sino que sus mentes estaban poseídas por las inquietudes del Renacimiento. Habían tenido, especialmente los hispanos, una larga experiencia de confrontación de culturas, esto es la cristiana con la del Islam, incorporando muchos elementos de su avance cultural y tecnológico. A esto se sumaban sus descubrimientos geográficos y su nuevo dominio de las rutas marítimas, lo que les habían dado un sentimiento de superioridad.

Por eso no es de extrañar que un humanista español, Hernán Pérez de Oliva,[5]expresase en 1528 con claridad y resumidamente, que Colón había unido el mundo y que a esas extrañas tierras había que darles las formas europeas. Y en eso Pérez de Oliva no se equivocó, pues en ningún otro continente los europeos pudieron estampar su impronta como lo lograron en América, la que, guste o no, cristianizaron y occidentalizaron, como no lo pudieron lograr ni en Asia ni en África.

Nadie mejor, a nuestro juicio, ha descrito mejor los viajes de Colón que Samuel Eliot Morison,[6]y dice que el primero fue “Inusitadamente bien organizado para descubrir y explorar”, pero en la flota no iban ni soldados ni sacerdotes. Cumplida su tarea, cuando se preparó la segunda: “Ninguna nación europea había equipado nunca una expedición colonizadora ultramarina ni algo aproximado siquiera, en tal escala”.

Las instrucciones de los Reyes al Almirante están fechadas en Barcelona el 29 de mayo de 1493. El primero y declarado objetivo de este viaje fue lograr la conversión de los nativos, para cuyo propósito fueron enviados en la flota los primeros evangelizadores. Colón debía velar por que los indios fueran tratados “muy bien e amorosamente”. El segundo objetivo era el de establecer una colonia comercial de la Corona.

Ese alto fin religioso fue una constante en la empresa americana de los reyes españoles. Que hubiese fallas y desnaturalizaciones es evidente, pero la voluntad real fue clara. Sólo ese criterio superior puede justificar la que con propiedad llamó Lewis Hanke “La lucha por la justicia en la conquista de América”,[7]que evidentemente es uno de los debates más ennoblecedores de la Historia. Allí se les recordaron a los reyes sus tremendas responsabilidades en una obra que tenía fines más altos que el enriquecimiento de las cajas reales y de los individuos que, a riesgo de sus vidas, participaron en la empresa conquistadora y colonizadora.

La colonización Europea, el papado y el descubrimiento de América

Desde antes de la era Cristiana existían remotas vinculaciones entre los europeos y los países de Asia y África. Desde luego no nos referimos a los del llamado «Cercano Oriente» ni a los del África del Norte, pues perteneciendo a la cuenca del Mar Mediterráneo dominado por el Imperio Romano, estaban íntimamente vinculadas. Las Cruzadas también contribuyeron al conocimiento cultural y comercial.

San Francisco de Asís envía a sus frailes a misionar en el norte del África islámica mediterránea y en el Medio Oriente asiático, también mediterráneo (siglo XIII). De estos africanos y asiáticos del Mediterráneo dependían los vínculos de los europeos con los remotos países.

Pero quienes con interés científico y sistemático inician sus exploraciones y van formulando sus relatos e inician la cartografía moderna, son comerciantes y marineros de las repúblicas italianas entre las que se cuentan Amalfi, Génova, Pisa, Ancona, Gaeta, Noli, la república dálmata de Ragusa y Venecia; las distintas ciudades de la antigua Magna Grecia, en Italia, y de Sicilia y Cerdeña; a ellas hay que sumar en la península ibérica donde destacan los aragoneses y comerciantes catalanes bajo la Corona de Aragón, a los que hay que añadir otros centros mediterráneos.[8]

La Europa del Norte, donde se había avanzado en la construcción de buques de alta mar, estaba desgarrada por las guerras. Italia muy lejos de su unificación, pero en la Península Ibérica la situación era otra: Portugal se había consolidado y España marchaba a su unidad; estos reinos ibéricos tomarían el liderazgo en el siglo XV, apoyándose en quienes los habían antecedido en las exploraciones geográficas, que fueron más terrestres que marítimas.

A comienzos del XV, españoles y portugueses son dueños de Gibraltar y Ceuta, así las Columnas de Hércules fueron ibéricas. Los portugueses, bajo la dirección del Infante Don Enrique, a quien la historia llama «El Navegante», establecen un verdadero centro náutico en Sagres y desde allí, donde se reúnen genoveses, venecianos y, también, árabes, en forma sistemática se inicia la exploración del África Occidental, junto con los ensayos buscando mejores buques, instrumentos de navegación y recolección de la información pertinente.

Otros europeos, especialmente portugueses, iniciarían la exploración de las costas orientales del África. En 1487 el portugués Bartolomé Díaz circunnavegó el Cabo de las Tormentas o Buena Esperanza. El camino europeo al Océano Indico estaba abierto.

Cristóbal Colón, hijo de su época y muy probablemente de Génova, era a quien la Providencia había encargado el descubrimiento de un Nuevo Mundo: América. Acudió al principio a la corte portuguesa buscando apoyo para obtener los elementos necesarios para hacer realidad su sueño de encontrar China e India por la vía del Atlántico. Pero los reyes portugueses estaban muy embebidos en sus exploraciones africanas, las que les llevarían al Lejano Oriente.

El gran navegante, después de tentar suerte en Inglaterra y Francia, va a España a buscar el auspicio de Isabel y Fernando, donde fue benévolamente oído por los consejeros reales, más los monarcas estaban en el empeño de unificar España y terminar la guerra de reconquista del suelo patrio contra el dominio islámico. Seguro de la buena acogida, Colón tiene que esperar la caída de Granada.

Producida esta reconquista, el genovés acudió al campamento donde los reyes victoriosos vivían un clímax religioso y nacional. La unificación española estaba lograda. El 17 de abril de 1492, se firmaban las Capitulaciones de Santa Fe y Colón, gracias a ellas, pudo navegar hacia Occidente y descubre, seis meses después, el Nuevo Mundo.

Con espíritu de cruzada se llegó a tierras de América. La misma mentalidad llevó a los Reyes Católicos a pedir reconocimiento de sus derechos, a cristianizar y colonizar el Nuevo Mundo, derecho que les fue reconocido por el Papa Alejandro VI ( bula «Inter caetera» de 4 de mayo de 1493), condicionándolo a que se cumpliese una labor evangelizadora.

El patronato real de los reyes españoles

Desde muy antiguo los Papas reconocieron ciertos derechos a príncipes y reyes cristianos que establecieron y sostuvieron monasterios, otras instituciones y otras empresas religiosas. Este patronato eclesiástico fue obtenido por los reyes de España desde, a lo menos, el siglo VII, bajo la monarquía visigoda.

El Patronato que ejercieron los reyes españoles en América tiene su raíz en aquél y fue modificado para responder a nuevas realidades. La América era un nuevo dominio ultramarino en el cual debían arreglarse los asuntos de un modo diverso; pues los reyes de España abrían un nuevo mundo al Cristianismo, estableciendo a la Iglesia y dotándola para hacerla viable; además pagaban misiones y sostenían a clérigos, todo lo que les daba el derecho, reconocido por el Papa, de velar por la pureza del culto y de la moral cristiana, para lo que tenían que ejercitar, a través del patronato, un verdadero control sobre la Iglesia en América.

De conformidad con el Patronato, los reyes intervenían en muchos aspectos de la vida eclesiástica. Sólo con la presentación real, el Papa nombraba a los obispos y también era necesaria dicha presentación para otras dignidades. Los reyes vigilaban la marcha de las comunidades de religiosos. También era decisiva su intervención en la vida económica del clero secular y regular.

La delimitación de los distritos eclesiásticos requería de aprobación real. Es muy complejo y amplio extenderse en el tema del Patronato Real, pero debemos señalar que una buena parte de la legislación indiana se dedicó a estos asuntos, que no sólo tenían importancia en lo religioso sino también en lo educacional y cultural, que de hecho estaba encomendada a la Iglesia, como tantos otros servicios, como los asistenciales, salud pública, etc. Hasta en la fundación de universidades, que con razón se llamaban «reales y pontificias», existía esa dualidad.

Los monarcas solían favorecer que estas instituciones estuviesen en manos de clérigos seculares antes que bajo el dominio de las órdenes religiosas, pues el control real sobre los obispos y clero secular era más eficaz que sobre las órdenes religiosas, las que a su vez dependían de superiores con casas en Roma.

Debemos recordar cómo el Virrey del Perú Francisco Toledo, devoto de la Compañía de Jesús, hizo cuanto estuvo en su poder para que la Universidad de San Marcos saliese de los claustros de Santo Domingo y que los colegios universitarios de los jesuitas no prevaleciesen sobre la universidad sanmarquina, que el Virrey podía manejar más fácilmente a través de los mitrados limeños.

Traigo esto a colación pues se debe tratar de reconstruir el contexto de la llamada «etapa histórica colonial», en la que los colegios seminarios jugaron un rol clave en la vida religiosa, cultural y aún política del Imperio Español en América.

NOTAS

  1. Sus Memoriales al Concilio de Trento, estuvieron en la base de las decisiones tridentinas para la formación sacerdotal. En varias ciudades de Andalucía funda Colegios [Seminarios] para la formación de los sacerdotes. Abre tres Seminarios mayores en Baeza, Jerez y Córdoba; once Seminarios menores en Baeza, Úbeda, Beas, Huelma, Cazorla, Andújar, Priego, Sevilla, Jerez, Cádiz y Écija; tres convictorios para clérigos en Granada, Córdoba y en Évora en Portugal, Cf. J. ESQUERDA BIFET, Diccionario de San Juan de Ávila, Burgos 1999; Martín Hernández, Introducción al cuarto volumen de las Obras completas de Juan de Ávila, Obras, IV, BAC, 14; Memoriales para el Concilio de Trento (Primero, Montilla, 1551; Segundo, 1561); Advertencias para el Concilio di Toledo (Montilla 1565-1566); Sermones y Cartas; Tratado sobre el sacerdocio; Reglamento de las misiones.
  2. Tomás de Villanueva, O.S.A., (Fuenllana (Toledo, 1486- Valencia, 9 de septiembre, 1555): estudió artes y teología en el Colegio Mayor de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá de Henares; ingresó en la Orden de San Agustín, en Salamanca, en 1516, y en 1518 fue ordenado sacerdote. En la orden de los agustinos ocupó los cargos de prior conventual, visitador general y prior provincial de Andalucía y Castilla. También fue profesor de la universidad y consejero y confesor del rey-emperador Carlos I-V de España.
    En 1533, como provincial, envió a los primeros padres agustinos que llegaron a México. En Valencia, ayudado por su obispo auxiliar Juan Segriá, reorganizó una diócesis que hacía un siglo que no tenía gobierno pastoral directo. Organizó un colegio especial para los moriscos conversos y un plan eficaz de asistencia y auxilio social y de caridad. En 1547 ordenó sacerdote al futuro San Luis Beltrán, dominico y futuro misionero en la actual Colombia.
    Fundó el Colegio Mayor-Seminario de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María en 1550, centro de formación eclesiástica y académica para futuros sacerdotes. Francisco de Quevedo escribió una biografía suya, Epítome a la historia de la vida ejemplar y gloriosa muerte del bienaventurado fray Tomás de Villanueva. Edición y notas de Rafael Lazcano. ISBN 84-95745-57-7. La Universidad de Alcalá de Henares le dedicó el primer patio del Colegio Mayor de San Ildefonso, al haber formado parte de la primera promoción de la Universidad, y ser el primer Santo salido de las aulas complutenses.
    Santo Tomás de Villanueva es el santo patrón de la prestigiosa Universidad Villanova, en Pensilvania, Estados Unidos de América y establecida por los agustinos en 1842. Es el Patrón de la Universidad de Santo Tomás de Villanueva en La Habana, Cuba, que fue cerrada por el gobierno en 1961, tras la expulsión de los agustinos por el Gobierno comunista. Los agustinos exiliados establecieron St. Thomas University en Miami Gardens, Florida, Estados Unidos de América, en 1961.
  3. Cf. en [Ramón Ruiz Amado –] Juan Bautista Weiss, Historia Universal, 22 Vols., 1927; y 25 Vols., Tipografía la Educación, Barcelona 1933. El Autor del presente artículo no cita ni el volumen ni las páginas del mismo citadas.
  4. Historia General de las Indias (s. XVI) con numerosas ediciones modernas. Este libro es, además de un tratado de historia, una apología del esplendor del Nuevo Mundo y de las peripecias de la conquista de América. Es el mundo tan grande y hermoso, y tiene tanta diversidad de cosas tan diferentes unas de otras, que pone admiración a quien bien lo piensa y contempla, es la tesis del Autor.
  5. Hernán o Fernán Pérez de Oliva (Córdoba, ¿1494? - Medina del Campo (Valladolid), 3 de agosto de 1531), ingeniero, humanista y escritor, tío de Ambrosio de Morales. Autor de los siete emblemas del patio de la Universidad de Salamanca. En 1525 estuvo en Sevilla, donde entregó un ejemplar de una de sus obras a Hernando Colón.
    Por entonces este le debió encargar el manuscrito de la Historia de la invención de las Indias que le entregó y es una adaptación del relato latino de las Décadas De Orbe Novo de Pedro Mártir de Anglería, al que siguió la adaptación (truncada) de la conquista de México por Hernán Cortés a partir de las Cartas de relación de este último, textos ambos inéditos hasta mediados del siglo XX.
  6. Samuel Eliot Morison, Christopher Columbus, Mariner, Paperback, September 1, 1983.
  7. Cf. Lewis Hanke, The Spanish Struggle for Justice in the Conquest of America, University of Pensylvania Press, Philadelphia 1949.
  8. Gracias a las llamadas «Repúblicas marineras», sobre todo las de la Península italiana, se reactivaron los contactos entre Europa, Asia y África, casi interrumpidas después de la caída del Imperio romano de Occidente. Su historia se enlaza con la expansión europea hacia Oriente, sea con los orígenes del moderno capitalismo, entendido como sistema mercantil y financiero; en estas ciudades se cuñaron monedas de oro, en desuso desde hacía siglos; se pusieron en marcha nuevas prácticas de cambio y de contabilidad: nacieron así las finanzas internacionales y el derecho comercial.
    Se descubrieron nuevos métodos y técnicas de navegación, donde la invención de la brújula tendría una importancia capital por parte de los amalfitanos y la invención de la llamada «galea grossa» por parte veneciana y la cartografía náutica. Es de esta época la epopeya de Marco Polo y su libro «El Milione», como también la búsqueda de nuevas rutas de comercio para encontrar productos nuevos, desconocidos en Europa, y el establecimiento oriental de la llamada “ruta de la seda”. Todo este amplio complejo de fenómenos comerciales tendrá un influjo capital en el Descubrimiento del Nuevo Mundo americano.

BIBLIOGRAFÍA

ELIOT MORISON Samuel, Christopher Columbus, Mariner, Paperback, September 1, 1983.

ESQUERDA BIFET J., Diccionario de San Juan de Ávila, Burgos 1999

HANKE Lewis, The Spanish Struggle for Justice in the Conquest of America, University of Pensylvania Press, Philadelphia 1949.

HERNÁNDEZ Martín, Introducción al cuarto volumen de las Obras completas de Juan de Ávila, Obras, IV, BAC, 14


FÉLIX DENEGRI LUNA – (Redacción del aparato crítico y notas por el DHIAL) ©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 1 (1989) 55-70