SEGUNDO IMPERIO MEXICANO

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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ANTECEDENTES

El Primer Imperio Mexicano (1821-1824)

El movimiento de Agustín de Iturbide que consumó la independencia de la Nueva España en 1821, desde su mismo inicio señaló que alcanzada la libertad política “su gobierno será monarquía moderada, con arreglo a la Constitución peculiar y adaptable del reino”,[1]y que “las Cortes establecerán enseguida la Constitución del Imperio Mejicano”.[2]Los posteriores «Tratados de Córdoba» con los cuales el último virrey de Nueva España reconoció la Independencia, decían en su primer artículo: “Esta Nación se reconocerá por nación soberana e independiente, y se llamará en lo sucesivo «Imperio Mejicano».”[3]

El Primer Imperio Mejicano con el que México dio inicio a su vida independiente tuvo como Emperador a Agustín de Iturbide, pues los cinco miembros de la familia Real a quienes los Tratados de Córdoba proponían para encabezar el Imperio, rechazaron todos dicha propuesta, y entonces el Congreso designó Emperador al libertador. Pero el Primer Imperio tuvo una vida efímera (1821-1824), pues la división de las élites mexicanas generada desde la penumbra de la primera logia masónica del Rito de York en México, fundada por el embajador plenipotenciario de los Estados Unidos, Joel Robert Poinsett,[4]llevó a la insurrección proclamada en el “Plan de Casamata” que aniquiló al Imperio, el cual fue sustituido, a imitación de los Estados Unidos, por una República Federal bajo el nombre de “Estados Unidos Mexicanos”.

Los primeros años del régimen republicano (1824-1854)

En los primeros diez años del régimen republicano, es decir, del 4 de octubre de 1824, fecha en que se estableció formalmente, al 24 de abril de 1834, fecha en la cual el general Antonio López de Santana -autor material de la caída del Imperio- tomó posesión de la Presidencia por cuarta vez, ésta había cambiado de manos ¡15 veces![5](En promedio, un cambio de Presidente cada ocho meses). En los años siguientes ese caos político lejos de disminuir se acentuó, y obviamente la política arrastró de manera semejante a todos los ámbitos de la vida nacional: economía, sociedad, fuerza militar etc. “La guerra civil había fomentado el bandidaje; los caminos eran recorridos con acompañamiento de fuertes escoltas y los asaltos tenían lugar hasta en las inmediaciones de las ciudades. En ocasiones los administradores y mozos de las haciendas sostenían largos combates con las bandas de forajidos. El estado de las comunicaciones se dificultaba además por el abandono de los caminos y la pobreza y desatención de las posadas”.[6]

A todo esto se agregó la ambición de los Estados Unidos por los territorios mexicanos de Tejas, California y Nuevo México. “Poinsett en 1822 dejó vislumbrar a Azcárate, hombre de confianza de Iturbide, que su misión obedecía a la idea de «absorber toda la provincia de Texas y parte del reino de León para hacerse de puertos, embocaduras de ríos y barras en el seno mexicano; tomarse la mayor parte de la provincia de Coahuila, la Sonora y California Baja, toda la Alta y el Nuevo México, logrando así hacerse de minerales ricos, de tierras feracísimas y de puertos excelentes en el mar del Sur»”.[7]Los hechos demostraron que Poinsett no intrigó en vano: en 1836 México perdió Texas; en 1847 perdió la Alta California y Nuevo México. Previamente la masonería yorkina por medio de su gran maestre, Valentín Gómez Farías, -quien hacía mancuerna en la Presidencia con López de Santana- en 1829 expulsó a todas las órdenes religiosas y clausuró las misiones en los territorios ambicionados por los Estados Unidos. Las misiones constituían los principales asentamientos mexicanos en esas tierras. Con la invasión norteamericana (1847) y la firma de los Tratados de Guadalupe-Hidalgo (1848), México perdió la mitad de su territorio; sin embargo el caos político-social prosiguió.

Los diez años previos al Segundo Imperio (1854-1864)

En 1854 estalló la revolución de Ayutla y dos años después los revolucionarios liberales proclamaron la “Ley Lerdo”,[8]por medio de la cual expropiaron a la Iglesia todos sus bienes (excepto templos y conventos). Los bienes de la Iglesia eran legítimos en su origen y en su destino, pues provenían de donaciones, diezmos y limosnas recibidos a los largo de casi 300 años, y estaban destinados al sostenimiento de innumerables obras sociales: escuelas, hospitales, asilos, orfanatos, leprosorios, etc. “Las tierras de la Iglesia y los edificios que le pertenecían, cuyos productos o rentas se habían estado empleando principalmente en sostener instituciones de caridad y educación para pobres incapaces de pagar, fueron vendidos a precios ridículos, con lo que los ricos que las adquirieron se enriquecieron aún más, pero ningún pobre salió mejorado..”.[9]Así fueron arrojados a la calle los huérfanos, ancianos y enfermos que eran atendidos en los edificios confiscados. Pero esa “ley” no sólo afectó los bienes de la Iglesia, pues señalaba que se confiscaban los bienes de “las corporaciones”; por ello también a los pueblos indígenas les fueron confiscadas las tierras ejidales asignadas en su beneficio durante la época virreinal. Y todas esas tierras también fueron vendidas a precios ridículos a los amigos de los liberales, generándose así enormes e injustos latifundios, mientras los indígenas fueron sumidos en la miseria.

El 5 de febrero de 1857 los liberales promulgaron una nueva Constitución que, entre otras medidas anticlericales, incluyó la Ley Lerdo. El intelectual liberal Justo Sierra escribe: “Legalmente, el Congreso que emanó del triunfo de la revolución de Ayutla era la representación oficial de la Nación; la realidad era otra: la nación rural no votaba, la urbana e industrial obedecía a sus capataces o se abstenía también, y el partido conservador tampoco fue a los comicios; la nueva asamblea representaba, en realidad, una minoría.”[10]

El gobierno liberal ordenó que todos los ciudadanos debían jurar la nueva Constitución, lo cual provocó un gran descontento social:“Aún muchos liberales prefirieron renunciar a sus empleos y hundirse en la negra miseria antes que manchar su conciencia con jurar la Constitución, lo cual, en un país como México, devorado por la empleomanía, es cosa que marca el summum de la indignación pública.”[11]Pronto el mismo presidente Comonfort que promulgó la Constitución tuvo que reconocer la impopularidad de ella: “Mis amigos me hablan contra la Constitución, y veo en esto conformes a los hombres de todos los partidos, así no me empeño en sostenerla, pero es menester explorar la opinión de la Nación; si ella es contraria a la Constitución, no hay que imponérsela a la fuerza.”<ref>Riva Palacio Vicente. México a través de los siglos. T. V, Publicaciones Herrerías, México, 1951, p.286

Pero los liberales radicales llamados “puros” encabezados por Benito Juárez no estuvieron de acuerdo con modificarle una coma,“pronunciándose” contra Comonfort (11 de enero de 1858);días antes el militar conservador Félix Zuloaga “se pronunció” contra la Constitución mediante el “plan de Tacubaya” (17 de diciembre de 1857). Comonfort huyó a Nueva York y la Nación se sumergió en otra feroz guerra civil conocida como “guerra de Reforma”, la cual concluyó cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente en favor de Benito Juárez, tras firmar con ellos el “Tratado Mc.Lane-Ocampo”[12], por los cuales México cedía a perpetuidad a los Estados Unidos el Itsmo de Tehuantepec y les permitía el libre tránsito desde el puerto de Guaymas (Sonora), hasta Matamoros ( Tamaulipas).

Al triunfo de los liberales, el gobierno de Benito Juárez se declaró en “suspensión de pagos” de su deuda externa (17 de julio de 1860), y las naciones acreedoras (España, Inglaterra y Francia) organizaron una expedición militar que fuera a México a exigir el pago de dicha deuda. La deuda era de 82 millones de pesos: 70 se debían a Inglaterra, 9 a España y 3 a Francia.[13]La expedición integrada por casi diez mil soldados, desembarcó en Veracruz el 17 de diciembre de 1861. El gobierno de Juárez prometió pagar la deuda, firmándose unos “Acuerdos” en la población de La Soledad el 19 de febrero de 1862, retirándose de inmediato las tropas españolas e inglesas. Pero los comandantes franceses no aceptaron los «Acuerdos de la Soledad» y se quedaron en Veracruz.

La intervención francesa

Obviamente las razones del emperador de Francia Napoleón III para intervenir en México, no eran los tres millones que se le debían; las verdaderas razones pueden verse con toda claridad en las instrucciones que dio al general Forey el 3 de julio de 1862: “En el estado actual de la civilización del mundo, la prosperidad de la América no es indiferente a la Europa, porque ella alimenta nuestras fábricas y hace vivir nuestro comercio. Tenemos un interés en que la República de los Estados Unidos sea poderosa y prospere; pero no tenemos ninguno en que se apodere de todo el Golfo de México y desde allí domine las Antillas y la América del Sur y sea la única dispensadora de los productos del nuevo mundo (…) Si al contrario, México conserva y mantiene la integridad de su territorio; si un gobierno duradero se organiza allí con el auxilio de la Francia, habremos hecho recobrar a la raza latina del otro lado del Océano su fuerza y su prestigio…”.[14]

En los Estados Unidos, la guerra civil que había estallado en abril de 1861 constituía una circunstancia ideal a los planes de Napoleón. Las tropas francesas avanzaron hacia la capital pero, cuando intentaban tomar la ciudad de Puebla, fueron derrotadas el 5 de mayo de 1862 y obligadas replegarse hasta Orizaba. En esa población permanecieron casi cinco meses, y a finales de septiembre, una vez los llegados refuerzos enviados por Napoleón III, los franceses avanzaron nuevamente hacia Puebla, poniéndole sitio y tomándola finalmente el 19 de mayo de 1863. Con la caída de Puebla, Benito Juárez huyó a San Luis potosí y los franceses tomaron sin resistencia la ciudad de México el 10 de junio. De inmediato favorecieron la creación de un gobierno provisional con personajes mexicanos, formando una «Junta de Notables».

“La Asamblea de Notables, de 235 personas, votó por la monarquía moderada, hereditaria, con un príncipe católico, y la ofreció a Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria. Mientras, gobernaría la regencia formada por tres notables: el recién nombrado arzobispo de México, Antonio Pelagio Labastida y Dávalos, quien se encontraba en Roma (…) y los generales Juan Nepomuceno Almonte y Mariano Salas”.[15]

¿Por qué nuevamente un régimen monárquico?

En esos días la Nación mexicana estaba por cumplir 40 años de vida de régimen republicano, y el balance objetivo del mismo era verdaderamente aterrador: tres regímenes federales y dos centralistas; tres constituciones; 240 rebeliones, cuartelazos y pronunciamientos que a su vez habían producido 60 cambios de manos en la Presidencia de la República; la mitad del territorio nacional perdido; dilapidación lastimosa de los bienes de la Iglesia, lo que significó la desaparición de todas las escuelas, universidades, hospitales, asilos; y ahora nuevamente el país invadido por ejércitos extranjeros. El padre Francisco Javier Miranda, quien llegó a ser director del Colegio del Espíritu Santo en Puebla, escribió en ese entonces: “Hace mucho tiempo que andamos en pos de un orden político que no hemos podido obtener. La paz y la seguridad han desaparecido completamente, sin que podamos prometernos recobrar esos bienes en medio de tantas aspiraciones inicuas, de tantos horrores políticos y sociales, de esa inmoralidad y perversión que nos consume. Si no nos aprovechamos de la ocasión que se nos presenta [la intervención europea] o nos debemos resignar a perecer bajo el bárbaro partido que representa Juárez, o seremos presa tarde o temprano del Norte…”[16]

MÉXICO BAJO EL SEGUNDO IMPERIO

La Junta de Regencia

Fueron Juan N. Almonte[17], Mariano Salas y José María Gutiérrez Estrada, quienes sugirieron a la Junta de Notables que se ofreciera la corona del nuevo imperio al “príncipe católico” Maximiliano de Habsburgo. Lo que Almonte, Salas y Gutiérrez Estrada ocultaron a la Junta de Notables, fue la militancia de Maximiliano(al igual que la de ellos mismos) en las logias masónicas del rito escoces.[18]De hecho lo que Almonte y sus cómplices hicieron fue llevar a la práctica los planes de Napoleón, pues “a fines de 1861 Napoleón pensó que ya era tiempo de hablar sin ambages con Maximiliano acerca de la corona de México. El y su esposa Eugenia mandaron llamar al Príncipe Metternich a fin de tratar el asunto con él y hacer que partiese a Miramar a presentárselo a Maximiliano”.[19]

Mientras se llevaba a cabo el ofrecimiento y se esperaba la aceptación y el posterior traslado de Maximiliano a México, se formó la «Junta de Regencia» formada por Almonte, Salas, y para cubrir las apariencias, por el –en el exilio- arzobispo de México Labastida y Dávalos. Dicha Regencia gobernó de julio de 1863 a mayo de 1864. El 3 de octubre le fue ofrecida la Corona del Imperio a Maximiliano en su Palacio de Miramar, quien asintió con tal que se hiciera un plebiscito nacional; el 10 de abril aceptó la Corona, y el 28 de mayo de 1864 a bordo de la fragata “Novara” arribó al puerto de Veracruz; hizo su entrada triunfal en la ciudad de México el 12 de junio. En la hacienda de San Miguel Regla, cercana a Pachuca, el Emperador asistió a una discreta ceremonia de bienvenida ofrecida por el Gran Consejo del Rito Escocés.

En los “Tratados de Miramar” firmados el mismo 10 de abril, día de la aceptación de Maximiliano, se señalaba que “Las tropas francesas que se hallan en México serán reducidas lo más pronto a un cuerpo de veinticinco mil hombres, inclusa la legión extranjera (…) Las tropas francesas evacuarán a México en la medida que el Emperador Maximiliano pudiese organizar las tropas necesarias para reemplazarlas…”[20]El segundo Imperio surgía en 1864 sostenido por las bayonetas francesas. Las bayonetas norteamericanas que arrebataron a México la mitad de su territorio, habían sostenido al gobierno de Juárez en 1860, pero en esos momentos estaban ocupadas en su Guerra de Secesión.

El comandante de las tropas francesas, Mariscal François Bazaine, era un rabioso anticlerical que despreciaba a los militares mexicanos; en especial al general Miguel Miramón,[21]el militar más capaz del Partido Conservador, que no era masón y quien hubiera podido organizar el ejército de reemplazo; pero Maximiliano lo alejó de México enviándolo a estudiar táctica militar a Alemania. “Los franceses despreciaban a los militares mexicanos y éstos odiaban a aquellos. No era posible que la sustitución prevista en el convenio de Miramar se realizara normalmente”.[22]

La Iglesia en el Segundo Imperio

Después de visitar a Napoleón III en París y antes de embarcarse hacia México, Maximiliano y su esposa Carlota, Princesa de Bélgica, visitaron a S.S. Pío IX de quien recibieron su bendición. “El Papa no ignoraba las inclinaciones liberales del príncipe, pero confiaba en que daría satisfacción a las demandas del clero mexicano, reintegrándole los bienes nacionalizados y protegiendo el catolicismo como culto de estado”.[23]Pero eran otras las intenciones de Maximiliano, al igual que las de Almonte, Salas, y Bazaine, las cuales se manifestaron ya desde los primeros días del gobierno de la regencia. “Durante la breve Regencia de Almonte, que precedió a la llegada de Maximiliano, el clero vio con asombro que el jefe militar francés no pensaba suspender las leyes de desamortización; al obrar así obedecía órdenes de Napoleón”.[24]

Tal situación fue la que encontró a su regreso del exilio el arzobispo de México y miembro de la Junta de Regencia, Antonio Labastida y Dávalos, por lo que protestó ante los otros dos miembros de la misma Regencia en la reunión celebrada el 20 de octubre de 1863: “…hubieran podido ahorrarse el erario francés los millones invertidos en la guerra, y a los pastores la pena y el vilipendio de volver de su destierro, bajo la salvaguarda de este nuevo orden de cosas, a presenciar la legitimación del despojo de sus iglesias y la sanción de los principios revolucionarios. Protesto de nulidad contra el atentado de la destitución, dejando a salvo todos los demás recursos que a mi derecho corresponden como Regente y como mexicano.”[25]

Tal situación no se dio por iniciativa de Almonte, Salas y Bazaine –aunque estuvieran completamente de acuerdo con ella-, sino que procedía de Napoleón y Maximiliano; por ello el arribo del Emperador a México no hizo sino agudizarla. “Maximiliano era más liberal aún que Juárez… y Carlota era más liberal que los dos juntos. Solía decir Maximiliano con una sonrisa: -me llaman liberal, pero a mi lado Carlota es roja. Quería decir que las ideas de su esposa coincidían con las de los más exaltados jacobinos, con las tesis y actitudes de los extremistas. Tenía razón. Se ha descrito a Juárez como un acabado anticlerical. Al lado de Carlota don Benito era como un seminarista”.[26]

Maximiliano quiso imponer a la Iglesia un “neo-patronato” que hacía de ella un departamento al servicio del Imperio y convertía al clero en un cuerpo de funcionarios mantenido y controlado por el Estado. La posición política de Maximiliano respecto a la Iglesia la hizo pública en el periódico oficial del 27 de diciembre de 1864; un día antes se la había presentado al Nuncio Pedro Francisco Meglia; su decreto constaba de nueve puntos, siendo los primeros cinco los más importantes: “I.- El gobierno mexicano tolera todos los cultos que estaban prohibidos por las leyes del país, pero concede su protección especial a la religión católica, apostólica, romana II.- El tesoro público proveerá los gastos del culto y pagará sus ministros, de la misma manera, en la misma proporción y bajo el mismo título que los otros servidores del Estado. III.- Los ministros del culto administrarán los sacramentos gratuitamente, sin que tengan facultad de cobrar algo, y sin que los fieles estén obligados a pagar retribuciones, emolumentos o cualquier otra cosa a título de derechos parroquiales, dispensas, diezmos, primicias, etc. IV.- La Iglesia hace cesión de todas sus rentas procedentes de bienes eclesiásticos, que han sido declarados nacionales durante la República. V.- El emperador Maximiliano y sus sucesores al trono gozarán «in perpetuum», respecto de la Iglesia mejicana, de derechos equivalentes a los concedidos a los reyes de España respecto de la Iglesia de América.[27]

¿Cómo entendía el Imperio la “protección especial” a la Iglesia señalada en el primer punto? Una carta de la Emperatriz Carlota fechada el 8 de diciembre y dirigida a la esposa de Napoleón III, la Emperatriz Eugenia, trasluce la intención de dicha “protección”. Dice Carlota: “…El pseudo catolicismo formado por la Conquista con la mezcla de la religión de los indios, murió con los bienes del clero, que eran su base principal (…) Reconocer el catolicismo como religión de Estado es sustituir (con) el catolicismo del siglo XIX, con sus luces, su caridad y su abnegación, a los restos podridos del catolicismo del siglo XVI e introducir un culto nuevo, depurado, indispensable desde el punto de vista político para la conservación de la raza española en América y el único capaz de poner un dique a la invasión de las sectas americanas”.[28]

El Nuncio Pedro Francisco Meglia protestó contra ese intento de neo-patronato unilateral en carta dirigida al Sr. Escudero, Ministro del Emperador, afirmándole: “La carta de S.M. el Emperador, publicada en el periódico oficial del 27, relativa a la cuestión pendiente entre la Santa Sede y el gobierno mexicano, que S.M. se propone arreglar sin el concurso de la autoridad de la Iglesia, me pone en la triste necesidad de dirigir a V.E. esta nota para protestar contra sus expresiones injustas e injuriosas para el Soberano Pontífice y su gobierno. Habiéndome presentado el gobierno imperial un proyecto de 9 artículos, contrario a la doctrina, a la disciplina actualmente en vigor de la Iglesia y a las leyes canónicas sagradas, proyecto que tiende a despojar a la Iglesia de todos sus bienes, de su jurisdicción, de sus inmunidades y hacerla en todo dependiente y esclava del poder civil (…) he contestado francamente que no tenía instrucciones para tratar sobre bases tan inadmisibles y he probado de manera terminante que el Santo Padre no había podido darme instrucciones sobre esto (…) Si, pues, el gobierno imperial ha tenido secreto hasta el último momento este proyecto deplorable, ¿cómo puede sorprenderse que el Nuncio de la Santa Sede no tenga instrucciones a este respecto?...[29]

El historiador norteamericano Joseph Schlarman resume muy bien la actitud hostil y la política anticlerical del Emperador: “El 27 de diciembre de 1864 Maximiliano publicó un decreto confirmando la confiscación y venta de los bienes eclesiásticos hecha por el régimen de Juárez. Se arrogaba también el derecho de patronato, es decir, el de escoger los obispos y altos eclesiásticos, que antes había sido otorgado como privilegio personal a los Reyes Católicos Fernando e Isabel. A continuación escribió una carta ofensiva a los obispos. Nuevamente, como José II,[30]tal vez se imaginaba que estaba creando y purificando el servicio divino. Miraba las instituciones eclesiásticas como departamentos públicos del Estado y enseñaba a los obispos el modo de gobernar a la Iglesia (…) El 7 de enero de 1865 expidió un decreto exigiendo el «Exequatur» o sea la aprobación imperial previa a todos los documentos pontificios. Con tales métodos de invernadero creía estar efectuando una reforma de la Iglesia y resolviendo el espinoso asunto de los bienes eclesiásticos confiscados. El Nuncio de su Santidad fue llamado y salió de la ciudad de México el 14 de abril de 1865.”[31]

Caída del Segundo Imperio

El 9 de abril de 1965, el general Robert E. Lee, rindió el Ejército Confederado al general Ulises S. Grant, comandante del Ejército de la Unión, dando fin a la Guerra de Secesión; nuevamente los Estados Unidos estaban en condición de volver a intervenir en México, pues no habían dejado de seguir con inquietud los acontecimientos en él. “En mayo de 1864, la Cámara de Diputados estadounidense se pronuncia contra la intervención y la monarquía en México; mas el gobierno (de Lincoln) ofrece todavía proceder con cautela. En junio avisa el cónsul francés en California que desde allí se facilitan armas a los juaristas. En julio de 1865 –concluida la guerra civil norteamericana- se plantea el problema de la emigración de los confederados a México, y el embajador estadounidense en París recibe orden de declarar «que el pueblo americano profesa las más vivas simpatías por los republicanos de México y que vería con impaciencia se prolongara la intervención francesa» (…) El gabinete francés se manifiesta sorprendido de que los Estados Unidos desconozcan «la adopción en México de la monarquía por el voto nacional». En noviembre de 1865 el presidente de los Estados Unidos, Andrés Johnson, cuenta ya con la promesa de Napoleón de retirar sus soldados.”[32]

En efecto, el 22 de enero de 1866 Napoleón III –incumpliendo su palabra empeñada en los Tratados de Miramar-, anunció la retirada de las tropas francesas de México. Maximiliano tenía sólo dos caminos: el primero era abdicar la Corona y regresar a Europa; el segundo era apoyarse en los conservadores, a quienes hasta ese momento había despreciado y hecho a un lado. Maximiliano externó a su esposa Carlota su opción por la abdicación, pero la soberbia de la Emperatriz le hizo cambiar de opinión: “Abdicar es condenarse, extenderse a sí mismo un certificado de incapacidad, y esto sólo es admisible en los ancianos o en los imbéciles, no en la manera de obrar de un príncipe de 34 años, lleno de vida y esperanza en el porvenir…”[33]


Carlota decidió viajar a Francia para exigir a Napoleón el cumplimiento de su palabra, pero Napoleón se negó durante varios días a recibirla; cuando finalmente lo hizo (13 de agosto de 1866) Carlota acusaba ya un serio desequilibrio mental que se agudizó ante la negativa de Napoleón de cancelar la retirada de sus tropas de México. Buscando alguna presión diplomática sobre el emperador francés, fue a Roma a ver al Papa Pío IX; en la entrevista con él (27 de septiembre) se hizo ya del todo evidente su desequilibrio y esquizofrenia, negándose a abandonar la Santa Sede porque, según ella, afuera estaban agentes de Napoleón que querían matarla. Carlota murió en Bélgica el 19 de enero de 1927. Nunca recobró la razón Mientras tanto Maximiliano pidió al general Miguel Miramón para que, a toda prisa, formara el ejército que en sustitución de los franceses debía haber empezado a formar dos años antes. El Mariscal Bazaine ordenó que todas las armas que los franceses no pudieran llevar en su retirada fueran destruidas, para que Miramón no pudiera utilizarlas; simultáneamente los juaristas cada día recibían más armas de los norteamericanos; el general Sheridan escribirá al respecto: “Sólo del arsenal de Batone Rouge les mandamos treinta mil fusiles”.[34]

A pesar de esas circunstancias “Miramón, en un brillante ataque por sorpresa sobre Zacatecas con cuatro mil hombres, los derrotó por completo y estuvo a dos dedos de capturar al mismo Juárez (…) desgraciadamente para Miramón pocos días después de su victoria en Zacatecas, sus tropas fueron atacadas y derrotadas completamente por el general Escobedo.”[35]El 5 de febrero de 1867, Bazaine retiró la guarnición francesa de la capital trasladándola a Veracruz; en el interior quedaba ya únicamente la guarnición de Puebla, la cual fue obligada a retirarse el 2 de abril por el general Porfirio Díaz.

Al amparo de los nueve mil soldados de Miramón, Maximiliano se refugió en Querétaro, último reducto del Imperio. Las tropas juaristas en número de entre 50 y 60 mil hombres pusieron sitio a la ciudad el 6 de marzo. Los juaristas capturaron Querétaro en la madrugada del 15 de mayo, gracias a la traición del coronel Miguel López, que siempre formó parte del séquito del Emperador y a quien Bazaine había condecorado con la Cruz de Oficial de la Legión de Honor de Francia. El coronel López quitó la guardia del Convento de la Cruz y condujo a los asaltantes por entre las trincheras para finalmente escabullirse en las tinieblas de la noche. El Emperador Maximiliano y los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía, fueron fusilados en el Cerro de las Campanas de Querétaro el 16 de junio de 1867. Benito Juárez regresó a la ciudad de México el 15 de julio. “Los historiadores del partido conservador dijeron cosas muy feas contra Juárez por haber fusilado a Maximiliano. Son injustos. Juárez no fusiló a Maximiliano. Lo fusiló los Estados Unidos. Don Benito fue solamente el brazo ejecutor.[36]

NOTAS

  1. Art. 3° del Plan de Iguala
  2. Art. 11°, del mismo Plan de Iguala
  3. Orozco Farías Rogelio. Fuentes Históricas, México, 1821-1867. Progreso, México, 1965. Documento N° 13
  4. El mismo Poinsett así lo confesó en una carta a Rufus King fechada el 14 de octubre de 1825. Orozco Farías, Ob. Cit, documento N° 2.
  5. Cfr. La lista de esos quince cambios en Schlarman H.L. Joseph. México, Tierra de Volcanes, Porrúa, México, 14 ed. México, 1987, p. 306
  6. Zavala Silvio. Apuntes de historia nacional 1808-1974. El Colegio Nacional. Fondo de Cultura Económica, México, 5 ed. 1999, p. 92
  7. Ibídem, , p. 79
  8. Redactada por Miguel Lerdo de Tejada, y proclamada por Ignacio Comonfort el 25 de junio de 1856
  9. Schlarman, Ob. Cit, p. 159
  10. Sierra Justo. Evolución política del pueblo mexicano, p. 315. Citado por Farías Orozco, p. 159
  11. Cosmes. Historia de México, t. XIX, p. 59. Citado por Farías Orozco, p. 168
  12. El texto completo de los Tratados puede verse, entre muchos otros, en: Riva Palacio Vicente, obra citada, tomo V., p.419 y ss: Orozco Farías, ob. Cit, documento 13, p.251
  13. Fuentes Aguirre Armando. La otra historia de México. Juárez y Maximiliano. Diana, México, 2006, p.155
  14. Orozco Farías, ob. Cit, p. 280. (Documento 18)
  15. Lira Andrés y Staples Anne. Historia general de México. Vol. II. El Colegio de México y la LXI Legislatura de la Cámara de Diputados, México, 2010, p.111
  16. Citada por Fuentes Aguirre. Ob. Cit, pp. 156-157
  17. Juan N. Almonte (1803-1869) fue hijo natural del caudillo de la independencia José María Morelos y Pavón
  18. Es el historiador masón José María Mateos quien en su Historia de la Masonería en México, Herbasa, México, 2003 (Fascimilar de la edición de 1884) dice en la página 173 que Maximiliano recibió el título de “Protector de la Orden” y que sus representantes (entre ellos Federico Semeleder, su médico de cabecera) fueron integrados al Supremo Consejo de la misma.
  19. Schlarman, ob. Cit, p. 377
  20. Texto completo en Orozco Farías, ob. cit, p.283 (Documento I de “Segundo Imperio”)
  21. Siendo cadete del Colegio Militar, participó en la defensa del Castillo de Chapultepec en 1847 durante la invasión de los Estados Unidos
  22. Zavala Silvio, Ob. cit, p. 108
  23. Lira Andres y Staples Anne, ob. cit, p. 113
  24. Zavala Silvio, Ob. cit, p. 108
  25. Citado por Orozco Farías, ob. cit. p. 297 (documento III de “Segundo Imperio”)
  26. Fuentes Aguirre, ob. cit, p. 143
  27. Cfr. Orozco Farías, ob. cit, pp. 298-299. (Documento V de “Segundo Imperio”)
  28. Ibídem, pp. 297-298 (Documento IV de “Segundo Imperio”)
  29. Ibídem, pp. 299-300 (Documento VI de “Segundo Imperio”)
  30. José II (1765-1790) fue antepasado de Maximiliano.
  31. Schlarman Joseph, ob. cit, p. 400
  32. Zavala Silvio, ob, cit., pp. 104-105
  33. Orozco Farías Rogelio, ob. cit., p. 288 (documento VII de “Segundo Imperio”)
  34. P.H. Sheridan, Personal Memories, p. 216, citado por Orozco Farías, ob. cit, p. 287
  35. Schlarman, ob. cit, p. 425
  36. Fuentes Aguirre, ob. cit, p. 144

BIBLIOGRAFÍA

Fuentes Aguirre Armando. La otra historia de México. Juárez y Maximiliano. Diana, México, 2006,

Lira Andrés y Staples Anne. Historia general de México. Vol. II. El Colegio de México y la LXI Legislatura de la Cámara de Diputados, México, 2010,

Mateos. José María. Historia de la Masonería en México, Herbasa, México, 2003 (Fascimilar de la edición de 1884)

Orozco Farías Rogelio. Fuentes Históricas México, 1821-1867. Progreso, México, 1965

Riva Palacio Vicente. México a través de los siglos. t. V, Publicaciones Herrerías, México, 1951

Schlarman H.L. Joseph. México, Tierra de Volcanes, Porrúa, México, 14 ed. México, 1987,

Zavala Silvio. Apuntes de historia nacional 1808-1974. El Colegio Nacional. Fondo de Cultura Económica, México, 5 ed. 1999

JUAN LOUVIER CALDERÓN